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Suicidios
Suicidios

?Cuando solo se ve el final

?En la mayoría de los casos, las notas periodísticas sobre los suicidios están fuera de lugar, como ya es la norma en países desarrollados.

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?Cuando solo se ve el final

Todos en un silencio que rompían comentarios extemporáneos o lamentaciones espontáneas propias del pueblo llano, los curiosos arropaban el cuerpo tendido en el suelo. Hablo de una de mis primeras encomiendas como reportero. Cubría el suicidio de una presunta trabajadora social que cortó voluntariamente todo nexo con su vida de miseria humana y material arrojándose del puente Duarte.

Sobrecogido, garabateaba notas apresuradas y de reojo observaba aquel cuerpo menudo estrellado contra la calle, el manchón bermellón de sangre se robaba el negro del asfalto; la falda y blusa baratas que ocultaban parte del desastre anatómico; la cartera de material sintético todavía al hombro. Allá arriba, mezclado con el acero del puente, otra vida se desarrollaba en forma de tránsito lento responsable del ruido que se confundía con el viento venido del Ozama histórico.

Las mismas preguntas de entonces me asaltan cuando me entero de que alguien conocido se quitó la vida, o leo los detalles de casos rodeados de casualidades que sí los convierten en verdaderas noticias. Porque ha de suponerse que antes de la derrota del instinto de conservación y del desciframiento de cuantos códigos están instalados en el humano para inducirlo a preservar la vida incluso en las circunstancias más extremas, se recorrió un largo camino de desaliento, desesperanza, incredulidad en la fuerza propia y convencimiento absoluto de que la ruta tocaba fin sin posibilidad de otro rumbo.

El encierro en sí mismo deviene trampa mortal. Me resisto al aislamiento total y la entrega sin remisión al abandono de toda esperanza. Mentiría si dijese que cuento con la habilidad de imaginar un cuadro existencial sin un ancla, quizás ligera pero ancla al fin, de amor; sin amarre alguno a ilusiones o sueños; desnudo de afectos aunque fuesen de una sola vía y con un déficit total de futuro. Aunque devoto solo de la razón, no desdigo de la fuerza de la fe y los preceptos religiosos que cargan el inicio y final de la vida a la cuenta de un ser superior, el único en capacidad de tomar la decisión definitiva.

Cuando apenas conocía el abecedario, en mi entorno familiar circulaban las obras El hombre mediocre y Aura o las violetas, del médico-cum-filósofo ítalo argentino José Ingenieros y del ultra liberal colombiano José María Vargas Vila, respectivamente. De este último y contra quien el sermón religioso había dictado un non imprimatur, recuerdo una frase que la muchachada de entonces citaba sin caer en cuenta del profundo sentido de reivindicación de la libertad humana: “Cuando la vida es un martirio, el suicidio es un deber”. En la instancia, la definición del martirio conduce exclusivamente al terreno de lo personal. Por extensión, entonces, ese ímpetu último merece el mayor de los respetos porque representa el ejercicio postrer de la libertad humana, sin importar las razones conducentes a ese callejón sin salida.

Una decisión de tal naturaleza escapa al ámbito de lo público al menos, claro está, que intervengan factores que importen a la colectividad; o el suicida fuese una celebridad cuya desaparición no pasaría inadvertida de todos modos. En la mayoría de los casos, las notas periodísticas sobre los suicidios están fuera de lugar, como ya es la norma en países desarrollados. Tiempo es, pues, de que desaparezcan esos titulares que hablan de un labriego que se ahorcó por deudas, o de la joven que tomó un raticida porque el novio la abandonó. Dejemos que los deudos carguen solo con el dolor y no el escarnio público con que aún se recibe el derecho a decidir cuando la vida es un martirio pagadero con la muerte voluntaria.

Casos hay en que la difusión oportuna arroja luces sobre circunstancias apremiantes que inducen a quitarse la vida. Ahí está el caso de la joven venezolana que hace un año se lanzó al vacío desde un edificio del malecón. Faltó una investigación seria, a fondo, y solo muy recientemente ha habido una actuación judicial tímida.

Si acto de cobardía o fortaleza, lo ignoro. Como cuestión de honor, era prescriptivo en algunas culturas. El sepukku en Japón se reservaba a los samuráis cuando fracasaban en la consecución de un objetivo. Los kamikaze de la Segunda Guerra Mundial estrellaban sus aviones contra los navíos norteamericanos en el Pacífico en una misión considerada gloriosa y que justificaba perder la vida. El patriotismo o el convencimiento cultural de que solo la muerte autoinfligida borra la falta nada tienen que ver con ese otro suicidio de que hablo, precedido por la angustia, la impotencia, la incapacidad para encarar situaciones y resolverlas sin acudir al recurso supremo. Sin embargo, incluso en esos momentos de cerrazón mental completa hay rasgos que implican lucidez y evidencian todo un proceso de preparación para la despedida final.

A fuerza de unas letras y música que escalan y bajan el pentagrama, nos hemos aprendido de por vida las notas sobre el suicidio lírico de la poetisa suiza-argentina-uruguaya Alfonsina Storni, aunque nunca sepamos, juntos con Ariel Ramírez y Félix Luna, cuáles angustias la acompañaron, qué dolores viejos callaron su voz ni cuáles poemas nuevos fue a buscar al fondo del mar, “arrullada en el canto de las caracolas marinas”. Un buen día, en soledad y apenas entrada la madrugada, se adentró en o se lanzó a las aguas del Atlántico Sur en Mar de Plata, y sumergió allí para siempre el cáncer que le corroía los senos y esa inquietud imparable que le producía la desigualdad de género. Es el suicidio más lírico que he conocido, descrito con anticipación en los versos dulces, pausados de Voy a dormir, con domicilio conocido en otro de sus poemas, Yo en el fondo del mar.

Sobrevivió a los campos de concentración nazi y en sus obras, sobre todo en el relato desgarrador de Si esto es un hombre, Primo Levi nos introduce en un mundo de horror, de ausencia de humanidad y en el que la esperanza se trabaja día a día. Resistió el cautiverio, pero no el tormento de la duda acuciante de por qué él y no otros. Terminó con su vida arrojándose por las escaleras del edificio donde vivía, en el norte de Italia, 45 años después de vivir en libertad. Nunca se recuperó del trauma de haberse librado del crematorio, y escogió la libertad para terminar lo que no consiguieron extinguir los verdugos de Hitler.

Funcionan en varios países líneas telefónicas de vida que ofrecen asistencia permanente a quienes albergan pensamientos suicidas. En el Reino Unido, por ejemplo, se llaman Samaritanos. Hace algunos años, un estudio suyo determinaba que los hombres son más débiles que las mujeres y las superan tres veces en las estadísticas de muertes autoinducidas. También influye la situación socioeconómica: el riesgo de suicidio es diez veces mayor en los segmentos poblacionales más pobres. Dice el estudio social: “Los hombres se comparan a sí mismos con un ideal máximo que premia el poder, el control y la invencibilidad. Cuando los hombres consideran que no llenan esas expectativas, experimentan una sensación de vergüenza y derrota. Trabajar y poder mantener a la familia es central a la idea de ‘ser hombre’, particularmente en la clase trabajadora. La masculinidad es asociada al control, y cuando los hombres se deprimen o entran en crisis se sienten descontrolados. Esto puede impulsarlos a un patrón suicida como la vía de recuperar el control, además de que están más inclinados a usar alcohol y drogas como respuesta a la angustia”.

Finalmente, el machismo es una desventaja y una prueba contundente de debilidad mortal.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.