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¿De Nazaret puede salir algo bueno?

Hay cuatro elementos que llaman mi atención en el misterio de la Natividad y que vienen siempre a mi memoria para estas fechas. Quisiera poder hablar del proceso para poder descifrar las sutilidades del misterio. En primer lugar, la presencia del ángel Gabriel en las escrituras. Segundo, las ciudades pobres, pequeñas y distantes de Nazaret y Belén. Tercero, la trascendente misión de María y, por tanto, la presencia de ella en el suceso que marca la motivación celebrante del 24 de diciembre de cada año. Y cuarto, el nacimiento de Jesús en un pesebre y la explicación histórica y teológica de este acontecimiento que marcó, desde cualquier ángulo que se observe, la vida de la Humanidad, de la creyente o de la agnóstica.

Comencemos por Gabriel (“Dios es grande” es el significado de su nombre). Un mensajero del Altísimo de muy alta valoración. Dios le encomienda misiones relevantes y aunque la Biblia solo lo muestra con su nombre en tres ocasiones, hemos de suponer que cumplió otras muchas más en tiempos como los relatados por el gran libro de los cristianos, y en parte por el Corán, cuando los ángeles se hacían visibles a personas elegidas. En el Primer Testamento (o Antiguo Testamento como se le ha conocido), solo en el libro de Daniel (“Y oí la voz de un varón de dentro de la puerta de Ulai, el cual exclamó diciendo: Gabriel, explícale a éste la visión”). Gabriel explica sueños y visiones de profetas, orienta con su palabra sobre los planes del Creador. Es un mensajero, es un anunciador, un ser que describe los signos de los tiempos y prepara las rutas por donde se va a ir construyendo, digámoslo así, la presencia activa de Dios. Volveremos a saber de Gabriel cuando, según Lucas, se presenta ante el sacerdote Zacarías en pleno templo “puesto en pie a la derecha del altar del incienso” y le anuncia que conocerá al Mesías y que su mujer, Isabel, que era estéril y además no estaba ya en edad de procrear, le dará un hijo que será el precursor del que ha de venir. Zacarías le dice a Gabriel: “¿Por dónde podré yo certificar que lo que me dices es cierto?”. O sea, duda. Y alguna razón tenía: tanto él como su mujer contaban muchos años sobre sus hombros. Y Gabriel le hace saber que él es un enviado, “yo asisto al trono de Dios”, y para que lo constate deja mudo a Zacarías hasta que se cumpla su noticia. Hay un detalle que recién he conocido por Benedicto XVI. Gabriel se le aparece a Daniel “a la hora de la ofrenda vespertina”. Y es de tarde también cuando hace el anuncio a Zacarías, por lo que –unido al momento de la muerte de Jesús, decimos nosotros- se denomina todo este acontecimiento como “la hora escatológica, la hora de la salvación”.

Finalmente, cuando Isabel ya tiene seis meses de embarazo, el ángel Gabriel se aparece a María y le informa que saldrá encinta, que en nueve meses será madre del hijo de Dios y que ha de llamarle Jesús. Y he aquí otro detalle de este gran teólogo que es Ratzinger. Gabriel no llama a María con el acostumbrado saludo judío “Shalom”, que quiere decir la paz esté contigo, sino con la fórmula griega chaíre, que algunos traducen como “ave, salve” y otros como “exulta, alégrate, regocíjate”. Y lo dice la narración lucana: “Y habiendo entrado el ángel a donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, ¡oh llena de gracia!, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres”. A diferencia de Zacarías, María, una mujer pobre, desposada con José pero, conforme la tradición, esperando que pasara el año del compromiso para formalizar el matrimonio, no duda, sino que solamente pregunta, como era natural que lo hiciera: “¿Cómo será eso, pues yo aún no conozco varón?” Y Gabriel entonces le explicará la fórmula que conocemos, con el agregado de que le comunica que su prima Isabel, vieja ya, está encinta por la misma fórmula, y ya corre su sexto mes de preñez. Gabriel es, por tanto, el mensajero por excelencia y, en consecuencia, una figura excelsa dentro de todo este misterio-proceso.

Belén y Nazaret. La primera aparece mencionada en el Primer Testamento muchas veces. De la segunda no se cuenta nada hasta que Gabriel hace el anuncio a María. Belén (que significa “la casa del pan”), también llamada Efrata y Belén de Judá, es la ciudad de David. Allí fue ungido rey por Samuel. Es la ciudad de Raquel y Noemí, dos de las grandes mujeres de las escrituras. Y de ella dice el profeta Miqueas: “Y tú, Belén Efrata, tú eres una ciudad pequeña respecto de las principales de Judá, pero de ti me vendrá el que ha de ser dominador de Israel...” Pero, no pensemos en Belén como una ciudad. En verdad, era un caserío, un campito que no sobrepasaba quizás las doscientas almas. Hoy día, más de dos mil años después, apenas cuenta con 27,000 habitantes. Sigue siendo pequeña. Nazaret, por su parte, tenía tal vez una población similar, y era como Belén una comunidad de gente pobre. Hoy registra poco más de 75,000 habitantes. Entre una y otra hay una considerable distancia, ayer y en nuestros días. Nazaret pertenece a Israel. Belén a Palestina, en Cisjordania, aunque apenas a nueve kilómetros de Jerusalén. Y, sin embargo, en Nazaret será donde se cumplirá la promesa del Primer Testamento, muy a pesar de lo que, ya en tiempos de la predicación de Jesús Natanael le dirá a Felipe: “¿Puede algo bueno salir de Nazaret?” Aquel pueblito pobre es el escogido como localidad nativa de Jesús y de sus mujeres es seleccionada María como la madre del Salvador (“El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios”). Y ante el anuncio de Gabriel, María dice sí, “hágase en mí según tu palabra”. Dice Ratzinger: “Es el momento de la obediencia libre, humilde y magnánima a la vez, en la que se toma la decisión más alta de la libertad humana”. María es centro vital de la conmemoración de estos días. Cuando Gabriel desaparece de su visión (Dice Lucas: “Y el ángel la dejó”), ella sale a cumplir su cometido, angustiada sin dudas, sin dudas también conmovida y alegre. Habrá de comentarlo a José, pero sobre todo a lomo de un borrico se dirige donde su prima Isabel a conocer la verdad de su embarazo que le ha contado Gabriel y a darle noticias del suyo. Está lejos de su casa, es camino largo, ascendiendo lomas, así llega a lo que hoy se conoce como la ciudad de Ain Karim, a seis kilómetros de Jerusalén. “Bendita tú entre las mujeres y bendito el que trae en tu seno”, exclama Isabel al verla llegar a su casa donde permanece durante algunas semanas. A mí que Gabriel también le había dejado caer la noticia de María a Isabel. Son primas, y el primito de María que salta en el vientre de Isabel cuando escucha la voz de la futura madre de Jesús, es el que se encargará de ir anunciando a aquel “de quien no soy capaz de desatarle los cordones de sus sandalias”. El asunto quedará pues entre familia.

Después de la Visitación (donde nacerá en boca de Isabel el Ave María que rezamos los católicos y la poderosa oración del Magnificat con la que, definitivamente, María comprende y acepta su misión), ella parte de nuevo a Nazaret a aguardar su momento que llegará inesperadamente cuando se ve obligada a salir de nuevo a lomo de borrico hacia Belén donde no encuentra posada en medio de sus dolores de parto. Al primogénito de José y María lo acuestan en un pesebre, pobre como han sido siempre sus padres nace en una gruta fuera de las murallas de Jerusalén y como leemos en Mateo: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. Y he aquí la señal prodigiosa que emana de los días navideños y que se expresa en la alegría del festejo central de la noche de mañana. Conclusión que nos ofrece Benedicto XVI con especial lucidez y belleza: “Esto debe hacernos pensar y remitirnos al cambio de valores que hay en la figura de Jesucristo, en su mensaje. Ya desde su nacimiento, él no pertenece a ese ambiente que según el mundo es importante y poderoso. Y, sin embargo, precisamente este hombre irrelevante y sin poder se revela como el realmente Poderoso, como aquel de quien a fin de cuentas todo depende. Así pues, el ser cristiano implica salir del ámbito de lo que todos piensan y quieren, de los criterios dominantes, para entrar en la luz de la verdad sobre nuestro ser y, con esta luz, llegar a la vía justa”.

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