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Antes y después

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Antes y después (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Llegué tarde a sus clases universitarias en la vieja Escuela de Periodismo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, pero temprano para aprender mucho de su libro que había quedado como texto: La prensa y la ley en República Dominicana. Eran los tiempos inmediatamente posteriores a los acontecimientos trágicos de 1965 y Rafael Molina Morillo encabezaba proyectos que sentarían historia en el periodismo dominicano.

Y a uno de esos proyectos, dos años después de su fundación, fui a subir el peldaño inicial, reporterismo, de quienes llevamos dentro el gusanillo de una vocación tan poco apreciada y disminuida, culpa en gran medida de nosotros mismos. No iba mucho por la redacción de El Nacional, donde oficiaban con eficiencia y pleno derecho Radhamés Gómez Pepín y Freddy Gatón Arce, jefe de redacción y director, respectivamente. Se dejaba ver de cuando en cuando, impecablemente vestido, cuando sus trajines empresariales le permitían involucrarse en su verdadera profesión, la de comunicador social.

Molina Morillo había sobrevivido como empresario y periodista la voladura de la revista ¡Ahora!, uno de los más graves atentados a nuestra libertad de prensa. Había sido su primer intento por revolucionar el modo local de hacer periodismo, cuando estrenó un ejercicio profesional con sabor a libertad y a nuevos tiempos, poco después del ajusticiamiento del tirano. Era lectura obligada, tribuna desde la cual se concienciaba sobre la verdad sangrienta de la dictadura, los esbirros y la vida alegre de los Trujillo. Luego, fue punto de encuentro de los diferentes postulantes en el debate que acompañaba la efervescencia política de los años sesenta y setenta. En ausencia de publicaciones académicas, ¡Ahora! suplía esa laguna y no es de extrañar que, por ejemplo, el profesor Juan Bosch expusiera en esas páginas sus novedosas tesis sobre la sociología dominicana.

Fue un hito en el periodismo dominicano. Y lo repitió con un vespertino en el que cabían todas las ideas e ideologías, salvo la censura, y las mentes más lúcidas del periodismo de ese entonces.

Solemos guardar en los hondones de nuestra existencia una reserva inacabable de sentimientos encontrados, de animadversiones y simpatías, de envidia y admiración, de frustraciones y aciertos. Curiosamente, en vez de liberarnos de esas dualidades, características eminentes de falencias al parecer afines a nuestra naturaleza, las cultivamos en un ejercicio permanente de hipocresía o de silencio que, más que callar, resalta la doblez humana.

Cuesta reconocer el talento del otro cuando aún vive porque —discurrir propio del necio— la medianía es el nivel que mejor a todos sienta. La relevancia suele llegar con la muerte, cuando el destino final ha borrado toda capacidad de respuesta y la malquerencia sobra. Quizá por eso todo el que muere es bueno, y los obituarios y panegíricos conceden bondades y atributos en dosis que, sin importar la cantidad, ya no inflan el ego del difunto, mas tampoco la envidia del vivo.

Rescato en esta entrega lo que había escrito años atrás de Molina Morillo, su fase que con más fuerza motiva la admiración que siempre dispensé al amigo ahora ido. En las economías libres, el mercado castiga y premia. Naufragaron las empresas a las que se dedicó luego de abandonar el periodismo y el breve capítulo de diplomático, y emergió el hombre batallador, desapoderado súbitamente de las glorias pasadas para iniciar un camino lleno de escollos y retornar a instancias de su pasada historia laboral que todos creíamos superadas.

No creo que detrás de todo gran hombre haya una gran mujer, y viceversa. Pero en esos tiempos de dureza económica que siguieron al descalabro empresarial, sí se me hizo evidente que detrás de ese gran periodista había una gran compañera, Francia Espaillat. Y una familia solidaria comenzando por su concuñado, Luis Ramón Cordero, su socio de Publicaciones Ahora, a quien tengo reservado uno de los rincones más cálidos en mi pequeño mundo de afectos.

Nos encontramos esta vez en el Listín Diario él, y yo en la dirección de Ultima Hora. Tras brillar en posiciones y ocupaciones ajenas a su talla de empresario y periodista de primera línea y calibre pesado, Molina Morillo accedió a la dirección del matutino añoso luego de un tormentoso período de luchas intrafamiliares por el control de ese poderoso medio. No se plegó a tentativas indecorosas, como la que pretendía calificar de paciente de asilo para lunáticos a la viuda del presidente de la Editora Listín Diario con tal de desposeerla de sus acciones. Y, finalmente, su independencia y respeto a una profesión a la que dedicó la mayor parte de sus años, lo llevaron a renunciar y marcharse a su casa, menguado de recursos económicos pero pletórico de dignidad.

Sin ir más allá de los límites que la prudencia aconseja, desvelo a un Molina Morillo desconocido para el gran público con el que se comunicaba a través de sus autorizadas opiniones por la radio, la televisión o las páginas del diario que dirigió. Le corresponden testimonios mayores al hombre que conoció la fortuna y la penuria, y recorrió ambas rutas con gallardía y sentido de responsabilidad, con humildad y sin aparcar convicciones invaluables. Saldó con creces la deuda social que le correspondió como ciudadano destacado, pero también otras acreencias, con acopio de sacrificios y en atención estricta a una virtud de la que hay tanto déficit: probidad.

En ese antes y después hay una coherencia admirable, una caminata gloriosa con la frente en alto; un tránsito de reflexión abierto a todos para aprehender en dimensión completa las glorias y dramas de la existencia.

De resaltar es la tremenda labor continental de Molina Morillo desde las trincheras de la Sociedad Interamericana de Prensa, en defensa de la libertad de expresión. Lo suyo fue una batalla sin reposo desde que frecuentara las reuniones y cónclaves de los editores latinoamericanos en su época de gestor de la revista ¡Ahora! y El Nacional hasta su regreso al diarismo en el Listín y, en su último empeño profesional, el periódico gratuito El Día. Desde la presidencia de la SIP o de su Comité para la libertad de prensa, Molina Morillo se destacó como un intransigente defensor de ese derecho básico a recibir y transmitir informaciones por todos los medios posibles. Muchas veces, en mis ajetreos periodísticos de otrora, me tocó compartir con él y doña Francia, y ser testigo de primera línea del enorme respeto que ganó con gallardía en todo el continente. Como periodista y como guardián celoso de la madre de todas las libertades.

Los méritos de Molina Morillo trascienden el ámbito del periodismo. Están sus contribuciones a la formación académica de nuevos profesionales a través de la docencia universitaria. También sus aportes a las reformas a la legislación de prensa y sus diccionarios de personalidades dominicanas, otra innovación que atestiguó su buen tino y agudeza. Con su partida se agota una generación de periodistas, la de los últimos años de la dictadura, que encarnó con soltura, excelsitud, inteligencia, limpidez y en búsqueda constante de la excelencia. A la condición de periodista emérito unió la de ciudadano íntegro, buen amigo y figura emblemática de principios innegociables. Sobran razones para afirmar sin otra pretensión que la verdad: le hacemos justicia a ese gigante del periodismo quienes hemos reconocido su grandeza antes y después del óbito.

adecarod@aol.com

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