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De colores está hecho el mundo

Antes que razón de conflicto, el color debería ser la confirmación instantánea de cuán diverso es el mundo y rica, la naturaleza.

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De colores está hecho el mundo

Zarandeo de neuronas y cejas enarcadas, cuando no un resoplido de esos que apuntan hacia sorpresa o enojo infinitos. Fue la reacción en España y confines culturales aledaños cuando algunos medios norteamericanos encasillaron a Antonio Banderas en el pequeñísimo apartado de “actores de color” nominados al Oscar. Correcciones las hubo, de inmediato, porque a publicaciones como Vanity Fair y Deadline cualquier error minúsculo le viene grande. Sobre todo a la primera, reconocida por la excelencia de sus reportajes y las plumas que firman allí sus opiniones.

Nacido José Antonio Domínguez Bandera, europeo y español, de negro tendría la melena antes de asomarse peligrosamente a los 60 años. Y la colonia a la que le presta su atractivo y popularidad, de cuya prestancia en el mundo perfumado me abstengo de emitir opinión: Black. Si en su sangre andaluza, malagueña como la salerosa, se coló alguna gota árabe, de esa venida del norte de África y que tanto aportó a la Europa de los caucásicos, importa poco. Podría ser que el segundo apellido del progenitor, un guardia civil, provocara confusión: Prieto. Empero, el remedio asoma prontamente por el lado de la madre: Gallego. Allá, al norte, no llegaron los bereberes. Más allá, pero de toda duda, su arte está probado en múltiples cintas y ahora una vez en Dolor y gloria, vehículo que lo ha llevado a las puertas del prestigioso premio de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, confirmación unánime de que pese a sus amoríos en y con Hollywood, es de verdad un “chico Almodóvar”.

«Aunque los españoles no son técnicamente considerados personas de color, cabe señalar que Antonio Banderas fue nominado por su papel principal en el drama en español Dolor y Gloria». ¿Técnicamente?

De las tantas obsesiones que se pasean a lo largo y ancho de la generosa geografía estadounidense, sobresale la del color. Se le ha oficializado y es ya obligatorio como seña de identidad. Para nosotros y demás bípedos como Banderas, existe la ventanilla de “hispano”. Porque, y he aquí donde cae el acento, más que el color, lo que identifica con mayor soltura y propiedad es la cultura. Apena que la insistencia en la tonalidad haya arrastrado a la diáspora dominicana al error de encasquetarse el sombrero de “afroamericano”, cuando la aproximación cromática en nada remedia la lejanía en lengua, tradición, formas de convivencia, la noción de comunidad y de actitud frente a la vida. Con razón el golfista Tiger Woods rehúsa el acomodo racial prevaleciente en el país donde nació. Si bien su padre caería en el compartimento afroamericano, la madre no, por ser tailandesa y circular por sus venas nutrientes coloreados de chino y holandés.

Lejos de pintarse por amor, el color de la naturaleza humana en los Estados Unidos es el del conflicto renuente al apagado. Se valen los sofismas y la hipocresía. Al negro no lo llaman negro, sino absurdamente “de color”.

Antes que razón de conflicto, el color debería ser la confirmación instantánea de cuán diverso es el mundo y rica, la naturaleza. De cuánta sensibilidad consta nuestro pequeño universo personal, en atención permanente frente a la acuarela del entorno. De cómo lo intrincado deviene más simple si logramos asignarle una identificación cromática a cada parte del todo.

Sin embargo, el matiz de la epidermis y la definición de rasgos raciales que casi siempre comporta han alimentado las peores pasiones y separado a los mortales en grupos irreconciliables. Han pautado las relaciones de poder en la sociedad y condenado a la marginalidad a millones de seres en capítulos aún abiertos de la otra historia de la infamia. ¿Por qué deleitarnos frente a un paisaje que la lejanía permite apenas apreciar y cuya coloración infinita, empero, devuelve a nuestra intimidad otro infinito, esta vez de emociones? Ocurre cuando atisbamos las líneas boscosas transformadas por el otoño en una algarabía de tonalidades. ¿Por qué reaccionar con recelo y confiar en la hipocresía para mantener la compostura frente a especímenes bípedos cuyo acento epidérmico de inmediato nos informa peligro? Ocurre cuando caminamos por las barriadas pintadas de negro humano en las grandes ciudades de un mundo en el que todavía la piel es una denominación de origen social.

La conducta delata un reflejo condicionado por los códigos que almacenamos a lo largo del proceso inacabable de socialización. Orillo el dislate sin tocarlo al afirmar que la belleza, en gran proporción, también es aprendida, sobre todo si en referencia a la figura humana. En lo subjetivo yace el espacio para el prejuicio y también para la individualidad. De tontos sería cuestionar un cuadrado si los noventa grados se verifican en las cuatro esquinas. Pero los ángulos del rostro y del temperamento humano no son discernibles, y su medida de apreciación quedará siempre afectada por el tamiz personal.

El tema del color de la piel pervive en más de una sociedad, pero en ninguna otra tiene tanta vigencia como en la norteamericana. Reconozco la cara fea, la de la discriminación, los abusos, la pobreza, la insuficiencia de estímulos, la justicia postergada que es injusticia. Aceptados de antemano los argumentos históricos. Como todo negro es afroamericano en los Estados Unidos, a Cynthia Erivo, también nominada al Oscar, la asentaron allí equivocadamente. En realidad, es británica, de padres nigerianos. Su éxito, allende la barrera del color, obedece a su indudable capacidad histriónica, su formación excelente en el afamado Royal Academy of Dramatic Art, adscrito a la Universidad de Londres, lo que le ha permitido descollar en Harriet, una suerte de documental sobre la vida de Harriet Tubman, la abolicionista estadounidense. El filme se corresponde con el debate siempre abierto sobre la lucha por los derechos civiles, y también la raigambre profunda del espíritu democrático y aprecio por la libertad del pueblo norteamericano.

El arte, pese a la renuencia a mezclar sexualmente las razas en el cine norteamericano, resulta un escenario apropiado para la búsqueda constante de ventanas de expresión, de nuevas manifestaciones del derecho a ser como dictamine la voluntad propia con el otro como único valladar. La diversidad como concepto y el respeto a la misma en tanto consecuencia inseparable de la vida en comunidad, se desarrollan bajo tensión. De la dialéctica aneja brota un dinamismo insospechado que insufla bríos a la creatividad y se revela en el día a día en la transformación del arte, en fuente de inspiración literaria y fílmica. La amalgama de colores, que no es otra cosa sino riqueza cultural, se presenta como una fuerza renovadora a todos los niveles, del que por supuesto no escapan la política y la economía. Nunca antes, por ejemplo, la población de habla castellana y origen latinoamericano había estado en mejor posición para influenciar la toma de decisiones en el norte revuelto y brutal.

Quizás la tanta atención al tema racial dobla como una catarsis alargada por la negativa a aceptar la diversidad como sello definitivo. Quizás es un rasgo positivo de la sociedad norteamericana, habida cuenta de que pese al vozarrón de una minoría, se destaca la voluntad colectiva de que el daltonismo se imponga frente al “racial profiling” y la discriminación.

Para el gusto se hicieron los colores. Mulato al fin, me sumo al elogio de la naturaleza porque con su sabiduría y generosidad determinó que el negro fuese la combinación de todos los colores y resumió la orfandad cromática en el blanco.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.