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Carril a la excelencia sin desvíos

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Carril a la excelencia sin desvíos

A la Real Academia de las Ciencias de Suecia, sinónimo de expectativas otoñales, le gusta sorprender con los premios que cada año otorga en diferentes apartados del quehacer humano. Esta vez no se fue por la tangente, y en una de la categoría que más importa, literatura, retornó a la ortodoxia.

Para palurdos como yo, la ciencia es cuestión de fe. Como de creencia se trata, acepto sin chistar que premiar los descubrimientos sobre los mecanismos moleculares que controlan nuestros relojes biológicos, registrar las arrugas-tiempo, o valerse de la microscopía cryoelectrónica para la determinación de estructuras de alta resolución de biomoléculas en solución, se enmarca en un arcano inescrutable.

A Kazuo Ishiguro le han otorgado el Premio Nobel de Literatura y hay regocijo en el mundo de la escritura. Y en el de los lectores como yo, para quien este maestro de las letras nacido en Japón y criado en el Reino Unido reúne sobradas credenciales para merecer este reconocimiento. Elevar a Bob Dylan al Olimpo literario el año pasado tuvo sus detractores, aunque reconozco el valor de su lírica. Se cayó el santo del altar, sin embargo, cuando contrabandeó como citas de Moby Dick unos pasajes de SparkNotes en el discurso de aceptación del premio. Ahí desafinó en grande.

Tampoco hubo este año ese tinte político que tanto mancha, el mismo que mantuvo en el ostracismo sueco al insigne Jorge Luis Borges o que reconoció a autores de poca monta, de esos cuya grandeza y obras son coincidentes: pura ficción.

Esta vez no se equivocó la Academia, porque las novelas de Ishiguro son de “gran fuerza emocional” y “han descubierto el abismo bajo nuestro ilusorio sentido de conexión con el mundo”. Más aún, la suya es una literatura que entusiasma, que reta la imaginación sin rozar los linderos de lo abstruso. Hablo de una literatura excepcional y, sin embargo, digerible por el gran público en gran medida gracias al cine. Convertidas en joyas del cine sus dos mejores novelas, al menos para mí, han sido éxitos taquilleros, pese a la complejidad manifiesta en Los restos del día (Remains of the Day) y Nunca me abandones (Never Let me Go).

Admiro en Ishiguro su humildad, enraizada sin duda en sus orígenes y formación hogareña, pero sobre todo su genialidad en el desciframiento de las claves del complicado entramado social británico. En el mayordomo de Los restos del día y que interpreta Anthony Hopkins en la pantalla grande, se ejemplifica y retrata de manera impecable características de toda una sociedad. Y en el coqueteo con los nazis de los aristócratas ingleses reunidos aquel fin de semana en Darlington Hall, se resalta un aspecto de la historia casi ignorado.

Impresionante resulta la combinación de la dualidad cultural de Ishiguro trasladada al personaje de Stevens, el butler, cuyos recuerdos de sus años junto a Lord Darlington componen el núcleo de la novela. La marginación de los sentimientos en abono a un bien mayor, en este caso el compromiso con el servicio sin tachas de un mayordomo en la mejor tradición inglesa, tiene eco en la cultura japonesa. La sobriedad es una virtud y el freno a las emociones, moneda de curso en aquellas latitudes del Lejano Oriente. La soledad se asume con resignación y como un estado de vida.

Si a escoger me retan, me quedo con Nunca me abandones, esa descripción acabada de una distopía en la que se mueven personajes cuya historia está escrita de antemano y, por tanto, incapaces de la capacidad volitiva propia del humano. Igual que en Los restos del día, Ishiguro recurre a la narración en primera persona y detrás del aparente relato lineal se esconde una verdad dolorosa que solo se descubre ya muy avanzada la trama: los protagonistas son clones “criados” en una granja-escuela para que sirvan como donantes de órganos.

Literatura densa, repleta de cabos que es preciso atar para percatarse del argumento central y de cuya fuerza emotiva, gravitacional, no hay escapatoria. Un mundo en el que las ilusiones se estrellan contra una realidad inmutable cuyos efectos catastróficos no mitigan los sentimientos, que en modo alguno pueden ser clonados.

En el internado donde se educa a los clones se realiza un experimento que al final deviene desolación. Se busca determinar si estos duplicados son capaces de generar emociones y creatividad. De ahí que el arte, en el caso la pintura, no pase de una prueba sin consecuencias, pese a las expectativas que fomenta.

Curioso que Ishiguro construya ese mundo surrealista en la Inglaterra de los años 50, cuando la clonación era impensable. Quizás no sea casual, y el mensaje implícito sea que en cualquier período caben los conflictos éticos. Puede que haya un toque autobiográfico, y de paso ingreso en el porqué de mis razones personales para encontrar fascinante esta novela desconcertante, pese al velo de normalidad que cubre el relato, bien escrito y con un dominio magistral del idioma que necesariamente se pierde en la traducción al español.

Ishiguro sitúa en Hailsham, en el sudeste inglés, el internado del mismo nombre donde se forman los clones. Es el área geográfica donde fue a la escuela y vivió cuando niño. Luego, Norfolk aparece en el viaje de la narradora, Kathy, y otros clones más en búsqueda de su identidad. Cromer, donde podría vivir la “posible”, término con que Ishiguro denomina al humano clonado, es un pueblo costero del nordeste de Inglaterra, cerca de Norwich. Esta ciudad alberga la Universidad de East Anglia, mi alma mater, y en la que el laureado escritor estudió narración creativa.

East Anglia abarca los condados de Norfolk y Sulfolk, región idílica, agrícola, cuna de la princesa Diana y de un relieve físico monótono que es, paradójicamente, parte de su encanto. También otro escritor de fuste, graduado de y profesor en ese centro docente, W. G. Sebald, sucumbió al encanto de esa geografía simpar que incorpora con energía lírica a Los anillos de Saturno. Llanuras cubiertas de verde, brisas frías que silban desde el Mar del Norte, acantilados impresionantes, playas de arenales inmensos contiguos a Cromer, paisaje bucólico en el que se entreteje en la novela lo que de kafkiano tiene Ishiguro, tal como se le atribuye en las motivaciones para el premio.

Durante ese viaje, se alimenta la falsedad de que el amor verdadero puede retardar la cosecha de órganos, o sea, la muerte, codificada en la novela bajo el verbo “completar”. Efectivamente, el arte y el amor, como confirmación de humanidad, no sirven para alterar el futuro predeterminado de los clones, diseñados para sufrir mutilaciones horribles y largas convalecencias hasta que “completen”.

Nuevamente este año el Premio Nobel de Literatura recayó en el mundo sajón, lo que reafirma el inglés como lingua franca y también, por qué no, la creatividad de quienes se sirven de ese idioma para enriquecer las letras universales. Ishiguro toca la guitarra y pertenece a la legión de fanáticos que su antecesor en la cima del parnaso literario, Bob Dylan, ha conseguido a lo largo de su dilatada carrera artística.

Genuinamente sorprendido por el galardón, Ishiguro pensó que se trataba de una broma cuando le comunicaron la noticia. Con razón, son los tiempos de la posverdad y los “fake news”. Yo, por lo pronto, volveré una vez más a No me abandones, huésped permanente en mi pequeña filmoteca digital. Y a escuchar la versión de la jazzista Stacey Kent de Never Let me Go. Por algo Ishiguro le ha escrito canciones, con lo que demuestra que su genio intelectual va más allá de filosofar sobre la mortalidad y su significado.

adecarod@aol.com

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