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Campos y ciudades, 1900-1905

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Campos y ciudades, 1900-1905
Aserradero La Fe a orillas del Yaque. Colección Julia Amelia Cabral Tavares de Thomén. Imagen publicada en Historia Social de Santiago de los Caballeros l863-1900, de Edwin Espinal.
Al comenzar el siglo XX el territorio dominicano era un espacio prácticamente deshabitado con sólo tres comunidades que podían calificarse de ciudades: Santo Domingo, Santiago y Puerto Plata, cuyas poblaciones no alcanzaban los 10,000 habitantes.

Las vías de comunicación del país eran simples caminos de herradura inhabilitados para carruajes de cualquier tipo, por lo cual el transporte de mercancías tenía que realizarse a lomo de bestias.

De Santiago a Montecristi el territorio estaba virtualmente desierto y apenas había sido clareado por los cosecheros de tabaco de las aldeas de Quinigua, Navarrete, Mao y Guayubín, y por los cortadores de madera en los alrededores de Montecristi.

Tenía tan poca gente que era conocido como «el Despoblado de Santiago» y comprendía toda la cuenca baja del río Yaque del Norte, casi enteramente cubierta de cactus y árboles de campeche, cambrón y otros árboles de madera dura propios del bosque seco y espinoso.

El territorio nacional tenía grandes espacios sin explotar como las cordilleras, despobladas y cubiertas de bosques que apenas habían sido penetradas por algunos colonos asentados en sus valles intramontanos.

En agosto de 1900, uno de estos valles, Jarabacoa, todavía estaba cubierto de pinos y cedros que apenas empezaban a ser explotados por algunos empresarios locales.

Las cuencas llanas de los ríos Camú y Yuna carecían igualmente de habitantes y estaban cubiertas por tupidos bosques que alternaban con extensas sabanas donde pastaban grandes rebaños de ganado suelto, pues todavía los pastizales no estaban protegidos con cercas; bosques completamente vírgenes cubrían las serranías bajas de Yamasá y Los Haitises.

Las llanuras costeras del nordeste también eran boscosas y hasta entonces sólo algunos pioneros madereros se habían adentrado para explotar la caoba. Una vez deforestadas, estas llanuras fueron convertidas en plantaciones de caña de azúcar y bananos como ocurrió en las tierras cercanas a Puerto Plata a finales del siglo XIX.

La importancia de estas nuevas plantaciones puede medirse por su tamaño: en 1900 la finca bananera de la United Fruit Company en Sosúa tenía sembradas 1.5 millones de plantas de guineo y la exportación a Estados Unidos en dicho año fue de 230,000 racimos para lo que se requirieron 17 barcos.

En las llanuras orientales los bosques también habían sido talados, no tanto para recuperar las maderas como para ocuparlas con plantaciones de caña de azúcar, como ocurrió en los llanos cercanos a Santo Domingo, Puerto Plata y las zonas aledañas a Azua, en el sur

En el suroeste todavía prevalecía la explotación del guayacán, la caoba y el campeche, en tanto que en el norte y el nordeste dominaban los cortes de caoba. La explotación del campeche y la caoba era la principal actividad económica de los habitantes de Montecristi y la Línea Noroeste.

En La Vega operaban dos aserraderos que se abastecían de los bosques de pino de las montañas cercanas que desaguaban en el río Camú, cuya rápida corriente ayudaba a transportar los troncos. En Santiago también había otros aserraderos que procesaban pinos de la sierra que eran llevados a la ciudad haciéndolos flotar aguas abajo por las corrientes de los ríos Bao y Yaque.

Para crear plantaciones de café y cacao también se tumbaron grandes bosques en los alrededores de San Cristóbal, San Francisco de Macorís, La Vega, Moca y Salcedo.

Las fincas de café se extendieron por las zonas húmedas de las montañas donde algunos hacendados desarrollaron grandes fincas, siendo rápidamente imitados por campesinos más pobres que descubrieron en el café un cultivo comercial que producía rendimientos crecientes cada año.

A principios del siglo XX, La Vega, Moca y San Francisco de Macorís eran todavía regiones ganaderas donde la crianza de reses y cerdos alternaba con una agricultura de subsistencia que era complementada con las cosechas de tabaco, café y cacao.

La principal región tabacalera del país era Santiago de los Caballeros y sus campos vecinos -particularmente Tavera, Baitoa, Puñal, Canca, Licey, Tamboril, Gurabo y Quinigua- cultivados desde mediados del siglo XVIII y en los que habitaban numerosas familias campesinas conectadas con el mercado mundial a través de una complicada red de corredores, financieros y comerciantes que controlaban el comercio del tabaco.

Los grandes comerciantes de los principales pueblos del Cibao eran relativamente pocos: en 1900, por ejemplo, La Vega tenía 11 casas comerciales importantes; en Santiago había 28, en Puerto Plata 18 y nueve en Moca y en San Francisco de Macorís.

Además de estas empresas, en estos pueblos existían otros negocios de distinto tamaño: Moca, por ejemplo, tenía 190 establecimientos comerciales registrados y patentados por el Ayuntamiento; San Francisco de Macorís tenía 107; Santiago 356; Puerto Plata 191; mientras La Vega tenía 100.

La mayoría de estos establecimientos eran pequeños comercios o talleres atendidos casi siempre por sus dueños con ayuda familiar. En los pueblos del interior casi todos los comercios eran propiedad de dominicanos pero en los puertos principales, Santo Domingo, San Pedro de Macorís, Puerto Plata y Sánchez había un grupo visible de empresarios y firmas extranjeras que controlaban el comercio de importación y exportación y mantenían estrechos lazos con las principales casas comerciales de los pueblos del interior.

En cuanto al número de habitantes, estas poblaciones eran bastante pequeñas: en 1904 Santiago tenía menos de 11,000 habitantes, en tanto que la población de Santo Domingo apenas llegaba a 17,000 personas ese mismo año.

Los demás poblados eran mucho más pequeños y tenían pocas calles y casas, aunque Sánchez, Puerto Plata, La Vega, Azua, Montecristi y San Pedro de Macorís se consideraban ciudades importantes por funcionar como centros de acopio y distribución de amplias regiones ganaderas, agrícolas, madereras o azucareras.

A pesar de su importancia económica, la población de cada una de estas «ciudades» no sobrepasaba 5,000 personas; eran centros poblados y conectados entre sí a través de una primitiva red de caminos de herradura que permitían el paso de carretas en tramos muy cortos. Por ello, en muchas otras crónicas de esa época los escritores no cesaban de deplorar la falta de caminos carreteros.

En las zonas de plantaciones azucareras la situación era bien distinta debido a la existencia de los ferrocarriles que facilitaban la apertura de nuevas tierras a la agricultura comercial y permitían el flujo rápido de mercancías y pasajeros. Sin los trenes no es posible explicar la revolución azucarera que convirtió las llanuras del este y el norte del país en plantaciones cañeras.

Los ferrocarriles privados de las plantaciones bananeras de Sosúa y Sabana de la Mar también aceleraron la colonización de estas regiones previamente muy poco pobladas.

En 1905 había 26 ingenios azucareros en las llanuras de Santo Domingo y San Pedro de Macorís. Todos funcionaban con máquinas de vapor y algunos contaban con ferrocarriles. En los primeros ingenios el capital invertido fue de origen cubano, aunque en Puerto Plata hubo algunos inversionistas locales.

Posteriormente aparecieron capitalistas norteamericanos ligados a las firmas que compraban el azúcar dominicano, así como empresarios alemanes, italianos y franceses. En 1905, la extensión de las tierras cañeras aumentó a 11,412 hectáreas; para entonces los ingenios contaban con 265 kilómetros de vías férreas.

La Romana no era todavía una zona productora de azúcar. Esta aldea, a orillas del río Dulce, vivía entonces de la ganadería y la producción de cacao, principalmente, así como de la agricultura de víveres.

La siembra de caña de azúcar en esta región comenzó en 1910 cuando la South Porto Rico Sugar Company abrió las primeras plantaciones para abastecer de materia prima la Central Guánica, en Puerto Rico. Desde entonces, y hasta 1918, año en que comenzó a operar la Central Romana, la caña de La Romana se exportaba a la vecina isla en barcazas.

De las poblaciones y campos del suroeste de la República, al comenzar el siglo XX, escribiremos más adelante.

En las zonas de plantaciones azucareras la situación

era bien distinta debido a la existencia de los

ferrocarriles que facilitaban la apertura de nuevas

tierras a la agricultura comercial y permitían el flujo

rápido de mercancías y pasajeros.

Sin los trenes no es posible explicar la revolución

azucarera que convirtió las llanuras del este

y el norte del país en plantaciones cañeras.