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Cervantes y Shakespeare: 400 años más tarde

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Cervantes y Shakespeare: 400 años  más tarde

Miguel de Cervantes y William Shakespeare se unen este año al conmemorarse el 400º aniversario de sus partidas definitivas. Es una coincidencia asombrosa. Las dos cumbres de la literatura española y anglosajona mueren con diferencia de un día en el mes de abril y en 1616. El español el 22 y el inglés el 23. Cervantes había nacido en Alcalá de Henares el 29 de septiembre de 1547 y Shakespeare en la misma ciudad del Reino Unido donde murió, Stratford, el 25 de abril de 1564, de modo que el primero tenía 69 años al morir y el segundo 52.

Estos dos señores son las figuras emblemáticas de la literatura y el pensamiento en sus lenguas respectivas. Y son iconos universales sin similares en ninguna otra lengua. La discusión de siempre ha de girar sobre cuál de los dos fue más genio que el otro. Cervantes fue fundamentalmente novelista, aunque navegó en la poesía y en la dramaturgia. Pero, basta con haber escrito Don Quijote de la Mancha para que su nombre quedara eternizado. Shakespeare fue un genio múltiple, pero su base fue el teatro, desde donde nos viene todo su pensamiento, incluso el político. Sus comedias y sus tragedias son hitos del amor, de la belleza, de la locura, de la mezquindad, de los ideales, y del humor. Ambos tienen una carga soberbia de humorismo en sus escritos. Y para los dos, la elaboración del mito. Cervantes tiene una biografía de altibajos sorprendentes y de espacios indescifrables. En sus primeros escritos no se tiene bien clara su identidad. Es como si intentara ocultarse a la vista de sus probables lectores. Luego, escribe el Quijote en dos partes, la segunda de las cuales da a conocer diez años después de la primera. Ayer y hoy es mucho tiempo. No están bien documentados los episodios de su infancia y su adolescencia, aunque sí se conocen parcialmente lo que Jean Canavaggio denomina sus “años heroicos”: una vida libre en Italia como parte del séquito de un cardenal; soldado que participa en más de una batalla con demostrada valentía; héroe de Lepanto donde un arcabuz le dejará inmóvil para siempre su mano izquierda; un empleo de recaudador; preso por corsarios turcos, acusado de acciones fraudulentas; cinco años de cautiverio en Argel con varios intentos de evasión, situación que habrá de concluir con un sorpresivo indulto. Solo después de esas aventuras, regresará a Madrid y se hará escritor. Material tenía de sobra.

Shakespeare es todavía más misterioso que Cervantes. Aunque no entiendo la importancia de esta duda, hay quienes no aprueban su real existencia. Estudiosos ingleses no creen que un actor de pueblo que llega a Londres sin ninguna formación educativa fuese capaz de crear las obras que hoy conocemos. ¿Había un intelectual de gran cultura detrás de ese nombre, que no quiso mostrar su verdadera identidad por razones desconocidas? Aunque usted no lo crea, el mito ha originado estas incertidumbres. Dice María Rita Cifarelli que no pocos llegaron a pensar que la verdadera autoría de las obras de Shakespeare era de un grupo de escritores asociados y otros más afirmaban –y el ruido se ha extendido hasta hoy- que podría haber sido un tal lord Rutland, el conde de Derby, el conde de Oxford, el filósofo Francis Bacon, el dramaturgo Christopher Marlowe, el cardenal Wolsey y hasta María Estuardo. Que Shakespeare no era más que un simple actor al servicio de algunos de ellos. A tal nivel llegó esta duda, obviamente en poder de unos pocos cizañeros, que en 1964, cuando se celebró el cuarto centenario de su nacimiento, se creó un comité –el “Shakespeare Action Committee”- para boicotear la celebración.

Dentro del mito y la leyenda, lo único realmente importante en ambos autores es la obra. Lo demás es minucia, cotilleo, chilindrinadas. Es cierto: no se sabe de dónde pudo extraer Cervantes tantos conocimientos, una suma de pensamientos tan densos, una cultura literaria tan completa que le permite internarse en las sendas más tortuosas de la condición humana. Prosa cervantina, pensamiento cervantino, ideario cervantino, lenguaje cervantino, teoría cervantina. Alrededor de Cervantes se han creado todos los caminos del discurso literario e intelectual sin que hasta la fecha sepamos dónde obtuvo esas credenciales y cómo se apropió de tantas virtudes. Pero, esas aprensiones se quedan colgadas en el cordel cuando uno se asoma a la majestad del Quijote. “Es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran”, decía en dicho famoso Sansón Carrasco cuando apareció la primera parte. El Quijote cuenta una historia que desemboca en un ideario del hombre y sus sueños, sus sombras, sus glorias y ocasos. Aventura de la vida y sus destellos. De la vida y sus sumisiones, atascamientos, ilusiones, fantasías y certezas. El ideario cervantino formula una tesis del vivir y del ser. Y crea un lenguaje, una forma de pensar, un criterio original y sabio, un discurso del hombre y su realidad. Ingenio, seducción, sagacidad intelectual, visión narrativa que plantea derroteros y produce deleitación y asombro. “Mirar a don Quijote, escuchar a Don Quijote, tratar a Don Quijote, seguir el hilo de sus pensamientos, prever sus reacciones o sorprenderse por ellas constituye un supremo placer”, ha dicho Francisco Rico.

Don Quijote es Sancho Panza. Ambos a una. No se pueden deslindar los roles. Uno existe por la presencia del otro. El didactismo de Don Quijote necesita del lelo de Sancho, de su simplicidad, de sus tontainas. La locura de Don Quijote cabalga sobre las babiecas de Sancho. Son una mezcla de atributos y devaneos, de sandeces que informan, de ladridos que forman. Diez años después, cuando Cervantes publica la segunda parte, ambos personajes no estarán descritos de la misma forma que en la primera. Pero, siguen siendo seductores en las simplezas de Sancho, en las correcciones de Don Quijote, ingenioso hidalgo manchego que desconcierta no solo en su historia sino en su lenguaje, en las transformaciones constantes que su creador establece, en sus parodias, en sus cambios de registro. Don Quijote de la Mancha tiene un componente argumental, pero también lingüístico, moral, literario.

El genio de Shakespeare es múltiple. Desde el teatro somete a sus personajes a su formato filosófico y a su espectáculo humano. Su “permanente supremacía”, como cree con toda certeza Harold Bloom, se debe a la originalidad de su pensamiento mediante la creación de caracteres escénicos que dan pie a una metáfora del poder, sus subterfugios y su universalidad. Borges dijo en una ocasión que Shakespeare fue “todos y nadie”. Bloom, que lo ha estudiado tan profundamente escribe: “Seguimos volviendo a Shakespeare porque lo necesitamos; nadie más nos da tanto del mundo que la mayoría de nosotros consideramos real”.

Shakespeare fue trágico hasta en sus comedias. Hamlet, Yago, lady Macbeth, llenaron la escena con amarguras. Los propios sonetos shakespereanos tienen un tufo triste, de desesperanza. Romeo y Julieta es la historia de una desventura marcada por los entresijos del amor, la cólera desafiante de los progenitores, y la tragedia. Otelo es manso, indulgente, pero Yago es la malicia personificada, la compleja maquinación de una personalidad atropellante. Empero, su obra total está llena de un sentido del humor que contagia. Sus historias están repletas de implicaciones y uno lo comprueba cada vez que las relee y encuentra nuevas visiones, nuevas acrobacias textuales, nuevos horizontes de lectura. Shakespeare como Cervantes es infinito. Shakespeare, en la afirmación de Bloom, es la invención de lo humano. Cervantes es la invención del mundo. Del teatro de Shakespeare surge una teoría crítica del poder, no solo en los gobiernos políticos, sino en los gobiernos humanos: o sea, en el amor, en la familia, en el relacionamiento general de los individuos. Cervantes creó a Don Quijote de la Mancha para que “este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse... El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y contento”. Así lo escribió Miguel de Cervantes y Saavedra en el prólogo a la primera parte de su inmortal novela. Cuatro siglos después nos sigue alumbrando y deslumbrando. ¡Qué ? legado!