×
Compartir
Secciones
Última Hora
Podcasts
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Juegos
Herramientas
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
Redes Sociales
Lecturas

Baldes de guerra fría

Expandir imagen
Baldes de guerra fría

Cuidadosamente ambientada, guión brillantemente concebido por los hermanos Coen y actuaciones magistrales, Bridge of Spies (El puente de los espías) nos comunica con ese pasado no tan lejano de rivalidades ideológicas y carrera armamentista de la Guerra Fría. Frente al lente, un tablero de ajedrez en que las piezas humanas se mueven en atención a estímulos diversos, agobiadas por la carga implícita de drama y la dificultad para controlar factores que escapan a sus posibilidades inmediatas.

La Cortina de Hierro era una realidad, y en el Occidente se tejían uno y mil planes para contener la expansión de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, empeñada en ganar terreno político pero también tecnológico y militar. El espionaje permeaba aquel enfrentamiento protagonizado con medios insospechados para el ciudadano de a pie. Conmigo o contra mí, la certeza única que animaba a las grandes potencias de entonces. Tanta rivalidad mantenía abiertas las puertas al holocausto nuclear, mientras los peones repartidos en rincones recónditos de la geografía mundial peleaban batallas de posiciones.

El miedo se colaba en la trampa política de entonces, empaquetado en la propaganda cruda con la que uno y otro lado pretendía adoctrinar un mundo sin neutralidad. De útiles para el trabajo, la hoz y el martillo habían metamorfoseado en armas letales, en amenaza imparable a menos que se la combatiera en todos los terrenos. Los soviéticos eran los nuevos bárbaros y Estados Unidos, el santo patrón de la religión llamada civilización occidental. Ya al final de la Guerra Fría, Sting desmontaba en su canción Russians (rusos) la caricatura al decir con música que “los rusos también aman a sus niños”. A mí las inyecciones del anticomunismo más radical me llegaban en mis lecturas de las Selecciones del Reader´s Digest. Con razón la edición cubana, probablemente la que recibíamos en casa, cesó tras el triunfo de la revolución. En uno de sus números creo haber leído extensamente sobre Francis Gary Powers y el derribo de su avión espía U-2 sobre territorio de la antigua URSS en mayo de 1960. Su canje por un espía soviético, el coronel de la KGB Rudolph Abel, sirve de argumento para Bridge of Spies.

A James Donovan, un abogado de seguros que había sido fiscal en los juicios de Nuremberg, se le confió la defensa del coronel Abel, apresado por el FBI en 1957 en Nueva York. No logró salvarlo de una condena a 30 años, pero sí de la silla eléctrica, el castigo reservado a los espías. Librado a su propia suerte en caso de cualquier incidente, Donovan fue enviado por la CIA a Berlín a negociar el intercambio de prisioneros. Muy poco después, al mismo abogado neoyorquino le tocaría trocar por leche, vituallas y compotas a los sobrevivientes de la fracasada invasión de Bahía de Cochinos, otro fiasco de la CIA.

Para los Estados Unidos, la caza del U-2 fue una batalla perdida en la Guerra Fría. La superioridad tecnológica no era tal: un proyectil alcanzó el avión cuando volaba a 62,000 pies, pese a que las agencias de inteligencia aseguraban que ningún arma del arsenal soviético era efectiva a esa altura. Durante la crisis de los cohetes, en 1962, otro U-2 fue abatido sobre Cuba. Hay cronistas que aseguran que Fidel Castro en persona accionó el mecanismo que envió el S-75 Dvina al encuentro letal con el espía aéreo, quién sabe si el mismo aparato que tomó las fotos reveladoras de las bases de proyectiles soviéticos en la Perla de las Antillas.

Mark Rylance, el actor británico que interpreta al coronel Abel, acaba de ganar el Oscar al mejor actor de reparto. Algunos de los que conocieron al personaje real dicen que la representación es perfecta, que Rylance captó a plenitud la personalidad del taciturno oficial de la KGB nacido en Gran Bretaña y quien por más de una década cumplió su tarea sin despertar sospecha alguna bajo el disfraz de un pintor. A través de su magia histriónica percibimos a un hombre frío ya entrado en años, distante, convencido de su causa y dispuesto a enfrentar imperturbable el sino más amargo. “¿Eso haría alguna diferencia?”, es la respuesta siempre a flor de labios a las preguntas más acuciantes sobre temores, preocupaciones, estado de ánimo o la perspectiva de acabar electrocutado. Steven Spielberg es un virtuoso de la dirección cinematográfica y lo prueba una vez más en Bridge of Spies, acreedor a seis nominaciones para los premios de la Academia. Solo lamento que esta vez la banda sonora no corriese a cargo del laureado John Williams, cuyo genio musical ha acompañado la mayoría de los filmes de Spielberg, incluyendo La lista de Schindler.

Bridge of Spies retrata cabalmente las tensiones propias de la Guerra Fría, de esa atmósfera espesa como la niebla y la nieve del Berlín invernal cuando tuvo lugar el canje. Burócratas norteamericanos y germano-orientales se desplazan como marionetas conducidos por ideas preconcebidas y un patriotismo confuso que nadie acierta a explicar. Entramado de soplones, paranoia, represión y terror en una ciudad dividida ya por un muro cuya caída veintitantos años después simbolizaría el final de una era.

Más que de espías, Bridge of Spies es la película de Berlín, señalaba con acierto una crónica en The New Yorker con motivo del estreno el otoño pasado. Ese ambiente pesado, opresivo, de sombras sigilosas y contrastes asombrosos entre las dos mitades de una ciudad que se suponía era la misma pese al muro que la escindía, conformaba la estampa de la capital alemana. La Guerra Fría era Berlín, y su paisaje urbano asediado simbolizaba el campo de exterminio en que se batían dos ideologías, dos mundos, dos sistemas.

Berlín solo es Berlín, ni del Este ni del Oeste. El puente Glienecke aún desafía los calendarios mas no las ideologías. Ya no sirve para el intercambio de espías. Su cuerpo metálico conexiona Potsdam y el distrito berlinés de Wannsee. La capital de Brandenburgo y donde se declaró la Primera Guerra Mundial cumple satisfactoriamente con la descripción de paraíso suburbano: paisaje bucólico de bosques apacibles, recuerdos palaciegos de káiseres y emperadores y la Orangerie que nunca me cansaría de visitar. No hay señal alguna que delate la Guerra Fría.

Con sus grandes avenidas rebosantes de tránsito, lujosos almacenes, boutiques, restaurantes y cafés, la capital alemana contrasta con aquella ciudad fragmentada que conocí décadas atrás y aparece en Bridge of Spies. Las inhibiciones políticas desaparecieron junto a otras que han hecho de la capital alemana una de las más tolerantes de toda Europa. La emblemática Puerta de Brandenburgo, otrora en un limbo geográfico, ahora yace en tierra de todos. La cuadriga romana remata una vez más la construcción neoclásica que recuerda la Acrópolis de Atenas, con su cruz y águila tal como la diseñó Schadow y que el prejuicio comunista se había llevado. Los caballos de tiro van de nuevo enrumbados hacia la ciudad, y también hacia el futuro. Desaparecieron las estaciones prohibidas, cerradas al público. El S-Banh y el U-Bahn, el metro y los trenes regionales, operan sin el óbice político o geográfico, rompiendo distancias físicas y las otras que impuso el pasado comunista.

Berlín Oriental era la terra incognita a que se accedía por el Checkpoint Charlie y la rigurosa inspección. Todos éramos sospechosos, todos éramos enemigos. La muralla gris, humanizada con la sangre de quienes intentaban trasponerla, impresionaba a primera vista. Golpeaba los sentidos. Los tantos y tantos avisos de “está usted saliendo del sector americano” informaban de un tránsito físico pero no preparaban el ánimo. Aquella sinrazón de concreto armado desarmaba la esperanza. Desaparecía en la distancia de sus 120 kilómetros, cuatro metros de altura y 300 garitas --aprisionando la geografía urbana y el espíritu alemán--, empero persistía en el pensamiento y los sentimientos. Tanto más que frontera, encarnaba la división del mundo. Monumento de incomprensión e intolerancia. De separación cimentada en ideas mutuamente excluyentes.

La muralla sucumbió, quiero pensar que para siempre, y los restos de su ruina son piezas de museo, de colección, de interés académico. Permanece, sin embargo, la simbología. El muro de Berlín no desaparecerá como testigo de una época, de un esfuerzo por subyugar el mundo en un canje de libertad individual por la ilusión colectiva del llamado socialismo real. Construido en apenas 48 horas, animó la Guerra Fría durante casi 30 años.

Al trasponer el muro y los senderos adyacentes minados quedaba atrás el bullicio, quién sabe si hasta la alegría, el tráfago urbano, las luces de neón, el capitalismo de libertad para comprar y vender. La bellísima avenida Unter den Linden renace en el filme desierta como la vi, salvo por unos cuantos autobuses austeros para el transporte urbano y unos pocos carros Trabant “Made in the DDR”, con su carrocería plástica y motor de baja cilindrada, inmortalizados en aquella foto famosa de uno de ellos en un contenedor de basura tras la caída del muro.

Unter den Linden se desliza aún con su belleza de gran boulevard por el centro de la ciudad reunificada, y la generosidad de sus carriles se abre a vehículos de todas pintas y de gran cilindrada. De ella son dueñas esas máquinas alemanas legendarias, que rezuman confort y potencia como emblema de una tecnología con sello de eficiencia, innovación, y calidad.

Era una mitad de ciudad en luto permanente, con fantasmas de rostros adustos como habitantes, cargados de tormentos para los que no parecía haber remedio. Recuerdo el Museo del Pérgamo, el verdadero objetivo de mi incursión oriental. La llamada Isla de los Museos ya no lo es en sentido figurado, y acoge sin barreras lo mejor de la oferta cultural y arquitectónica berlinesa. El Altar de Zeus luce igual de imponente. Sin restricciones ahora, las visitas a este museo nos devuelven al mundo de ensueño del clasicismo en un viaje real de pedazos de arquitectura de la Roma antigua, el Asia Menor y la Grecia helénica.

Casi la mayoría de los páramos urbanos que cincelaron las bombas de los aliados ha desaparecido y cedido lugar a edificios imponentes, de vidrio y acero relucientes. La cúpula de cristal transparente del nuevo Reichstag corresponde a una alegoría que no pasa inadvertida. Potsdamer-Platz, el corazón de Berlín, late de nuevo repuesto del colapso y del muro que lo partió en dos ventrículos, libre para quien lo quiera auscultar en el festival de formas, luces y ocio.

Durante mi visita más reciente busqué en vano aquel bar desolado, ausente de la realidad diaria del ahora inexistente ciudadano alemán oriental, donde apuré sin prisas, fundidos en soledad mi silencio interior y el del entorno, aquel vaso enorme de cerveza espumosa, volcán de burbujas rubias como las valkirias, que me enfrió el cuerpo y renovó el espíritu sobrecogido por la majestad del museo y la mediocridad de un régimen que se lo negaba al mundo tras un muro de calamidades.

(adecarod@aol.com)