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Crucero por las Antillas Menores

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Crucero por las Antillas Menores

En julio de 1887 me embarqué virtualmente en el puerto de New York con el escritor Lafcadio Hearn –un personaje culto dotado de fino don observador y prosa poética-, abordando un “buque alargado, estrecho y grácil, con dos mástiles y una chimenea anaranjada”, en el cual realizaría una plácida travesía de unos 5 mil kilómetros en algo menos de dos meses. Con destino a las Antillas Menores, a través del Mar de los Sargazos. Al séptimo día de navegación ingresamos a las aguas del Mar Caribe, “un mar en calma y de un azul extremadamente oscuro”.

Nuestro autor apunta en su libreta de notas: “estamos ante unas evidentes creaciones volcánicas, abruptas, coniformes, truncadas, excéntricas; las islas surgen y desaparecen detrás de nosotros.” A la vista, Santa Cruz o St. Croix, posesión danesa de las Islas Vírgenes. “La isla, escarpada y alta, posee auténticos contornos volcánicos; los acantilados caen casi en perpendicular.”

“A medida que nos acercamos, las cumbres sombrías adquieren un color azul verdoso; las superficies soleadas se destacan con un verde aún más luminoso. Las cañadas y los valles resguardados retienen todavía los azules y los grises... la isla cambia de color aquí y allá... Santa Cruz revela una encantadora pila de colinas esmeralda en primer plano... bordeada de una playa blanca y empenachada de arañiles copas de palmeras.”

Ya en el puerto se observan muchos peces y tiburones pequeños. Mariposas blancas revolotean, quizá dando la bienvenida. “Unos chiquillos negros se bañan desnudos en la playa”, mientras chicas de color ofrecen desde una barca su mercancía: bay rum, frutas, y agua de Florida.

“Desde la bahía, bajo la sombra verde de las colinas volcánicas que la dominan, Frederiksted tiene la apariencia de un bonito pueblo español, con sus plazas románicas, iglesias y numerosos edificios con arcadas que se atisban entre filas de caobas, árboles del pan, mangos, tamarindos y palmeras... Pero tan pronto como nos adentramos en las calles se esfuma la ilusión de belleza: te ves en un pueblo colonial con edificios de dos plantas ruinosos. La parte baja, de diseño español con arcos, está por lo general construida con roca de lava o ladrillo y pintada de un amarillo claro y cálido; las plantas superiores suelen dejarse sin pintar y su rudimentaria estructura es de maderas ligeras”. La razón, el poblado fue incendiado y saqueado “durante una revuelta de los negros en 1878”, nueve años atrás, sobreviviendo los sólidos cimientos.

En efecto, en octubre de ese año los trabajadores de las plantaciones, encabezados por la legendaria Mary Thomas, a quien denominarían Queen Mary –hoy una estatua en Dinamarca simboliza su rol, sentada con una antorcha en una mano y la mocha en la otra-, escenificaron una revuelta por mejores condiciones de contratación que utilizó la tea incendiaria para reclamar justicia.

La narración continúa: “El verdor es exuberante. Cacaos y palmas de abanico dominan todas las calles, se inclinan sobre casi todas las estructuras, ya sean estas cabañas o edificios públicos; se ve por todas partes el verde quebrado de las inmensas hojas de banano.”

La descripción que realiza Hern llega hasta el mercado: “una amplia plaza pavimentada, atravesada por dos filas de tamarindos y unidas por uno de sus lados a una plazoleta española... No hay bancos, ni tenderetes, ni casetas; los comerciantes están de pie, o se sientan o acuclillan en el suelo, bajo el sol, o se colocan en los peldaños de la arcada contigua. La mercancía, por lo general, se amontona a sus pies. Unos pocos disponen de mesitas diminutas, pero normalmente los comestibles se colocan en el sucio suelo o se apilan en los peldaños de la plazoleta: mangos amarillo rojizo que parecen manzanas gigantescas y deformes, manos de plátanos, pirámides de cocos verde claro, inmensas naranjas de un verde dorado, y diversas frutas y verduras cuyos nombres desconozco.”

Los comerciantes hablan una lengua poco comprensible más allá de las Antillas. “Se comunican en un inglés negro que suena a lengua africana, un torrente veloz y arrastrado de vocales y consonantes del que ningún oído inexperto sería capaz de extraer una sola palabra inteligible.”

Quiénes componen este mercado antillano que luce abarrotado, “rebosante de vivos colores bajo la tremenda luz del mediodía”. El lente escrutador de Lafcadio Hearn encuentra que “compradores y vendedores son negros en su mayoría; muy pocos rostros amarillos o morenos... Lo que más hay son mujeres, con atavíos muy simples, casi primitivos: una falda o enagua sobre la que cae una especie de vestido corto de calicó... se acampana como si fuese de baile, y deja al aire los pies y las piernas desnudas. Se cubren la cabeza con un pañuelo blanco retorcido a modo de turbante. Una multitud de mujeres negras con las piernas desnudas desfila ante nosotros, todas ellas cargando fardos o canastos en la cabeza y fumando cigarros muy largos.”

Estas mujeres “son bajitas y rechonchas y caminan sorprendentemente erguidas, dando zancadas largas y firmes, con el pecho proyectado hacia adelante. Sus extremidades son voluminosas y hermosamente redondeadas”. Usan tejidos de algodón de vivos colores combinados con tonos rosa, blanco y azul. La mitad fuma y todas hablan su jerga inglesa en voz alta.

El prodigio aromático de las naranjas verdes –hoy empleado ampliamente en perfumería y la cosmética- es consignado al observar que desprenden “un aroma delicioso y son asombrosamente jugosas. Pelar una basta para perfumarse las manos para el resto del día... Fumamos puros de Puerto Rico y bebimos limonadas antillanas generosamente aderezadas con ron. El tabaco tiene un sabor dulce y suntuoso; el ron es aterciopelado, meloso, y procura una agradable sensación sedante. Ambos desprenden una fragancia deliciosa”. Todo ello, mucho antes de que Hemingway se aficionara por el daiquirí en el bar Floridita de La Habana, afamándolo.

Por las calles que se inician en la plaza el viajero afirma que “hay pocas caras atractivas a la vista: por las calles sólo pasan negros; sin embargo, a través de las puertas abiertas de las tiendas, uno vislumbra de cuando en cuando un atractivo rostro mestizo de ojos negros inmensos y tez tan amarilla como un plátano maduro”.

Ya enfocando hacia las colinas o en dirección a las calles empinadas, el ojo escrutador descubre diversas tonalidades de verde. “Los campos de caña de azúcar son amplias láminas de un hermoso verde oro; y de una viveza similar son las frondosidades de los pomme-cannelle (el anón o chirimoya), los limonares y naranjales, a diferencia de los tamarindos y las caobas, que son más densos y oscuros”. Entre una voluminosa espesura de tamarindos sobresale el chapitel de la iglesia.

“En la alargada pendiente pajiza de la playa a la izquierda del pueblo, bajo los mangos y tamarindos, se agolpan ya los bañistas, hombres o chicos exclusivamente, todos en cueros: negros, pardos, amarillos y blancos” (éstos, soldados daneses). “Con ellos se bañan unos jóvenes morenos muy esbeltos y gráciles de cuerpos ligeros como ciervos; deben de ser criollos. Los bañistas negros son desmañados y asombrosamente patilargos. Luego llegan unos chiquillos con caballos; se desnudan, montan desnudos a lomos de los animales y cabalgan hasta el mar, gritando...

Algunos tienen la piel de un bonito color tostado, similar al del bronce envejecido. Nada resulta más escultural que las actitudes inconscientes de esos cuerpos bronceados que brincan, luchan, corren y recogen conchas. Su sencilla gracia crea una admirable armonía con las gracias de las verdes creaciones de la naturaleza en derredor, rima impecablemente con el perfecto equilibrio de las palmeras que se cimbrean a lo largo del litoral.”

Al amanecer del octavo día del viaje la nave atraca “en otro puerto azul, una balsa inmensa y semicircular cercada por un crispado oleaje de colinas, todas verdes desde la franja amarilla de la playa hasta la cumbre más alta y nubosa”. Se trata de San Cristóbal o St. Kitts, posesión inglesa, cuya capital Basseterre es visitada por Lafcadio Hearn. Tras anotar un origen volcánico en su configuración, señala que “hay palmeras por todas partes, cacaos, palmas de abanico; muchos árboles del pan, tamarindos, bananos, inmensos higuerones, mangos, y otras plantas desconocidas que los negros designan con nombres incomprensibles (sap-saps y dul-duls)”. La primera es la guanábana.

Caracteriza la ciudad. “Ni arquitectura española ni arcadas amarillo canario. Las calles angostas son todas grises o de tonalidades neutras... Casi todas las viviendas son de madera, sobre puntales de ladrillo, o elevadas sobre bloques de roca de lava.”

“La población no tiene nada de pintoresco. Usan ropa moderna, común; las mujeres visten con tonos apagados. Los marrones, azules oscuros y grises son más habituales que los rosas, amarillos y celestes. De vez en cuando uno localiza a una guapa mestiza, una chica alta y morena que camina con una gracia cadenciosa parecida a la de un balandro en el mar; pero es un espectáculo poco frecuente. La mayoría de la gente que uno se cruza es negra o de un marrón negruzco. Muchas tiendas están regentadas por hombres amarillos con el pelo y los ojos de un negro intensísimo, hombres que no sonríen. Son portugueses.” Como centro de atracción le impresiona el Jardín Botánico, con sus higueras de Bengala y palmeras, sus “lirios monstruosos”.

Luego, al continuar el viaje y pasar por Nevis, desde el barco, Hern registra en las laderas bajas de la isla de formación volcánica pequeños asentamientos: casas, molinos, ingenios, altas chimeneas. “Las plantaciones de caña de azúcar despliegan superficies de un verde dorado.”

El crucero por las islas continúa.

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José del Castillo Pichardo, ensayista e historiador. Escribe sobre historia económica y cultural, elecciones, política y migraciones. Académico y consultor. Un contertulio que conversa con el tiempo.