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Biblia, escuela y ley

La generación anterior a la mía la conoció como Apologética. Cuando llegué al bachillerato ya se había hecho el cambio y entonces fue, sencillamente, Religión. No hay dudas que después de la defenestración de la escuela hostosiana y como consecuencia del concordato firmado entre Pío XII y Rafael L. Trujillo, se insertó en el plan curricular de la escuela secundaria la Apologética, lo cual era una manera tal vez de introducir el estudio de las creencias religiosas, puesto que el término alude a los argumentos que validan la fe en un conjunto de normas y principios de la religión, en sentido general. Es probable –escribo sin conocimiento específico del porqué del cambio- que luego se dieran cuenta que la Apologética abarca a todos los conceptos religiosos y se introdujese el término, todavía creo yo más ambiguo, de Religión. Así lo conoció mi generación de bachillerato.

La escuela hostosiana fue, definitivamente, sacada de circulación hacia 1953, cuando Trujillo –dicen que bajo sugerencia de Joaquín Balaguer- eliminó este sistema de estudios que nunca conocimos. Hay que suponer que cuando Hostos inaugura la primera escuela normalista, en 1880, el país dominicano sufría los rigores de la ignorancia más extendida. Era un pueblo pelonero, acosado por el hambre, la miseria, la patanería. Se habla de un noventa y cinco por ciento de analfabetismo. Hostos intenta sacar a la juventud de ese estado de incultura, llevarla por los caminos del conocimiento razonado, de la práctica de las virtudes y de las destrezas manuales. Por eso, la escuela hostosiana no sólo mostró las vías para entender la ciencia, sino también que incorporó aspectos de la vida práctica, y los estudiantes aprendieron plomería, electricidad, carpintería, albañilería, entre otros oficios. No era una escuela atea, como se ha afirmado en más de un escrito. Hostos nunca manifestó aversión por la religión. Probablemente no era un hombre religioso, pero no hay ningún pensamiento suyo que promueva el ateísmo o el marxismo que era entonces una corriente en boga especialmente en círculos de la más alta intelectualidad mundial. El padre Billini, que receló en un principio de la escuela hostosiana, terminó respaldándola y empleó incluso a profesores graduados bajo los lineamientos del educador boricua en su colegio San Luis Gonzaga. Quien combatió a Hostos fue monseñor Meriño, de modo que la misma iglesia Católica estuvo dividida con respecto a las enseñanzas hostosianas, indudablemente muy avanzadas, y por tanto objetos de encendidas polémicas para la época. Hay que situarse en esos años del siglo diecinueve para comprender el avance que constituía la escuela y el currículo de estudios establecido por Hostos. Si aún hoy carecemos de una generación de educadores bien formados, imaginemos cómo sería el país de 1880. De ahí que Hostos afirmase que se debía crear una gran legión de maestros para poder ayudar al país a salir de la incompetencia y nulidad en que estaba sumergido desde hacía décadas. La república apenas tenía treinta y seis años de haber sido fundada, sobrevivía en medio de avatares de todo tipo para poder afianzar su independencia, y durante el periodo haitiano había sufrido el cierre de escuelas y de la universidad. Podemos imaginarnos pues, todo el resto.

Ese sistema hostosiano estaba muerto cuando llegamos a la escuela y aunque existía una legión de educadores entregados por completo a sus tareas, enamorados de su oficio, imbuidos del ideal de la enseñanza, la formación de los mismos era precaria porque la sociedad de entonces, en sentido general, también lo era en todos los órdenes. En el bachillerato había desaparecido pues la Apologética y se había introducido la Religión como asignatura. Era un simple cambio de nombre, pues se trataba de lo mismo. Lo que se enseñaba, muy desordenadamente, eran los fundamentos de la religión católica. Pero, nunca la “materia”, como le llamábamos entonces, fue tomada en serio por nadie. Era una hora muerta, donde o te escapaba de la clase, o simplemente se aprovechaba ese tiempo para cherchar. Algún maestro hubo que exigió atención a su clase de Religión, pero fue excepción. Casi siempre era un sacerdote, y cuando éste no podía asistir por sus obligaciones clericales, se le asignaba a cualquier profesor que regularmente indicaba una que otra tarea de lectura hasta el viernes siguiente. Tan poca importancia se le daba a la Religión como asignatura que se dedicaba a ella una de las últimas horas de clase de los viernes. Y algo más: si los padres de un alumno llevaban una certificación de que en su casa profesaban otra fe religiosa, se le exoneraba la “materia”. No recuerdo a nadie que se “quemara” en Religión. Esa asignatura se “pasaba” y ya.

Hoy ya no tengo conocimiento de lo que ocurre. Pero, a propósito del debate que se ha abierto por estos días en torno a una ley que obliga al estudio y lectura de la Biblia en nuestro sistema escolar, sostengo el criterio de que se trata de una rebatiña artificiosa. Quienes promovieron esa ley no tomaron en cuenta aspectos fundamentales para su aplicación. El estudio de la Biblia requiere de tiempo y vocación. En la misma iglesia Católica, a la que pertenezco, son escasos los sacerdotes, religiosos o laicos que pueden explicar, con base sólida, la Biblia en todos sus apartados. En la eucaristía dominical, la mayor parte de las veces el oficiante no explica correctamente la Palabra y ocupa el tiempo de la homilía en cuestiones fuera de borda. Lo comentaba recientemente con un prelado amigo. Hay ausencia casi total de buenos oradores sagrados. Pocos continuaron el ejemplo de Roque Adames –de quien obtuve mis primeros conocimientos bíblicos-, de Vinicio Disla, el salesiano Ramón Alonso, los jesuitas Benavides, Arnaiz, el dominico Vicente Rubio, el misionero Emiliano Tardiff y el diocesano Milton Ruiz quien es el mejor orador bíblico que he escuchado. En nuestros tiempos, monseñor Richard Bencosme que a sus noventa años sigue predicando con una sabiduría y un dominio de las Sagradas Escrituras que resultan impresionantes. Y el franciscano Fray José María Guerrero que es el apóstol bíblico con los carismas más patentes de la sociedad católica de hoy.

Entre los hermanos de las iglesias evangélicas, en sus diferentes denominaciones, hay buenos oradores bíblicos, solo que no pocos acentúan en la mayoría de los casos aspectos contradictorios y hacen un uso de la Palabra no siempre correcto, aparte de la abundancia de diletantes. No se distancian pues, de muchos oradores católicos. El aprendizaje de las Sagradas Escrituras, el conocimiento de sus setenta y tres libros -46 del Antiguo Testamento y 27 del Nuevo Testamento (los teólogos de hoy prefieren llamarle Primero y Segundo Testamento- no es tarea de un día para otro. De ahí las lagunas que muestran muchos pastores evangélicos a la carrera y sacerdotes que aunque tienen muchos años de estudio evidencian o que no superaron bien los estudios bíblicos en el seminario y en sus años de teología, o sencillamente hay fallas palpables en la enseñanza de dichos centros de formación sacerdotal. ¿Cómo puede explicar debidamente un profesor que no está formado para tal labor, las Sagradas Escrituras? ¿Tenemos el profesorado que asuma esa tarea educativa? ¿Cuál Biblia es la que vamos a utilizar? ¿La versión de la Vulgata Latina, la Reina Valera, la de Lutero, la Alfonsina, la de Jerusalén, la de Nácar y Colunga? ¿A quién se le va a asignar la “materia”? ¿A un católico, a un evangélico, a un bautista, a un adventista del séptimo día, a un metodista?

La enseñanza religiosa debe ser propia y exclusiva de centros educativos de las iglesias cristianas o de otras confesiones, incluyendo obviamente la católica. No deberíamos reproducir la obligada enseñanza de las leyes del materialismo dialéctico que practicaron por décadas los llamados países socialistas. Ni tampoco, los radicales estudios coránicos de los países musulmanes. Yo propugnaría por una asignatura sobre Historia de las Religiones. Y, en caso de que se insista en los estudios bíblicos –que, repito, ignoro quién va a conducir esas clases con tan poca gente preparada que tenemos en el tema- ésta deberá ser una asignatura optativa. Quien no la desee recibir, queda exonerado. La Biblia es historia, la del Oriente Medio, la de la Mesopotamia -lo que hoy es Irak-, la de los cananeos, filisteos, israelitas, palestinos. Es la historia de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, también llamado Israel. La de la civilización judeo cristiana a la que pertenecemos. Y es la historia de la fe en el Dios único. La historia de la salvación. Historia y fe. Se puede leer como lo primero y se puede aceptar y venerar como lo segundo. No es un libro cualquiera, pues. Es parte de nuestra identidad socio-religiosa e histórica. Es un capítulo fundamental de la historia de la cultura de la humanidad. Ignorarlo es tan tonto como imponerlo. No debemos por tanto acelerar la puesta en práctica de un programa (veámoslo como conocimiento y no como acto de fe) que requiere de especialistas y de aceptación del sujeto que deberá asumir su lectura y estudio. Yo la disfruto a diario como lectura de fe y me preocupo por estudiarla continuamente para internarme en su fascinante historia. En mi familia, se lee cada día, individualmente. Pero, yo no puedo obligar a nadie a hacerlo, ni en su casa ni mucho menos en la escuela pública. Cada cual que se sumerja en las Sagradas Escrituras con el libre albedrío que el propio Creador le otorgó.

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