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Blancos, negros y mulatos danzan

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Blancos, negros y mulatos danzan

En los inicios del siglo XIX, el inglés William Walton –quien residiera y actuara como agente de Inglaterra en el país, acompañando la expedición militar británica encabezada por el general Carmichael, que en 1809 ayudó a poner fin a la Era de Francia en Santo Domingo- tuvo el tino de recoger sus acuciosas informaciones e impresiones en la obra Present State of the Spanish Colonies, Including a Particular Report of Hispaniola. Texto fundamental publicado en Londres en 1810, fue reeditado en dos volúmenes en español en 1976 por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, como una contribución al mejor conocimiento de nuestro pasado.

Bajo la premisa de que las formas de diversión de un pueblo dan una pauta para conocer su idiosincrasia, Walton se detuvo a observar las diferentes danzas que se practicaban entonces en la Hispaniola. De su ojo escrutador surge un perfil de época, describiendo la coreografía de algunos de los bailes más característicos y su correspondencia con los diferentes grupos étnicos y categorías sociales concurrentes en la isla.

Así, encontró en el bolero “la más elegante, científica y típica de todas las danzas”. Para él, este baile “proporciona a la mujer bien formada la oportunidad de desplegar su grácil persona, así como su destreza y agilidad de movimiento. Los bailarines golpean las castañuelas con los dedos, al compás de los pies, pasando por varios cambios y posiciones interesantes, acompañándose de la guitarra y de la voz”. Acotando finalmente que “el bien parado constituye el gran mérito de esta danza, posición peculiar de los dos bailarines, uno frente al otro, brazos extendidos, un pie levantado al aire”.

Otro de los bailes descrito por Walton es el fandango. Ejecutado por una pareja y acompañado de voz y guitarra, observa que era de mayor movimiento que el bolero. “Las castañuelas marcan un vivo compás en cada cadencia. Los bailarines dan vuelta, se acerca uno al otro con tierna vehemencia. De pronto se retiran y se acerca de nuevo, mientras cada extremidad realiza movimientos que bien podrían calificarse de convulsión uniforme y armoniosa de todo el cuerpo, aunque tiene mayor importancia el ágil y acompasado taconear de los pies en el suelo que la gracia de pasos continuos”.

También Walton hace referencia al chandé, señalándolo como el mismo fandango pero “llevado a su extremo”. Con este nombre, se conoce en la actualidad en Colombia un baile folklórico costeño con presencia en los carnavales, descrito como “fusión de ritmos indígenas con la música negra africana” y ejecutado “con una tambora, un tambor alegre, un tambor llamador, maracas, flautas de millo o gaitas, acompañadas por las palmas de los bailarines”.

Conforme al relato del inglés, se practicaban otras danzas como el vals y “la danza campestre española que es grácil en grado sumo y más complicada, pero no tan monótona como la nuestra, a pesar de que su ritmo es más lento”.

Pero lo que mayor impresión causó ante los ojos del observador inglés fue presenciar las danzas de los negros de Haití y de los mulatos de La Española. Para él, dicha experiencia equivalía “a transportarse a un círculo de lascivos bacantes”. Semejante sensación tendrían otros viajeros europeos que precedieron a Walton, al detenerse a contemplar los bailes de los negros, también adoptados por los “españoles criollos de América”, como nos señala el Padre Labat en 1722 en su monumental obra Viajes a las islas de la América. Con cierto estupor Labat –quien viajara durante once años por las islas del Caribe, radicándose por más tiempo en las colonias francesas de Martinica y Guadalupe- nos describe el baile de la calenda ejecutado por los negros en esas localidades.

“Los que bailan están dispuestos en dos filas, unos delante de los otros, los hombres a un lado y las mujeres a otro. Los que están cansados de bailar y los espectadores hacen un círculo en torno de los danzantes y de los tambores. El más hábil canta una canción, que compone al instante, sobre el tema que juzga a propósito, cuyo refrán, cantado por todos los espectadores, es acompañado por grandes palmoteos.

En cuanto a los danzarines, mantienen los brazos más o menos como los que danzan tocando castañuelas. Saltan, dan vueltas, se acercan dos o tres pies unos de otros, retroceden al compás hasta que el sonido del tambor les avisa que deben juntarse, golpeándose los muslos unos contra otros, es decir, los hombres contra las mujeres. Al verlos, parece que se golpean con los vientres, aunque sean los muslos los que soporten esos golpes. Al momento se retiran pirueteando, para recomenzar el mismo movimiento con gestos completamente lascivos tantas veces como el tambor de la señal, lo que hace a menudo varias veces seguidas. De vez en cuando entrelazan los brazos y dan dos o tres vueltas siempre golpeándose los muslos y besándose”.

Para Labat esta danza era “opuesta al pudor”, de “posturas indecentes”, aunque “con todo eso, no deja de ser del gusto de los españoles criollos de América y tan habitual entre ellos que constituye la mayor parte de sus diversiones y aun de sus devociones. La danzan en sus iglesias y en sus procesiones, y las religiosas apenas dejan de bailarla la noche de Navidad sobre un teatro alzado en su coro, frente a su locutorio, que está abierto a fin de que el pueblo tome parte en la alegría que esas buenas almas manifiestan por el nacimiento del Salvador”. Indica Labat que en estas circunstancias no se admiten hombres, manifestando que quería creer que bailaban “con una intención completamente pura”. Para acotar finalmente con cierta sorna: “pero cuántos espectadores se hallan que lo juzguen tan caritativamente como yo?”.

En igual forma que el Padre Labat –sólo que casi un siglo después- habría de pronunciarse el inglés Walton, al describir las danzas que encontró entre los negros de Santo Domingo.

“El pueblo negro español de clase baja acompaña sus vulgares danzas con alaridos y con música producida por palos y maderas altisonantes, o por un higüero con surcos, el cual rasgan con agilidad utilizando un hueso fino. El baujo, especie de maracas hechas llenando un higüero de piedrecitas y los dientes fijos a la quijada de un caballo, rasgada con movimiento raudo y acompañado de tambor. Los pasos son extraños y obscenos.”

Como una nota curiosa de galantería, relata Walton esta estampa: “El mayor cumplido que el enamorado hace a su preferida por haberle concedido el privilegio de bailar con él durante la fiesta, es quitarse el sombrero y ponérselo a ella durante el resto de la velada; ésta la devuelve, casi siempre junto con un cigarro encendido, que ella misma ha liado.”

La mujer se engalanaba con sus mejores vestidos para asistir a los bailes, “hechos por lo general de muselina bordada en colores, orlados, o con borlas en las puntas”. Sobre el traje llevaba un mantón de colores de tafeta roja o de terciopelo bordado en oro, calzando zapatillas de seda, medias finas galonadas o sandalias. “Como usan faldas cortas, exhiben los bien formados pie y pierna, para deleite lujurioso del compañero admirador”.

“Acostumbran trenzarse el pelo con sartas de perlas o con flores, lo cual contrasta con su brillante pelo negro, que recogen con peinetas adornadas o de oro. Si bien no son bellas, las mujeres poseen una coqueta voluptuosidad que a primera vista, no puede dejar de impresionar al europeo, acostumbrado como está en las sociedades de su propio país, a modales más discretos y comedidos.”

En próximas entregas continuaremos documentando otros hitos de la vocación danzaría de los dominicanos, una veta fabulosa de nuestra cultura que se ha traducido en la difusión y acreditación internacional de bailes como el merengue y la bachata, constitutivos de verdaderas señas de identidad.