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Cuando Hilda Schott dejó de ser la diableja

El sacerdote mexicano Antonio Flores era, en el último cuarto de década de los cincuenta, el salesiano más popular del país después del arzobispo Ricardo Pittini. Había construido en Moca el templo católico más imponente de la República con la contribución de sus feligreses y sin que interviniera la plata del régimen trujillista, en una época donde toda edificación debía llevar el sello aprobatorio del dictador y su óbolo bienhechor. Por algo se hacía llamar Benefactor.

Flores era parte del grupo de salesianos que Pittini había conseguido con sus superiores que les asignara para poder realizar su obra apostólica y extender su congregación por diferentes partes del país, en un momento en que había carencia de parroquias y de sacerdotes, y donde muchos de esos pastores diocesanos –seculares los llamaban entonces- estaban “corrompidos por el mercurialismo y el concubinato y otros mal preparados para realizar cumplidamente su sagrada misión”, conforme el testimonio de don Antonio Cuello, quien fue uno de los grandes amigos del arzobispo de quien dijo que lo “aceptó a su lado como un soldado decidido a prestarle mi cooperación sin reservas en los propósitos que lo animaban”. Cuello, cuya Editorial Duarte “fue concebida y auspiciada por la jerarquía eclesiástica”, según su propia afirmación, llegó a visitar “pueblos, campos, aldeas y barriadas”, acompañando a Pittini, donde incluso predicaba y “hasta me atreví a reprochar a algunos sacerdotes su falta de apostolado y su vida licenciosa”. Tal los signos de la época y la Iglesia que heredó Pittini.

Antes de convertirse en el párroco de la Iglesia Sagrado Corazón de Jesús, de Moca, el padre Flores fue párroco de San Juan Bosco, en Santo Domingo, siendo el constructor en 1939 del templo ubicado entre la calle que lleva el nombre del santo varón de Turín, fundador de la sociedad de San Francisco de Sales, y la calle doctor Delgado.

Cuando Trujillo llama al padre Flores y le ordena, con suprema arrogancia, que busque la forma de sacar de Santo Domingo al arzobispo Pittini en cuarenta y ocho horas, el cura salió de Moca a toda marcha junto a su inseparable chofer Josecito la Virgen, que le acompañó durante toda su estancia en la mencionada ciudad cibaeña. Al llegar a la sede del arzobispado –para entonces, una construcción adosada a la pared trasera de la Catedral- lo esperaba Hilda Schott con rostro severo y mirada cuestionadora. Tenía mucha confianza con Flores. La familia Schott había sido un refugio para el sacerdote desde su llegada a Moca y una de las hermanas de Hilda, Nelfa, casada con un alemán de apellido Rueckschnat, era el paño de lágrimas del cura párroco para sus proyectos y para auxiliar a sus vicarios. El padre Flores no habló nada con Hilda y fue directamente a la habitación del arzobispo. Besó su mano derecha y tomó luego ambas manos del prelado y la entretejió con las suyas. Pittini supo de inmediato que Flores había ido por él. “Monseñor, usted debe irse de aquí ahora mismo”, le dijo sin medias vueltas el sacerdote. “¿Y por qué debo irme?”, inquirió el arzobispo. Flores sabía convencer. Insistió en que había negros nubarrones en el horizonte, que él necesitaba descanso y que no podía continuar enfrentando la inquina de “Rafelito” como le llamaba Pittini a Trujillo en sus mejores tiempos de amistad. No le dio tiempo a que hablara de nuevo ni le mencionó la llamada que le hizo el Jefe, temeroso de que la valiente cerrazón habitual del mitrado hiciera aparición y le hiciese más difícil aún cumplir con el engorroso encargo.

“Sor Esther Fuentes le tiene preparada una habitación confortable en La Vega”, le dijo Flores a Pittini. “Vámonos, monseñor. Yo no hubiese hecho este viaje rápido a la capital si no fuese porque la ley del más fuerte se nos viene encima a todos, comenzando por usted”. Fue lo más cerca que estuvo Flores de decirle al arzobispo que su misión cumplía una encomienda artera y sombría. Hilda sólo observaba y escuchaba, con lágrimas en los ojos. Sabía que había llegado la hora de partir y que no podía seguir resistiendo, sin armas, las argucias ruines del dictador que no perdonaba a Pittini el haber encabezado, siendo ya un arzobispo en retiro, la carta pastoral de enero de 1960 y su negativa a concederle el título de Benefactor de la Iglesia, que el tirano en persona le había pedido. La famosa carta pastoral había sido redactada por monseñor Francisco Panal, el capuchino que era obispo de La Vega, pero Pittini la firmó y al hacerlo sólo atinó a decirles a los miembros entonces del episcopado que no temieran a nada y que se mantuviesen unidos.

“Antonio –como siempre llamó al padre Flores- pregunte por Sor Auxilio. En La Vega yo hice un colegio para niñas pobres con un dinerito personal”. Y no dijo más. Hilda preparó maletas en medio de un llanto incontenible y de una rabia que su temperamento altivo supo retener para no molestar al hombre de la mitra de plomo, cuyo carácter no pocas veces se le asemejaba. Casi al caer la tarde del 12 de octubre de 1960, antes de que se cumpliesen las cuarenta y ocho horas del plazo dado por Trujillo, el padre Flores y el padre Enrique Mellano montaron en su auto a monseñor Pittini y a Hilda, y salieron rumbo a La Vega. Cuando el sol se ocultaba en el horizonte, llegaron a la ciudad olímpica y de inmediato albergaron al cansado arzobispo en la Escuela-Taller Laura Vicuña donde las Hijas de María Auxiliadora esperaban para brindarle las atenciones que aquella gran personalidad de la historia eclesial dominicana merecía y necesitaba. Insólitamente, Pittini se situaba en la diócesis de monseñor Panal, el obispo, junto a Thomas O’Reilly, de San Juan de la Maguana, más odiado por el dictador. Se terminaba de este modo formalmente el gobierno eclesiástico de veintiséis años del arzobispo Pittini, que en verdad no sólo aspiraba Trujillo a que concluyese, sino algunos miembros de la curia y la propia Nunciatura que hizo presiones persistentes para que se produjese el retiro del arzobispo ciego.

Hilda Schott, a pesar de la presencia de las monjas salesianas, no abandonó a monseñor Pittini. Siguió a su lado y con su don de mando era ella quien instruía a las religiosas sobre la forma como debía conducirse el trato al prelado. Afirmada en la responsabilidad que había asumido, Hilda celebró su boda en la misma habitación de Pittini con Carlos Padovan, uno de los maestros salesianos que el arzobispo trajo al país primero para fundar la Escuela de Artes y Oficios (hoy ITESA) en el barrio María Auxiliadora y luego en la Escuela Agrícola de Moca. Allí se quedaron viviendo ambos en la pequeña habitación del hogar de niñas y en ese mismo lugar festejaron con extrema modestia su luna de miel. En abril de 1961, seis meses después de su llegada a La Vega, según contaría Hilda años más tarde, el arzobispo le dijo a ella que Trujillo moriría en mayo. Cuando casi concluía el quinto mes del año, Hilda bromeó con él diciéndole: “Monseñor, mayo casi termina y su profecía no se cumple”. El mitrado no titubeó: “Espera cuatro días más”. Tumbado casi todo el tiempo en su cama, salvo para oficiar misa con la ayuda de algún sacerdote, Pittini acostumbraba escuchar cada tarde por la onda corta de su radio a la BBC de Londres. Esa mañana, al abrir las ventanas de su habitación, a Hilda le pareció extraño observar que en una oficina pública cercana a la casa salesiana la bandera ondeaba a media asta. El miércoles 31 de mayo sobre las 3:30 de la tarde Pittini supo la noticia al escuchar el noticiero de la BBC: Trujillo había sido asesinado. Hilda quedó estupefacta. No podía creerlo. El mismo monseñor que lo había vaticinado, tampoco. En medio de aquella mezcla de asombro y calma, monseñor sólo atinó a decirle a su enfermera y asistente: “Ya nadie te llamará diableja, Hilda”. Y casi de inmediato, rezó una oración por el descanso eterno de su otrora benefactor y luego enemigo fiero.

*****

Monseñor Ricardo Pittini murió en La Vega a las seis de la tarde del 10 de diciembre de 1961, a los 85 años de edad. Está enterrado, según su voluntad, en la iglesia San Juan Bosco, en el lateral izquierdo, a la entrada al templo, en el lugar de los publicanos como él mismo lo denominase. Hilda se mantuvo con él hasta el momento en que ayudó a colocar el cadáver en su tumba. El padre Antonio Flores concluyó su misión en Moca, cinco meses antes de la muerte de Pittini, el 15 de julio de 1961. Falleció en León, México, donde construyó otro templo antes de morir, el 27 de febrero de 1996, a los 92 años. Hilda Schott falleció el pasado martes 26 de junio en Moca, a los 94 años de edad. Tuvo una hija con su esposo Carlos.

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