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Con los vientos de David, se fue don Héctor

J.A. Bruno Pimentel narraba, con su voz de trueno, la ruta del huracán David y la entrada por Haina del ojo de la tromba, a 240 kilómetros por hora. Tal vez haya sido la única vez que se haya relatado, paso a paso, el movimiento y llegada de un vendaval de tal categoría en la radio universal. “Ahora, entra a saltos a Santo Domingo, está dando saltos sobre la ciudad capital...”, informaba el afamado locutor. Era 31 de agosto de 1979. Cinco días después, en medio del caos y la destrucción reinantes, fallecía en su casa el poeta Héctor Incháustegui Cabral. Tenía 67 años de edad. Había cumplido los 18 años cuando otro huracán, San Zenón, arrasó la empobrecida capital dominicana, el 3 de septiembre de 1930 apenas dos semanas después de que el Brigadier se estrenara como mandatario.

Fue un hombre profundamente noble y cortés, a quien la dictadura arropó con su manto de trepidación, sobrevivencia y angustia. Hizo una obra poética sustancial, escribió páginas memorables en el ensayo intimista y memorioso que dejó huellas en nuestro discurrir intelectual, mostró siempre gratitud y orgullo por su ejercicio periodístico y tuvo la dicha de realizar dos labores que le permitieron unir su nombre, de forma definitiva, a la historia de la cultura dominicana. Una, su Diario de la Guerra y Los Dioses Ametrallados, dos poemarios que recogen su visión y experiencia de la guerra de abril de 1965, que terminó vinculándolo, afectivamente, al grupo que surgió literariamente en la contienda o que terminó unido vivencialmente a sus propuestas y a sus batallas: Miguel Alfonseca, Armando Almánzar, Máximo Avilés Blonda, Iván García, Alberto Perdomo y René del Risco Bermúdez. “Porque compartieron conmigo su dolor”, escribió en la dedicatoria de su libro. Y dos, su extraordinaria labor como fundador y director de publicaciones de la UCMM, en Santiago de los Caballeros, que dejó como legado una colección de obras fundamentales de la bibliografía nacional, desde distintos ángulos pero principalmente literarias, con las que se proyectó a una nueva generación de escritores y fueron descubiertos o relanzados textos relevantes: en sociología, política, economía, derecho, historia, poesía, ensayo, crítica literaria, teatro, provincia y folklore.

“Poeta rebelde...La defensa del pobre y el ataque contra el rico es una constante en la poesía inchausteguiana”, escribió José Alcántara Almánzar en el extenso y valioso exordio al libro que reunió su obra poética completa. Releo hoy su poesía y reconozco los giros que marcaron la obra de don Héctor, como bien lo destaca Alcántara en su texto ya citado. Esos giros o cambios en su poética señalizaron lirismos, actitudes personales ante la vida, narrativa de lo social, sentimientos enfrentados, cargas emotivas y presencia de la muerte. Hay una sencillez abierta en su poesía, una marcada provisión de descontentos, de dudas, de avivamientos temporales que luego regresan a su cauce de sombras. La terneza como aliciente y la soledad como vínculo hasta para expresar la angustia que enhebra su propia búsqueda, su propio decir (“Estoy solo, con el eco de mis palabras/ y el amargor de mi boca y la retama de mis pensamientos;/ solo como un espejo roto,/ solo,/ sin tener a nadie a quien pedir inspiración,/ a quien solicitar lumbre de su fuego”). La poesía –siempre he sostenido esta apreciación– está hecha, entre otros devenires, para construir la biografía del hombre que la construye. Un verso o un poeta pueden no ser de nuestro agrado, pero si gustas de la poesía debes leer la obra de todo buen poeta para conocer sus alcances, el trasunto de sus dilemas, la historia de sus íntimas querencias, de sus pérdidas, de sus hallazgos; descubrir sus encuentros, sus entreactos, sus emplazamientos vitales. Admiro la poesía de don Héctor, pero aún más he conocido de sus virtudes, equívocos, conflictos, coherencias y disparidades, cuando al leerlo constato su real dimensión existencial. Si la poesía no se lee desde sus estuarios, con sus euforias, quebrantos, valimientos, desde sus estruendos y desde su inocencia, se pierde el tiempo, pues entonces le será imposible al lector entender su ceremonia, digerir sus furias y disfrutar el arrobamiento que nos produce su plasma humano, su aguijón, su modulación y su secreto (“El hombre sale del resbaloso mundo del sueño/ dócil como la albahaca,/ amarillo y fresco como las flores del saúco,/ armado con un puñado leve de palabras,/ una mirada blanca y simple/ y las raíces de los nervios desparramados en la piel”).

De la poesía, don Héctor se asentó en la prosa memoriosa y nos entregó una pieza imposible de olvidar: El pozo muerto (1960), o un libro donde alterna el ensayo crítico con el escrito periodístico de altura sobre temas literarios y sentimentales que les fueron siempre tan propios, como lo es De literatura dominicana siglo veinte (1968). Cuando llevaba siete libros publicados –de dieciocho que forman su bibliografía– escribió Casi de ayer (México, 1952), que en sus dos primeras partes es una obra de una lectura regocijante, que en nuestros tiempos incluso vale la pena conocer o releer. Yo lo he hecho más de una vez (Fragmentos de cartas, y Figuras y Paisajes). Empero, en la última parte que él tituló “De política” y lo subtituló “Impresiones de un viaje a la frontera”, don Héctor se afilia al elogio trujillista. Había sido enviado como parte de una delegación de intelectuales y burócratas de la dictadura a promover el plan de dominicanización de la frontera que Trujillo estaba impulsando entonces. Los textos son exquisitos, con esa perfección narrativa que caracterizaba sus escritos. Pero, todos terminan exaltando la obra de gobierno del dictador. Me parece ver que eran textos forzados, por las vueltas que da el autor para poder insertar el encomio en medio de la descripción de la pobreza, de la fragilidad humana, de las aldeas subsumidas por la desventura. Por textos como estos, Andrés L. Mateo leyó una conferencia, en una noche inolvidable en la vieja Biblioteca Nacional hace ya muchos años, que tituló “La balada y el péndulo”, y que tenía como eje central la obra y la vida de don Héctor. No fue el único ni el que más. Las letras de Virgilio Díaz Ordóñez, Abelardo Nanita, Emilio Rodríguez Demorizi, César Herrera, Fabio A. Mota, Max Uribe, Tulio Cestero, entre otros tantos, estuvieron también abrigadas por estas apologías.

Don Héctor fue un hombre noble y cortés. Hizo una estela de bien, de amistad y de legado. Con su obra y con su don de gentes. Admirador sin ambigüedades de la poesía de Domingo Moreno Jimenes –fue su más celoso defensor– me envió una carta que poseo como joya cuando publique mi biografía sobre el fundador del Postumismo en 1976. En su nobleza se albergaron muchos nombres que hoy figuran en la lista de nuestros letrados más influyentes. Y en su correcto trato humano tuvieron cabida todas las inquietudes. El ciclón David se lo llevó en sus vientos hizo justo en estos días huracanados treinta y ocho años. Siempre debería ser virtud el recordarlo. (“En donde encuentres florecidas de acciones la virtud,/ estará mi pobre canto;/ en donde el amor viva sin que nadie sepa cómo alienta,/ estará mi pobre canto;/ en donde nazca la flor y sin elogios muera,/ sin que su primor arranque gritos o sonrisas,/ estará mi pobre canto;/ en todo aquello tocado por la muerte con sus largos dedos fríos,/ estará mi pobre canto;/ estará mi canto y estaré yo/ y estarás tú y tu recuerdo,/ y este amor que sin resignación se escuda en la palabra/ que levanta un mundo en que sólo entrarán los que designe/ esta hermosa sed de sueño que me salva”).

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