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Arde Duquesa plebeya: lecciones reales de basura

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Arde Duquesa plebeya: lecciones reales de basura (RAMÓN L. SANDOVAL)

Hasta donde el yo profundo lo permite, me creía sofisticado, civilizado, despojado de esa pátina de incivilidad, barullo, martingalas y aversión a las reglas que caracterizan al común de los bípedos en los trópicos, concretamente en una fracción insular caribeña que el poeta, sin necesidad de navegador o GPS, situó en el mismo trayecto del sol. Correspondió a la basura arrimar mis pretensiones, sí, exactamente, junto a los desperdicios, bazofia, restos, sobras. Y confirmar que cada día, para que no dé en el basurero, debe ser un aula donde se aprenda que nada sabemos.

Ni siquiera mi pareja, que me aventaja en listeza y asertividad lo que yo en años y son muchísimos, pudo descifrar de un tirón el enigma de aquellas bolsas preñadas de cuantas cosas imaginables, que permanecían por días y días frente a nuestra vivienda, comprobado el caso omiso de los camiones recolectores y sus tripulantes, todos unos desgraciados en mi zozobra isleña. Poco me consolaba vivir en Waterloo, el mismo lugar donde una derrota contundente terminó para siempre con las glorias imperiales del gran Napoleón, precisamente mi fecha de cumpleaños. Diferencia notable en caer abatido por las tropas de la Séptima Coalición que por la coalición de normas que regulan la disposición de desperdicios en la capital belga, ejercicio de buen gobierno premiado porque ha sentado pautas en estos tiempos de respeto al medio ambiente, y del reciclaje como seña de ciudadanía.

Preguntando se llega a Roma, también a librarse de la basura. Hay un calendario. Una sola vez a la semana, cada martes, se tiene la oportunidad de desembarazarse de esas sobras, algunas malolientes a los pocos días pese a la benignidad del clima. El día señalado y en nuestros contenedores plásticos desde la noche anterior, todas aquellas sobras de los reclamos alimenticios, papeles y probablemente algún que otro cachivache. Como las dejamos, así las encontramos al terminar aquella jornada cuando creímos resuelto un problema que se nos antojaba más difícil que la saga del vertedero de Duquesa.

No basta con cerrar bien los grandes cestos, aprisionados los desperdicios sin dejar huellas. Opera un calendario complicado, al principio, y unos colores para diferenciar el tipo de basura. No sirve cualquier bolsa plástica, como esas negras que rompen a placer los gatos, roedores, canes, alimañas y pobres de solemnidad en busca de restos aprovechables en Santo Domingo lo mismo que en Buenos Aires o Nueva York, y más recientemente en Caracas. Blancas, azules, verdes y amarillas, vienen en tamaño de 30 y 60 litros. Aunque se compran en el supermercado, provienen del ayuntamiento local cuyo sello de autenticidad llevan. Y cuestan: la de mayor volumen, el equivalente a 75 pesos dominicanos.

Indescifrable misterio. Otro martes fatídico en que las bolsas blancas, transparentes para fácil verificación del contenido, quedaron solitarias al borde de la avenida sombreada por la cobertura veraniega de los arces centenarios. Basura nuestra, de siete días. Testimonio de que desconocíamos la regla al comprobar la buena ¿suerte? de los vecinos. A recoger y guardar nuevamente lo que nos sobraba, a sortear más vericuetos de una organización severa pero que, una vez aprehendida en toda su complejidad, me graduó en ciudadanía ambiental consciente.

El Calendrier 2017 des colectes de déchets, Commune de Waterloo, procurado por mi pareja en afanes ambientales en que me deja siempre atrás por trechos largos, nos dio la clave. Convenientemente espaciadas en el mes, hay fechas para las bolsas blancas con los desperdicios alimenticios; azules, para plásticos; amarillas, cartones y papeles; verdes, para la jardinería de abril a noviembre. Nos habíamos ido en blanco el día azul. Cuidado, porque hay que lavar las latas antes de colocarlas en las bolsas azules a las que pertenecen. Los cartones de bebidas no van en las amarillas, sino también en las azules; vasos plásticos, envases de yogur y papel de aluminio y celofán pertenecen al mundo de las blancas.

Hay más, que se extiende aún mi camino para salir del basurero. Los envases de productos corrosivos, insecticidas, herbicidas, aceites, pinturas, lacas, barnices y flores, así como todos aquellos marcados con una calavera conllevan otro tratamiento: hay que llevarlos al parque de contenedores localizado en un punto específico de la comuna.

¿Y qué de los vidrios y botellas, en abundancia en los hogares donde el vino y la cerveza forman parte de una cultura que tiene origen allende la Europa milenaria? Nada de bolsas ni de devolverlas vacías a las cajas en que repletas de placer y buen gusto nos llegaron. Obligación es trasladarlas a un espacio comunal donde hay unos tanques enormes de un plástico más resistente que la paciencia de este caribeño en el proceso de aprendizaje de una buena práctica. Botellas de vidrio claro, en un recipiente. Botellas de vidrio oscuro, en otro. ¡Ay de los daltónicos!

Hasta en las sociedades más desarrolladas, las medidas disuasivas sirven con particular eficacia para incentivar las buenas conductas. El cumplimiento de las reglas del colectivo, engendradas en democracia, se premia con la inclusión social. Adviene el castigo cuando te dejan la basura en el porche o en la acera hasta que esté correctamente clasificada, en la bolsa debida y sin la compañía de restos inconvenientemente visibles. Intervienen las advertencias y multas si persistes en el error o, pasándote de listo, la abandonas en un lugar público. Vigilan las cámaras del Gran Hermano, y acompaña la denuncia de cualquier ciudadano que ve como una obligación dar aviso cuando un ignaro se salta la regla a la torera.

Con mucho tino, en la clasificación de la basura se ha colocado también la recompensa. La bolsa blanca, destinada a los desperdicios generales que terminan en el vertedero, son más caras. Hasta cinco veces más que las destinadas a material reciclable. Así, los belgas han logrado reciclar cerca del 60% de toda la basura que producen.

Un vertedero operativo es la meta ideal en nuestro país, contrario a la Unión Europea donde se reserva el enterramiento como el último recurso para la disposición final de la basura. Primero la prevención, para disminuir los desperdicios y evitar materiales dañinos al ambiente. Luego, la reutilización una y otra vez, el reciclaje y la recuperación a partir de la incineración para generar energía. El volumen de desperdicios y las técnicas para manejarlo se han convertido en un nuevo baremo de desarrollo económico. Y mental, añadiría yo. En el listado de países al frente en la carrera del reciclaje, Bélgica marcha a muy buen paso, superada solo por Alemania (¡tenía que ser!), Corea del Sur, Eslovenia y Austria. Por delante de los suizos y los suecos, sempiternos ejemplos de mentalidad avanzada y ejercicio ciudadano ejemplar.

Detrás del reciclaje hay más que una norma civilizada: conciencia sobre un grave peligro. Determinados desechos contaminan los suelos, tardan años en comenzar a degenerar o se convierten en un problema mayor, como las montañas de plásticos en medio del Pacífico o en los bordes y desagües de las carreteras dominicanas. A un mayor poder adquisitivo, siguen más consumo y más desechos, como apuntan las tantas marranerías en las calles de Santo Domingo.

Ahogado en el muladar es un futuro evitable. En mi caso, he aprendido a la fuerza unas lecciones sobre el manejo de los desperdicios que, definitivamente, no puedo ya tirar a la basura.

(Estas cosas las dije el 28 de octubre del 2017. Duquesa se consumía entonces en un pleito legal. Ahora arde, y consume la salud de millones de dominicanos. ¡Cuánta basura en ese botadero, paradójicamente a cielo abierto!)

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.