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De por qué el sol se levanta por el Oriente

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De por qué el sol se levanta por el Oriente

Cipango fue ya descubierto y la Ruta de la Seda, recorrida una y mil veces. La novedad de las especias se agotó tiempo ha tras expandirse su cultivo —con igual intensidad de sabor y capacidad de aderezar—, en rincones nuevos del mundo enriquecidos por la bondad natural de los trópicos y en comunicación directa con el sol abrasador y fecundo.

El Oriente como arcano, fuente de leyendas míticas y atractivo insatisfecho de la curiosidad humana, se difumina a fuer de la globalización en su tarea de acercar culturas y allanar el camino al mercado. Si antes atraía por lo exótico y la fuerza de filosofías milenarias que activaban conductas y tradiciones con raíces asentadas en la Antigüedad, en esta etapa de avances tecnológicos y auge comercial inimaginables para Marco Polo, continúa como un imán al que se rinde la pretensión etnocéntrica. Aparentemente, los grandes cambios del momento se verifican allí sin fracturas sociales de envergadura. La historia enseña, sin embargo, que la resolución de las contradicciones desemboca siempre en transformaciones con perdedores y ganadores. Esos países arrimados al Pacífico que arrulla el sol naciente no son la excepción, pero en ellos se han combinado el pasado y la actualidad en un diseño de futuro que ya deja una estela luminosa de éxitos y evolución acorde con la demanda de los tiempos.

Aunque persisten reductos anclados en el atraso, en el este asiático acontece una revolución del consumo y de las convenciones. La innovación en los diferentes campos del conocimiento revela una élite creciente, con formación excelente, moderna en sus actitudes y comportamiento. El resultado inmediato ha sido un Oriente retador, confiado en su potencial y predispuesto positivamente a esa alquimia que de lo viejo y lo nuevo ha generado una aleación indisoluble de resistencia y dinamismo.

El Transpacífico se ha abierto al mundo y el mundo, al Transpacífico. La influencia simbiótica apunta hacia un nuevo estadio de civilización, con manifestaciones culturales harto evidentes en incontables campos del quehacer humano. Las concepciones filosóficas orientales han revitalizado el pensamiento occidental y modelado conductas más cercanas a un ideal de convivencia armoniosa y de cultivo constante del espíritu. Estos convencimientos manifiestan una aproximación a la naturaleza más consciente del equilibrio indispensable entre la satisfacción de necesidades inmediatas y la preservación generosa con la mirada puesta en generaciones embrionarias. A la sociedad de consumo egoísta se han opuesto otras opciones, menos materialistas y dogmáticas. El mimo del cuerpo no tiene por qué guardar obediencia ciega al hedonismo: es también cuestión de disciplina y de acceso a la perfección en más de un orden.

Aunque signos recientes apuntan hacia instancias de la guerra fría, los antípodas políticos se despeñaron, afortunadamente. Persisten restos en un ensamblaje de Adam Smith y Carlos Marx cercano al presupuesto trotskista sobre el capitalismo de estado. La supremacía del grupo sobre el individuo, empero, se destaca como el emblema cierto de pueblos que reclaman un papel más protagónico en este siglo XXI que algunos pensadores argumentan ya tendrá un sello oriental definitivo.

No sobrevive, asegura la teoría evolucionista, el más fuerte sino el que mejor se adapta. En ningún otro lugar como en las sociedades orientales se verifica esta verdad. Adaptarse, ya no para sobrevivir sino para triunfar, es el mantra que nos llega de esta geografía a la que los dominicanos nos hemos arrimado diplomáticamente por la valentía de quienes administran la Cosa Pública.

El acercamiento de China al Occidente se aprecia con claridad en el apetito por la formación en universidades extranjeras. Cada año, miles de jóvenes cruzan la frontera para tomar en Hong Kong el SAT (prueba de aptitud académica, por sus siglas en inglés), y no el Gaokao local, como se le llama al examen de admisión universitaria en la República Popular. Cientos de estudiantes chinos ingresan a universidades del exterior cada año. Tantos, que a los adeptos a las teorías de la conspiración les parece sospechoso. La masiva irrupción de estudiantes orientales en los mejores centros universitarios del Occidente marca una tendencia que se desarrolla con intensidad desde hace por lo menos veinticinco años. El noventa por ciento de las visas de trabajo temporal que los Estados Unidos otorgaba a profesionales antes de la era Trump iban a indios y chinos.

Se complementa este fenómeno con la apertura de sucursales de las universidades más prestigiosas de Europa y de los Estados Unidos en los diferentes países asiáticos, el mundo árabe incluido. En menor o mayor escala, el regreso de estos contingentes de jóvenes expuestos durante varios años a otra cultura y métodos de enseñanza, más la huella propia que habrán dejado, contribuirá a cerrar la brecha entre dos mundos históricamente contrapuestos.

A su vez, China exporta sus valores y lengua. Los institutos Confucio patrocinados por el Estado, que abarcan un programa de suministro de profesores a las escuelas de cualquier parte del mundo, se multiplican en el extranjero. Recuerdo que unos pocos años atrás leía un reportaje asombroso en la prensa de Washington: niños del estado de Maryland inmersos en el aprendizaje del mandarín. Hay reservas, sin dudas, y los remanentes del choque de las ideologías y los prejuicios alimentan aprensiones pese a la apoliticidad de esos maestros de idiomas.

A modo de chanza, me decían que se produciría un terremoto generalizado en el mundo si todos los chinos acordaran saltar al unísono. No andaba descaminado el bromista porque cuentan que un francés, Napoleón Bonaparte para más señas, profetizó que el mundo temblaría cuando China despertara. El emperador había quedado profundamente impresionado tras leer los relatos de Lord Macartney, el primer embajador británico en ese país milenario. Más de un siglo después, otro francés, el político y escritor Alain Peyrefitte, tomó la frase napoleónica para titular su éxito de librería que apuntaba a la ascendencia incontenible del coloso oriental y a su posible conversión en la primera potencia mundial de alcanzar un nivel tecnológico suficiente.

Los chinos no solo se aproximan al Occidente por la ruta de la educación sino también por el comercio. Las fijaciones de Marco Polo signan la realidad nuestra de cada día. El comercio es de doble vía, pero la de regreso es más angosta y ya preocupa a países que, como el nuestro, exhiben una balanza muy deficitaria.

Alimentar al país más poblado de la tierra es un reto que, paradójicamente, a todos concierne. Mil setecientos millones de bocas pueden inclinar la balanza hacia la escasez y consecuentes aumentos en lo que se paga para que el corazón esté contento, de acuerdo al refrán aquel sobre la barriga atiborrada. La autarquía ciertamente es una ficción ya que las necesidades chinas en todas las áreas suman guarismos difíciles de contabilizar.

La guerra comercial con génesis en las orillas del Potomac amenaza con desquiciar la economía mundial. Los cálculos son que la economía china sobrepasará la norteamericana en menos de diez años, de recuperar el ritmo de crecimiento ralentizado por la baja demanda de bienes terminados en el mundo y los aranceles que como plaga infectan el libre comercio.

En este año al que le restan pocos días, los dominicanos hemos aprendido la otra lección sobre por qué el sol se levanta por el oriente.

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