Delicias que derriten

Una de las mayores delicias gastronómicas, máxime cuando se padecen agobiantes temperaturas, es disfrutar de un helado. Exquisitez que enloquece a los niños, refresca a los adultos y enternece a los ancianos al recordarles por la vía del paladar que alguna vez fueron niños. El campanilleo de los carritos de helados Cremita -que anunciaba en los 50 las sabrosas paletas de crema de leche revestidas de chocolate o naranja y las mellizas de frambuesa, uva o naranja-, tuvo réplica en los triciclos de Polo que avisaban a la chiquillada que las bombón, súper bombón y sándwich estaban en la calle. Años atrás Frigor circuló con un camioncito musical que atraía la atención con tonadas de la banda sonora del film The Sound of Music. Mis hijos Laura y José Manuel se activaban como resortes al escuchar la melodía.
En mi cultura heladera Cremita fue un hito: simbolizaba el helado que iba a la casa, que esperaba a la salida del colegio, que completaba el show dominical de Buche y Nelly en la rotonda del parque zoológico infantil. El remate obligado de un paseo por el Malecón. Fuente del innovador cremoso Taste Freeze tirado a máquina sobre vasitos hechos con wafflera que se expendía en el local de la Independencia con Las Carreras -obsequio que recibían los visitantes al pabellón de EEUU en la Feria de la Paz. Tras la función de matinée del cinematógrafo, a la que mi madre Fefita me llevaba los domingos, se abrían dos opciones: las sabrosas copas de mantecado del Bar América acompañadas con crujientes tostadas de bizcocho o la amplia gama de sabores frutales de Los Imperiales. Uva de playa, coco con pasas, tamarindo, más los de bizcocho y chocolate, mis favoritos, servidos en copas coronadas con una rica barquilla artesanal de crocante oblea.
Un verdadero acontecimiento en Ciudad Trujillo fue la apertura a finales de los 50 de la Heladería Capri de Mario Autore, quien introdujo la sofisticada artesanía italiana en la fabricación de este manjar. Helados de pistacho, avellana, café Mocca, se ofrecían junto a combinaciones tentadoras: Peach Melba, Banana Split, Copa Capri (surtido de cilíndricos sabores), Sundae de piña y fresa. La Cassata siciliana de varias capas. Y los envases Motta. Sentada a la entrada, una elegante dama italiana, siempre enguantada de negro con brazo de fina obra en encaje, daba un toque misterioso a lo Expreso de Oriente al local de la Nouel. A pocos pasos, Meng el chino -un verdadero rey de la ciruela si retenemos sus excelentes pasteles- servía a sus habitué helados de esta pasta, de fresa, chocolate y mantecado.
A nivel casero hacíamos helado de leche con vainilla y maicena como cuajante en una sorbetera americana de madera y hierro colado, echando hielo y sal en grano en torno al cilindro. Eso sí, dando mucha manigueta, para lo cual se organizaban turnos. Fefita preparaba helados en cuadritos fabricados en el molde de hacer hielo de la nevera: frambuesa, tamarindo, guanábana, jagua, chocolate o coco. Esta opción dio paso a microempresas familiares barriales y fue medio de financiación de las nuevas neveras que muchos hogares adquirían a crédito. Como lo hicieron en San Carlos Venecia de Polanco y Aurora Piantini, quienes pagaron su Kelvinator con las ventas de helados en cuadritos que despachaban por un chele a los sedientos alumnos de la contigua Escuela Brasil.
Entre 1966 y 1971 residí como estudiante en Chile. Heladero al fin, frecuenté los Café Paula y Naturista, en los que se servían suculentas ensaladas de frutas frescas de estación con bolas de ice cream al gusto. La chirimoya -un manjar escaso que conocí en los patios arbolados de San Carlos- era la base del mejor helado que elaboraban entonces los chilenos. Destacables los de frutilla (fresa), damasco, durazno y guinda (acerola), carnes vegetales repletas de fragancias que apuntalaban el amor de juventud.
Al regresar al país en los 70 volví a los viejos lugares. En la heladería Capri funcionó una peña nocturna de profesores de la UASD a la cual asistía casi a diario, trasladada luego al Bar América y más adelante a Los Imperiales. Sus integrantes fueron calificados por un ingenioso jurista a la sazón rector de la UASD, como "los come helados de los Capri". El giro peyorativo, antes que mortificar, reafirmó al grupo en su vocación. Era opción más saludable que darse un jumo diario. Por aquel entonces surgieron en la Duarte los helados Rex, que aprovecharon al máximo las frutas tropicales para extraerles sus apetitosas propiedades: guayaba, guanábana, níspero, tamarindo, piña, coco, chinola. Amalgamadas en macedonia. Acudíamos con Kasse Acta, Chito Henríquez, Juan Ducoudray, Guillermo Vallenilla, Dato Pagán y Freddy Agüero a tertuliar de pie, mientras el señor Pimentel, su amable propietario, nos ofrecía en degustación nuevos sabores.
Esta alternativa de sorbetes complementaba la de Manresa, un magnífico proyecto de los jesuitas ubicado frente a la playa de Haina que rápidamente se convirtió en obligado paseo dominical. Las familias, arremolinadas ante el puesto de despacho, se disputaban los de coco, uva de playa, bizcocho, ciruela, chocolate y maní, mi preferido por su peculiar matiz de muchachada de barrio: "Maní tostado caliente/ pa' los viejos que no tienen diente". Siendo un antiguo centro de retiro espiritual afamado por sus técnicas ignacianas para exorcizar demonios, derivó Manresa en angelical solar dedicado a la inocencia placentera, con la brizna yodada del Caribe oxigenando los bronquios. Un mejor destino. De la heladería Capri ya en manos de Zoilo Pimentel surgió Nevada, con las líneas originales de aquella aunque con formulación más láctea y edulcorada. Luego se agregó San Remo con las modalidades italianas, que más tarde pasó a Pizzarelli.
En 1973 llegué a Moscú junto a una delegación universitaria para participar en el Congreso Mundial de la Paz. Era noviembre y el invierno moscovita castigaba con fuerza. A 10 grados bajo cero, tras hacer fila por una hora en la Plaza Roja frente a las murallas del Kremlin para visitar el Mausoleo de Lenin, nos trasladamos Kasse Acta, Emilio Cordero y yo a los Almacenes Generales del Estado -mejor conocidos como GUM- para proveernos de abrigos más gruesos y de los gorros rusos de piel (shapkas) que cubren hasta las orejas. Ya atemperados en los cálidos pasajes interiores de los GUM, nuestra vocación heladera sucumbió ante la tentación de unas atractivas y voluminosas barquillas del cremoso manjar. Frío contra frío.
Mi próximo encuentro con los helados socialistas se materializó en La Habana en 1976, cuando viajé siendo director de Investigaciones Científicas con una delegación de la UASD encabezada por su rector Hugo Tolentino, reciprocando una invitación de la Universidad de la Habana, cuyo rector había visitado Santo Domingo. Luego de agotar un intenso programa de intercambios con centros universitarios y de investigación científica y tecnológica, el llamado se nos hizo irresistible. La revolución cubana y Fidel Castro habían convertido los helados Copellia en símbolo de calidad socialista. Alojados en el Habana Libre teníamos enfrente un parque con heladería Copellia. Allí fuimos a hacer fila, dada la gran demanda existente. La fama era harto merecida.
En los 80 el más significativo salto de calidad en la artesanía del helado lo representó Allegro Gelateria. Un ingenioso concepto de pastosos helados de frutas escogidas desarrollado por el innovador William Read y su esposa Carla, quienes trajeron un maestro gelatero italiano. Contenedores con provocativas montañas de cremosa chinola, mango, zapote -mi selección-, níspero, ciruela, fresa, piña, limón, se mostraban ante los ojos saltones de los golosos rindiendo tributo a la textura natural de la fruta. Generosas raciones dispuestas sobre excelente barquilla de galleta danesa. Para gustos exigentes, una variada gama de gelatos, entre ellos zuppa inglesa borracha, amaretto, avellana, Allegro. En un local fresco e impecable de colores pasteles y hermosas líneas moldeadas diseñado por el arquitecto Miguel Vila. Un mago amigo que se nos fue.
Más tarde la revolución de los helados se llamó Bon. Empresa familiar impulsada por Alfonso Moreno Martínez, catapultada por los hijos hasta convertirla en industria con la más amplia red de locales. Certeros en el marketing. Fabricantes de jugos y mermeladas. En constante mutación experimental mantuvieron vivo el interés del público, como sucediera con la línea etiqueta negra: fresa Constanza, miel con melocotón, chocolate orgánico, macadamia, una nuez fomentada en Loma Quita Espuela. Meritorios, chinola, guanábana, jaspeado de guayaba, licor fresa, ron pasa. Y la paleta de naranja crema. Pero el ángel congeló sus alas. En esta dinámica Polo tomó impulso con el helado industrial en formatos funcionales: paletas, sándwich de galleta, conos envasados. Atractivos locales y visi coolers en puntos de venta.
Con la liberalización comercial de los 90 llegaron nuevas marcas al mercado. Baskin Robbins con expendios propios y venta en tarros en los súper. Las paletas inglesas Wall's movidas por Mercasid: Magnum de almendra y chocolate blanco suizo. Franquicias como Yogen Fruz. Häagen-Dazs arribó al país. Conocí sus delicias junto a José Moreno en Pittsburgh. Viví su expansión por otras ciudades USA. Helados creativos de calidad superior con una pastosidad que cuaja plenamente en el paladar. En sorbete, mango con trozos de fruta, raspberry, limón. En cream, Belgian chocolate, strawberry, rum raisin, butter pecan, pralines.
Carrefour enriqueció la oferta heladera. Entre sus creme glacée prefiero los de pistacho y praliné. En sorbet el Cassis avec des baies de cassis es un magnífico digestivo cierre para una comida fuerte. Menta con chocolate. Frutas del bosque. A mi madre Fefita le encantaban las paletas de chocolate rellenas de pistacho. Hoy la novedad se llama Valentino, en Plaza Catalunya y en la Bolívar. Yogurt Amarena, gianduia, avellana, capuccino, turrón de Alicante, limoncello. Vaya y pruebe.
En mi cultura heladera Cremita fue un hito: simbolizaba el helado que iba a la casa, que esperaba a la salida del colegio, que completaba el show dominical de Buche y Nelly en la rotonda del parque zoológico infantil. El remate obligado de un paseo por el Malecón. Fuente del innovador cremoso Taste Freeze tirado a máquina sobre vasitos hechos con wafflera que se expendía en el local de la Independencia con Las Carreras -obsequio que recibían los visitantes al pabellón de EEUU en la Feria de la Paz. Tras la función de matinée del cinematógrafo, a la que mi madre Fefita me llevaba los domingos, se abrían dos opciones: las sabrosas copas de mantecado del Bar América acompañadas con crujientes tostadas de bizcocho o la amplia gama de sabores frutales de Los Imperiales. Uva de playa, coco con pasas, tamarindo, más los de bizcocho y chocolate, mis favoritos, servidos en copas coronadas con una rica barquilla artesanal de crocante oblea.
Un verdadero acontecimiento en Ciudad Trujillo fue la apertura a finales de los 50 de la Heladería Capri de Mario Autore, quien introdujo la sofisticada artesanía italiana en la fabricación de este manjar. Helados de pistacho, avellana, café Mocca, se ofrecían junto a combinaciones tentadoras: Peach Melba, Banana Split, Copa Capri (surtido de cilíndricos sabores), Sundae de piña y fresa. La Cassata siciliana de varias capas. Y los envases Motta. Sentada a la entrada, una elegante dama italiana, siempre enguantada de negro con brazo de fina obra en encaje, daba un toque misterioso a lo Expreso de Oriente al local de la Nouel. A pocos pasos, Meng el chino -un verdadero rey de la ciruela si retenemos sus excelentes pasteles- servía a sus habitué helados de esta pasta, de fresa, chocolate y mantecado.
A nivel casero hacíamos helado de leche con vainilla y maicena como cuajante en una sorbetera americana de madera y hierro colado, echando hielo y sal en grano en torno al cilindro. Eso sí, dando mucha manigueta, para lo cual se organizaban turnos. Fefita preparaba helados en cuadritos fabricados en el molde de hacer hielo de la nevera: frambuesa, tamarindo, guanábana, jagua, chocolate o coco. Esta opción dio paso a microempresas familiares barriales y fue medio de financiación de las nuevas neveras que muchos hogares adquirían a crédito. Como lo hicieron en San Carlos Venecia de Polanco y Aurora Piantini, quienes pagaron su Kelvinator con las ventas de helados en cuadritos que despachaban por un chele a los sedientos alumnos de la contigua Escuela Brasil.
Entre 1966 y 1971 residí como estudiante en Chile. Heladero al fin, frecuenté los Café Paula y Naturista, en los que se servían suculentas ensaladas de frutas frescas de estación con bolas de ice cream al gusto. La chirimoya -un manjar escaso que conocí en los patios arbolados de San Carlos- era la base del mejor helado que elaboraban entonces los chilenos. Destacables los de frutilla (fresa), damasco, durazno y guinda (acerola), carnes vegetales repletas de fragancias que apuntalaban el amor de juventud.
Al regresar al país en los 70 volví a los viejos lugares. En la heladería Capri funcionó una peña nocturna de profesores de la UASD a la cual asistía casi a diario, trasladada luego al Bar América y más adelante a Los Imperiales. Sus integrantes fueron calificados por un ingenioso jurista a la sazón rector de la UASD, como "los come helados de los Capri". El giro peyorativo, antes que mortificar, reafirmó al grupo en su vocación. Era opción más saludable que darse un jumo diario. Por aquel entonces surgieron en la Duarte los helados Rex, que aprovecharon al máximo las frutas tropicales para extraerles sus apetitosas propiedades: guayaba, guanábana, níspero, tamarindo, piña, coco, chinola. Amalgamadas en macedonia. Acudíamos con Kasse Acta, Chito Henríquez, Juan Ducoudray, Guillermo Vallenilla, Dato Pagán y Freddy Agüero a tertuliar de pie, mientras el señor Pimentel, su amable propietario, nos ofrecía en degustación nuevos sabores.
Esta alternativa de sorbetes complementaba la de Manresa, un magnífico proyecto de los jesuitas ubicado frente a la playa de Haina que rápidamente se convirtió en obligado paseo dominical. Las familias, arremolinadas ante el puesto de despacho, se disputaban los de coco, uva de playa, bizcocho, ciruela, chocolate y maní, mi preferido por su peculiar matiz de muchachada de barrio: "Maní tostado caliente/ pa' los viejos que no tienen diente". Siendo un antiguo centro de retiro espiritual afamado por sus técnicas ignacianas para exorcizar demonios, derivó Manresa en angelical solar dedicado a la inocencia placentera, con la brizna yodada del Caribe oxigenando los bronquios. Un mejor destino. De la heladería Capri ya en manos de Zoilo Pimentel surgió Nevada, con las líneas originales de aquella aunque con formulación más láctea y edulcorada. Luego se agregó San Remo con las modalidades italianas, que más tarde pasó a Pizzarelli.
En 1973 llegué a Moscú junto a una delegación universitaria para participar en el Congreso Mundial de la Paz. Era noviembre y el invierno moscovita castigaba con fuerza. A 10 grados bajo cero, tras hacer fila por una hora en la Plaza Roja frente a las murallas del Kremlin para visitar el Mausoleo de Lenin, nos trasladamos Kasse Acta, Emilio Cordero y yo a los Almacenes Generales del Estado -mejor conocidos como GUM- para proveernos de abrigos más gruesos y de los gorros rusos de piel (shapkas) que cubren hasta las orejas. Ya atemperados en los cálidos pasajes interiores de los GUM, nuestra vocación heladera sucumbió ante la tentación de unas atractivas y voluminosas barquillas del cremoso manjar. Frío contra frío.
Mi próximo encuentro con los helados socialistas se materializó en La Habana en 1976, cuando viajé siendo director de Investigaciones Científicas con una delegación de la UASD encabezada por su rector Hugo Tolentino, reciprocando una invitación de la Universidad de la Habana, cuyo rector había visitado Santo Domingo. Luego de agotar un intenso programa de intercambios con centros universitarios y de investigación científica y tecnológica, el llamado se nos hizo irresistible. La revolución cubana y Fidel Castro habían convertido los helados Copellia en símbolo de calidad socialista. Alojados en el Habana Libre teníamos enfrente un parque con heladería Copellia. Allí fuimos a hacer fila, dada la gran demanda existente. La fama era harto merecida.
En los 80 el más significativo salto de calidad en la artesanía del helado lo representó Allegro Gelateria. Un ingenioso concepto de pastosos helados de frutas escogidas desarrollado por el innovador William Read y su esposa Carla, quienes trajeron un maestro gelatero italiano. Contenedores con provocativas montañas de cremosa chinola, mango, zapote -mi selección-, níspero, ciruela, fresa, piña, limón, se mostraban ante los ojos saltones de los golosos rindiendo tributo a la textura natural de la fruta. Generosas raciones dispuestas sobre excelente barquilla de galleta danesa. Para gustos exigentes, una variada gama de gelatos, entre ellos zuppa inglesa borracha, amaretto, avellana, Allegro. En un local fresco e impecable de colores pasteles y hermosas líneas moldeadas diseñado por el arquitecto Miguel Vila. Un mago amigo que se nos fue.
Más tarde la revolución de los helados se llamó Bon. Empresa familiar impulsada por Alfonso Moreno Martínez, catapultada por los hijos hasta convertirla en industria con la más amplia red de locales. Certeros en el marketing. Fabricantes de jugos y mermeladas. En constante mutación experimental mantuvieron vivo el interés del público, como sucediera con la línea etiqueta negra: fresa Constanza, miel con melocotón, chocolate orgánico, macadamia, una nuez fomentada en Loma Quita Espuela. Meritorios, chinola, guanábana, jaspeado de guayaba, licor fresa, ron pasa. Y la paleta de naranja crema. Pero el ángel congeló sus alas. En esta dinámica Polo tomó impulso con el helado industrial en formatos funcionales: paletas, sándwich de galleta, conos envasados. Atractivos locales y visi coolers en puntos de venta.
Con la liberalización comercial de los 90 llegaron nuevas marcas al mercado. Baskin Robbins con expendios propios y venta en tarros en los súper. Las paletas inglesas Wall's movidas por Mercasid: Magnum de almendra y chocolate blanco suizo. Franquicias como Yogen Fruz. Häagen-Dazs arribó al país. Conocí sus delicias junto a José Moreno en Pittsburgh. Viví su expansión por otras ciudades USA. Helados creativos de calidad superior con una pastosidad que cuaja plenamente en el paladar. En sorbete, mango con trozos de fruta, raspberry, limón. En cream, Belgian chocolate, strawberry, rum raisin, butter pecan, pralines.
Carrefour enriqueció la oferta heladera. Entre sus creme glacée prefiero los de pistacho y praliné. En sorbet el Cassis avec des baies de cassis es un magnífico digestivo cierre para una comida fuerte. Menta con chocolate. Frutas del bosque. A mi madre Fefita le encantaban las paletas de chocolate rellenas de pistacho. Hoy la novedad se llama Valentino, en Plaza Catalunya y en la Bolívar. Yogurt Amarena, gianduia, avellana, capuccino, turrón de Alicante, limoncello. Vaya y pruebe.
Diario Libre
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