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Cambio de estación, emociones nuevas

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Cambio de estación, emociones nuevas

Se repite cada año y de nuevo convoca emociones que no acallan los años, tampoco aquello de verdad ya sabida. Tendrá fecha fija en el calendario, pero lo mismo se atrasa que se adelanta; y la indefinición solo remite cuando los árboles rinden paulatinamente el follaje, extinguidas ya las temperaturas veraniegas.

Vuelve el otoño con la novedad del día que empieza, con mensajes climatológicos que son campanadas de vida, llamadas de atención para que entendamos que todo cambia, la naturaleza incluida. Que todo tiene principio, y también final.

Inocultable finalmente, deja al desnudo paisajes ignorados. Aparecen primores y desaciertos que enmascaraban esas marañas de ramas que flanquean los grandes bulevares europeos y de latitudes templadas. Funde tierra y horizonte en marrones y grises que saben y huelen a melancolía. Tiempo de cosechar y no de sembrar. De preparación y vigilia porque el invierno, que cual Atila de la naturaleza no deja crecer ni la yerba, también es temporada inevitable.

Cada día de sol y de grados crecientes y decrecientes dobla como regalo que no por sorpresivo deja de ser anhelado. Humano es regocijarse con el pretérito y, como ya lo escribió Sábato, aferrado a la creencia de que todo tiempo pasado fue mejor.

Más que excusa para cambios de moda, de más o menos grados en el termómetro, las estaciones son un estado de ánimo y hay que aprender a domeñarlas. Y vivirlas plenamente, con la misma pasión que acometemos cada etapa de este paseo terrenal.

Días cortos, noches largas. Escasea el sol y la ausencia de sus efectos bienhechores trastorna. Abundan a quienes estos tiempos de nublados constantes los acorralan en un estado depresivo con disparos de soledad interior. No me pesa mi calidad de caribeño con melanina extra, precisamente para cortejar sin miedo al astro rey. Por el contrario, arrebato total por mi escape temporal del calendario de seis julios y seis agostos.

E insisto. Para disfrutar de las cuatro estaciones no hay que escuchar a Vivaldi, sino asomarse a la ventana y dejar que el alma aprenda a manejar el reto de encontrar satisfacciones en cada momento y evento. Si la apuesta a la vida como celebración se pierde, entonces se adelantará el invierno.

Me escandalizaba cuando esos europeos, anémicos de sol y soñadores permanentes con las playas del Caribe, me decían que pese a todo no se acostumbrarían al calor de 365 días. Porque el cambio de estaciones se convertiría en nostalgia. Porque el calendario de la vida se le detendría en los mismos grados y el color encendido de los trópicos ígneos les haría monótono el paisaje. Ahora los entiendo, convencido y rendido ante el fluir suave de las temporadas, lamentablemente convertidas en cajas de avatares por el cambio climático.

Las estaciones son un sentimiento paradójicamente profundo y superficial, que se manifiesta con intensidad en el espíritu y en la piel, donde inoportunamente se reflejan por temperaturas y emociones, igualmente cortesía de la sabiduría biológica del cuerpo en función de delator. Epidermis revuelta por el paisaje otoñal que nos deslumbra con el color subido de las hojas próximas a desaparecer. Vida intensa antes del final, como sabio consejo a nosotros, humanos. Epidermis revuelta por la brisa que sopla de algún confín gélido. Aviso oportuno para acudir a los rincones del ropero y rescatar la ropa cálida a tiempo para prevenir un resfriado y, simplemente, caer plácidamente en el ensimismamiento reflexivo.

Al otoño le han colgado el lastre de la tristeza y un sentido de declinación, de agotamiento. Metáfora que rechazo, aquella del otoño de la vida, de la batida en retirada, como si la vejez fuese en verdad un final y no otra etapa, otra estación más de un proceso en el que no hay partes sino un hilo continuo que se llama existencia. Vaya si es así, porque aspiración latente en todo joven será siempre arribar al otoño.

Hay belleza, y mucha, en el otoño estacional y existencial. Ese fuego en los árboles, esa sinfonía de colores en los bosques, esa brisa que rueda por el suelo y las alturas, ese sol discreto porque tal vez llegó cansado del verano, esos días acortados, el redescubrimiento de la calidez hogareña, el olor a madera en las prendas de lana al resguardo del armario, las aves que se marchan en su procesión anual, la naturaleza que se oculta. Y, como contraparte, las ilusiones que no son estacionales, el optimismo que no se pierde, la esperanza de que aún veremos cambios substantivos, la experiencia como guía en la confusión de la cotidianidad, los amores tardíos como esas uvas otoñales de las que provienen los vinos dulces para el postre.

Cada día tiene la novedad de colores mágicos, de naturaleza mutante con las temperaturas a la baja. Del otoño son esos paisajes de carnaval que se observan en los tantos bosques de la Europa milenaria; de tonalidades reinventadas e inventadas, multiplicadas de rama en rama, de árbol en árbol, de bosque en bosque. Acuarela vegetal que nos remonta a un estadio de quietud espiritual. Naturaleza generosa que, incluso forzada a mutar, nos deja en el episodio sensaciones buenas y deleites incomparables en la recreación visual.

Queda sol, menguada, eso sí, su energía. Cuando aparece, se levanta con ramalazos cromáticos en las copas que resisten el ultimátum de la estación para quedarse desnudas. Se repliega con prontitud, cierto, mas no sin antes tocar en las aceras y calles las muestras de que el otoño llegó: las hojas secas que anuncian nuestros pasos con el crujido de la naturaleza en trance de muerte. La hojarasca que se hace y deshace al conjunto de las brisas precursoras de fríos.

Hasta hace poco todo era verde, vigencia plena del verano que en estas regiones septentrionales donde vivo, a veces apenas se insinúa. Verde que de tan verde llego a creerlo caribeño y eterno. Las ramas, hospitalarias, acogen plumajes que no existen en mi verdad cultural, pero que son señales más de vida. Y un día cualquiera, como acontece una y otra vez, esas hojas acusan el principio del final. Mudando de color, caen paulatinamente, movidas por el viento que las traslada a la inexistencia. Sinceradas en su desnudez, faltarán meses para que la vida aparente retorne a esas ramas que en pocos días permitirán la indiscreción del entorno que protegieron.

Ya lo creo que hay belleza, y mucha, en el otoño. La defino como estación para el espíritu, intermedio que permite recuperar fortalezas y entretenerse en proyectos nuevos. Me he vuelto otoñal en gustos y preferencias. Y también en edad. Temporada de inspiración, despedida del estío y el hastío y visita a uno mismo en la búsqueda de una paz que surge fácil, porque a favor se tiene la naturaleza. Y la satisfacción de lo mucho ya vivido.

¿El otoño, como antesala del final? Hay otra manera de sufrir/vivir el invierno: como un tránsito, un puente a la primavera, que también he redescubierto en estas andanzas diplomáticas. Me enteré en la madrugada de un país cualquiera, cuando el sol salió más temprano que de costumbre y un bullicio de cantos me apagó el sueño. Las aves, esas cuyos nombres desconoce mi ignorancia caribeña, se me adelantaron. Por lo visto conocen la naturaleza mejor que yo.

Ya lo dijo otro: la vida no termina cuando dejamos de respirar, sino cuando nos olvidan. Otras temporadas vendrán; y quienes la vivan, que no olviden que nos seguirán los pasos, como las estaciones una a la otra. Valga la salvedad de que a nosotros, humanos, nos toca una sola vuelta.

adecarod@aol.com

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