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Crónica de arte y periodismo cultural (3 de 3)

El cronista de arte cumple necesariamente un rol social y, en consecuencia, ejerce una responsabilidad especializada dentro de la sociedad. ¿Cómo se aplica esa responsabilidad? En la inducción que origina en los que reciben la información artística. El ejercicio de la crónica de arte es, sin duda alguna, una responsabilidad asumida en beneficio del desarrollo cultural. De otra manera, no puede concebirse la trascendencia y vitalidad de este oficio.

Cuando el cronista de arte da cuenta de la realidad artística, desde cualquiera de sus dimensiones, rinde un servicio a la cultura. Primero, porque difunde los valores del arte desde el ejercicio de sus protagonistas. Y segundo, porque al difundirlo crea el interés por uno de los aspectos esenciales de la vida cultural. Estoy hablando desde luego, de la crónica de arte en sus diferentes dimensiones: canto popular, música clásica, teatro, danza, cine, expresiones folklóricas, o sea toda la amplia gama del arte y sus variables. En ese orden, vale decir que la cultura no puede prescindir del aporte inestimable que hace la crónica de arte al desarrollo de la misma. La crónica de arte es, pues, por naturaleza, un acto de inducción al conocimiento y desarrollo de la cultura.

Cuando Napoleón Beras da cuenta en los medios en los que labora de un espectáculo danzario de Marianela Boán o de un concierto de Aisha Syed; cuando Jorge Ramos comunica un desliz en determinado concierto de un artista popular, o Grisbell Medina ajusta cuentas con determinada realidad artística; cuando el veterano Joseph Cáceres precisa detalles del arte popular contemporáneo, por su dilatada experiencia como comunicador del arte y la cultura; cuando Alfonso Quiñones reseña un concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional o de Il Volo; cuando Marivell Contreras examina las variantes de la música popular; cuando José Antonio Aybar, Máximo Jiménez, José Nova, Emelyn Balderas, Ramón Almánzar o Severo Rivera entrevistan a una figura artística de moda o explican los alcances de la música urbana, las dimensiones de un concierto de Juan Luis Guerra o los altibajos de cualquier figura artística, realizan una contribución valiosísima al conocimiento y desarrollo de la cultura popular dominicana, difundiendo notas esenciales para la valoración y auge de la cultura desde las vigorosas dimensiones del arte, sea este clásico o popular. De ahí que el cronista de arte sea un hacedor de cultura, y lo que es más, un inductor de cultura, un profesional del periodismo destinado a promover en el lector, el oyente, el televidente, el espectador, el interés por la cultura a través del arte, así como a ser parte activa de ese conglomerado humano que hace del arte el oficio de su vida.

Desde luego, esta inducción cultural del cronista de arte, tiene que sustentarse en el conocimiento cabal del oficio y de las variantes que comporta. O sea, tiene que insuflar en el propio cronista un interés por la cultura como eje dinamizador de la actividad profesional que ejerce. Y dentro de este cuadrante, debe proporcionar mecanismos para que se desarrollen esas variantes de manera uniforme, de modo que el público reciba los beneficios de la información y de la crítica de arte en sus diferentes acepciones, la popular, la folklórica o la clásica, la nacional y la internacional. En este orden creo necesario que debido al crecimiento de la oferta artística en nuestro país, se debe promover la especialización formal de la crónica de arte en los medios del prensa. Tenemos un desarrollo amplio de la crónica de arte popular, pero urge crear mecanismos que sean necesarios para tener cronistas y críticos de danza, teatro, música clásica, (situación que salvan hoy en día solo los magníficos trabajos de Carmen Heredia de Guerrero y Alfonso Quiñones, en términos críticos). Adolecemos de esta especialidad y necesitamos que la inducción cultural se amplifique. Tenemos firmas emergentes en la crónica y crítica de cine que han tomado la antorcha de relevantes figuras en este renglón del periodismo. Igual sucede con la crónica de arte popular, pero nos falta la crónica crítica en otras vertientes del arte. Es lamentable que tengamos buenas ofertas teatrales, de danza y de música clásica y que no tengamos crítica abundante para estos menesteres artísticos que no sean las simples reseñas.

Los teatristas suelen declarar con frecuencia que les afecta la falta de salas para promover sus puestas en escena. Empero, las salas de teatro, de origen oficial o privado, han ido creciendo en los últimos lustros, quizá no en la dimensión requerida, y sin embargo la actividad teatral confronta problemas de crecimiento masivo y de un buen mercadeo. He diferido siempre de los teatristas en torno a reducir el problema de desarrollo del teatro a la falta de salas. Lo que creo que nos ha faltado siempre es crítica de teatro, como nos hace falta crítica de danza o de música clásica para poder ir creando el público que esas artes reclaman y necesitan. Hay que crear espacios para que se desarrolle junto con la crónica noticiosa, la crítica de arte en todas sus formas, dentro de nuestros medios de comunicación y en los medios propios de cada periodista de arte. Una actividad artística no debe reducirse a un espacio en la crónica social. El cronista de arte debe reclamar su espacio distintivo, que es el destinado a cubrir todas las facetas de la especialidad artística, la de la crónica y la de la crítica. Esa será la mejor manera de completar su rol de inductor cultural, de proveedor de cultura.

Anoto algo más. Junto a la crítica, los lauros artísticos son indispensables para marcar trayectorias y fijar metas. Toda premiación tiene y tendrá siempre rasgos subjetivos o insuflados por el mercado. Desde el Premio Nobel de Literatura hasta los premios de la academia de cine hollywoodense, todos los galardones se nutren de subjetividades, de ejercicios del criterio que suelen crear disensiones y provocar reacciones negativas casi siempre. Pero, a pesar de estas certezas, los premios son necesarios, porque vitalizan el quehacer, le otorgan presencia pública activa y desarrollan el arte desde su necesario esquema de contrastes. Los literatos que no obtienen premios se quejan con frecuencia de los concursos. Los cineastas que no entran en los circuitos comerciales que patentizan los Óscares y los Goyas, por ejemplo, maldicen los lauros cinematográficos y se refugian en los festivales alternativos. Los artistas populares que no obtienen un Soberano, o ven que se les posterga o aleja la codiciada estatuilla, enfrentan a los cronistas de arte cada año. Todos, sin embargo, saben perfectamente que aunque la ausencia de un premio, cualquiera que este sea –un Grammy, un Lo Nuestro, un Juventud o una posición de destaque en Billboard- no dictamina sobre la validez de una obra o de un quehacer artístico en términos de permanencia, el recibimiento de un galardón crea historia y forja obligatoriamente la crónica de una trayectoria en sus dimensiones más contundentes. De ahí que los premios Soberano constituyan un lauro apreciado que debe preservarse. Atentan contra su propio oficio, los artistas que desdicen de un galardón de este tipo o el cronista que juega con el lauro de manera que afecte su transparencia, porque el mismo difunde un haber artístico, crea una expectativa saludable para la difusión del arte, y desarrolla y registra un quehacer en su valoración histórica.

La historia del oficio artístico dominicano de los últimos decenios tiene necesariamente que pasar por los premios Dorado y Casandra (anteriormente) y los Soberano (actualmente). Para poder evaluar los alcances y el crecimiento del arte dominicano hay que mirar hacia los premios Soberano y descubrir en ese escenario el ascenso y la trascendencia del arte dominicano durante los últimos treinta años.

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