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Agripino, las faenas del emprendedor y del conciliador

El padre Agripino, Monseñor, el Rector, el Mediador, Agripino, a secas, escribiría una historia de aciertos casi sin término.

Emanuele Clarizio fue, posiblemente, el primer conciliador eclesial en la historia de la Iglesia católica dominicana. Era un sacerdote que servía en la diócesis de Roma cuando le encargaron venir a República Dominicana para ejercer las funciones de Nuncio Apostólico de Su Santidad. Se había preparado por varios meses para esta misión y conocía los pormenores políticos de una nación que sufría un tiempo convulso a causa de la desaparición de la dictadura, en cuyos últimos años la Iglesia había padecido todo tipo de ultrajes y algunos de sus prelados y sacerdotes sufrieron persecución y hostigamiento.

El cura milanés, ascendido a arzobispo por el papa Juan XXIII para que ostentase una dignidad acorde con sus nuevas responsabilidades, llegó en noviembre de 1961 a la capital dominicana, justo en los días en que se libraba en las calles y en los espacios políticos de resistencia la batalla final contra el sedimento trujillista que aún permanecía en los puestos de poder civil y militar. Tenía cincuenta años de edad cuando arribó a Santo Domingo. Semanas después, el seibano Octavio Antonio Beras Rojas, quien había estado ejerciendo la dirección de la Iglesia dominicana a causa del retiro por enfermedad del italiano Ricardo Pittini, era formalmente instalado como Arzobispo Metropolitano, por las mismas fechas en que Ramfis Trujillo –junto a sus corifeos- asesinaban a los participantes en el tiranicidio y salía del país rumbo al exilio. Clarizio y Beras estaban llamados a reordenar la casa eclesial después de los sucesos que el país dominicano había vivido tras la muerte del dictador. Beras había sido un obispo muy activo en las ceremonias oficiales y las deslumbrantes actividades sociales de la dictadura, pero era un prelado sin manchas y de proceder sosegado, sin carácter para emprender tareas de reconciliación directa con los actores políticos integrados en aquel difícil proceso histórico. Se ciñó a su labor pastoral y emprendió la faena de recomponer una comunidad de creyentes que, aunque no dividida, estaba separada por sacerdotes y laicos que, por un lado, se comprometieron con la causa de minar los cimientos de la dictadura, y por el otro, albergaba a un sector que se había acomodado al régimen.

Clarizio mantuvo una actitud contemplativa, con el olfato del pastor que observa el rebaño y su entorno para poder discernir correctamente antes de actuar en una u otra dirección. Su tarea no era gobernar a la Iglesia católica dominicana, sino atender su labor diplomática y obedecer cualquier directriz procedente de Roma frente a los acontecimientos cambiantes que se sucedían en el territorio adonde había sido destinado. Aunque había estudiado la historia reciente del país antes de llegar a Santo Domingo, no era de ninguna manera un experto para saber cómo conducirse frente a la realidad que se exponía ante sus ojos. Ya sabrían –hubo de pensar- los pocos miembros para entonces del episcopado nacional, como actuar ante tales circunstancias. Clarizio, que inquiría mucho, que leía con atención las ediciones de la prensa de la época y que visitaba discretamente a figuras prominentes a la vez que consultaba a colegas diplomáticos con mayor experiencia y permanencia en el país, pudo ver, sin pretenderlo, como le llegó la hora de mostrar sus cualidades de conciliador. Fue en abril de 1965, casi cuatro años después de su llegada, cuando se vio envuelto en la maraña de los sucesos de la hora y entró al ruedo como un buscador de paz, tarea difícil que lo obligaba a reunirse con los civiles y militares de San Isidro, con los constitucionalistas de Ciudad Nueva y con los comandantes y soldados invasores. Resuelto, con temple y capacidad invaluable para discernir, tomó las riendas del diálogo para poner fin a la guerra y producir un cese al fuego que permitiese un entendimiento entre las partes. No bien correspondido muchas veces, concilió estrategias para acceder a la solución que imponía el momento histórico. Cuando poco más de un año después partió hacia Canadá como delegado pontificio ante el gobierno de esa nación, había dejado escrito su nombre, sin saberlo, como el primer conciliador de la Iglesia católica en la historia dominicana.

¿Quién le sucedería? Sin dudas, el salcedense Hugo Eduardo Polanco Brito. Inteligente, visionario, académico de la Historia, con aire doctoral en sus prédicas y, a veces, increpante, sorteó incontables momentos enrevesados de la dura época de los doce años para salvar situaciones de diversa índole. En el ínterin, se fue conociendo su cartera de prodigios, que fue un proceso gradual, pues cuando ideó la creación del Seminario Menor San Pío X de Licey al Medio y luego su obra mayor, la Universidad Católica Madre y Maestra, muchos desconocían que había viajado por medio país animando parroquias, asesorando grupos de Acción Católica y orientando al clero diocesano en sus tareas pastorales. Cuando le llegó el tiempo de la jubilación, en 1995, y su rol episcopal había sido apreciado en Santiago, Higüey y Santo Domingo, había dejado un pupilo que le sobrepasaría en la inmensa y laboriosa tarea de conciliar intereses, provocar diálogos y generar consensos. Agripino Núñez Collado fue un producto del ejercicio pastoral y de la gerencia eclesiástica de Polanco Brito, quien contribuyó a su formación y le delegó responsabilidades desde las tempranas horas de su sacerdocio. Pero, a su vez, en el joven cura nativo de Sabana Iglesia, de hablar pausado con aire campechano, comenzarían a mostrarse sus condiciones naturales para el emprendimiento y la plática enriquecedora, expandida hacia altos propósitos. Lo suyo no fue un producto del azar, aunque sí, seguramente, de la intervención de la Providencia Divina en la que ha creído siempre con firmeza. Sus años de formación en España y sus formidables relaciones humanas lo llevaron tempranamente, aspecto que muchos fuera de la Iglesia desconocen, a ser el primer latino en ser vicerrector del Colegio Hispanoamericano, una entidad formada por los obispos españoles para preparar a seminaristas y sacerdotes que serían destinados a servir a la Iglesia en Latinoamérica. Núñez Collado era aún un estudiante del sacerdocio cuando se le confiere este honor en España. Se ordenaría de sacerdote en la hermosa catedral de Zamora, en 1959, tres meses antes de la heroica acción guerrillera del 14 y 20 de junio. Precisamente, la inestabilidad política del régimen trujillista a raíz de este acontecimiento y la persecución que sufría la Iglesia en esa última etapa de la dictadura, obliga a Núñez Collado a interrumpir sus estudios y regresar para solidarizarse con seminaristas, sacerdotes y obispos que estaban siendo acosados por los sicarios del SIM. Polanco Brito le encomendaría ocuparse, precisamente, de los sacerdotes en lista negra y todavía hoy muchos ignoran la labor de Núñez Collado para proteger, e incluso sacar del país, a colegas cuyas vidas corrían peligro de muerte. El propio sacerdote fue objeto de intensa vigilancia.

Desconocía el hijo de Efraím y Ozema, y el vástago mayor de once hermanos, lo que la Providencia le deparaba. El tirano sería abatido dos años después del regreso del sacerdote a su país. La inspiradora visión de Polanco Brito permite levantar en Licey al Medio el Seminario, enfrentando diversas contingencias. No fue hasta 1962 cuando el edificio fue terminado, pasando Núñez Collado a dirigirlo. En el acto inaugural se lee el auto de erección de la UCMM –un homenaje a la encíclica Mater et Magistra de Juan XXIII- y un año más tarde el obispo de Santiago instruye al joven sacerdote a que abandone sus tareas en el seminario para que pase como vicerrector de la nueva universidad. Se iniciaría entonces la carrera con la que se desarrolla y culmina, durante medio siglo, la faena del emprendedor y del conciliador. El padre Agripino, Monseñor, el Rector, el Mediador, Agripino, a secas, escribiría una historia de aciertos casi sin término. Conocer sus avatares para impulsar y consolidar a la hoy Pontificia universidad, la búsqueda de recursos, las relaciones con organismos internacionales de apoyo, las inclusiones de nuevas carreras, todo el andamiaje de acción que significó llevar a la PUCMM al nivel que ostenta hoy, es adentrarse en las cuentas de una vocación de servicio a su Iglesia y al país que se profundizaría con su labor de mediador, su presencia en las más severas crisis políticas del país de los últimos decenios, y su sagacidad, inteligencia y valentía para encarar los momentos más angustiosos de nuestra zarandeada existencia nacional. El padre Agripino es, sin reticencias, el último –y tal vez el mayor- de los tres grandes conciliadores que ha dado la Iglesia católica dominicana a la nación, luego de monseñor Clarizio y monseñor Polanco Brito.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.