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Dominicano de pura cepa, héroe por antonomasia

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Dominicano de pura cepa, héroe por antonomasia (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Si alguien me solicitara un libro de motivación personal, de reafirmación de lo que somos y podemos ser y que además tocara aspectos puntuales de nuestra historia y cultura, la autobiografía de Felipe Rojas Alou, publicada el año pasado, sería mi recomendación inmediata. Más aún, sugeriría que el Ministerio de Educación comprara los derechos de Alou: My Baseball Journey, y una vez traducido y publicado el libro en español fuese lectura obligatoria en la educación secundaria.

Acabo de leerlo y la impresión es honda. Convencido nuevamente de que este ciudadano ejemplar, nacido en una choza en el kilómetro 12 de la carretera Sánchez, que transitó de picapedrero a estudiante de Medicina en los años de la dictadura y posteriormente a jugador estelar y mánager de Grandes Ligas, es un héroe por antonomasia. Por sus convicciones profundas, por su sentido de humanidad, por su rebeldía innata frente a las injusticias, por el amor a su país y a los suyos que siempre le ha animado. La autobiografía, escrita junto a Peter Kerasotis y preámbulo de Pedro Martínez, desvela a un hombre esforzado, valiente, humilde, de fe cristiana arraigada y espíritu indomable frente a la adversidad.

Felipe Alou, como por error lo acreditaron en los Estados Unidos cuando llegó allí, desgrana una vida en que a los muchos tropiezos opuso la confianza en sí mismo y su capacidad para sobreponerse y continuar sin tregua. En ocasiones, su origen latino e interracial pesó más que su talento en el mundo del béisbol de aquel entonces, dominado por los prejuicios y la intolerancia cultural.

Conocía de su intransigencia frente al racismo y de las penurias que le acarrearon sus orígenes, gracias al excelente documental filmado en 2006, The Republic of Baseball, en donde se recogen sus testimonios desgarradores sobre sus experiencias en aquellos años desdichados cuando transformó las asperezas del racismo en el acicate para buscar la excelencia.

Su primera sorpresa fue en 1956 en Clase C, en la Liga Evangelina. Apenas pudo jugar en aquella ciudad de Luisiana, Lake Charles, donde el color de la piel determinaba los lugares permitidos de frecuentar. Y donde se sentaban los fanáticos en el estadio de pelota. Ni siquiera el uniforme lo salvó de que la Policía le impidiera entrar al terreno de juego un día cualquiera, y en cambio lo remitieron a las graderías reservadas para los afroamericanos. Ese mismo año lo enviaron a Cocoa Beach, en la Florida, al parecer con mejor clima para quienes África les corre por las venas y se les desparrama por toda la epidermis.

Retablo de duelo, My Baseball Journey presenta también el asomo de un jovenzuelo, pobre de solemnidad, a la dura verdad de una dictadura cruel, la de Trujillo. Nos tropezamos con el advenimiento a la razón política después del contacto aleccionador con un país democrático, los Estados Unidos, mas carcomido por el racismo y el etnocentrismo. Es también el relato de la soledad de un dominicano mezcla de Europa y África en tierra extraña, racista y con un idioma diferente, mientras el país natal teje una nueva historia de libertad. Y sin embargo, es pisoteado por la potencia donde Felipe se entrega en cuerpo y alma a su carrera profesional en ese fatídico y heroico año de 1965.

A los peloteros de color e hispanos les estaba prohibido ingresar a los restaurantes de carreteras, y debían esperar en los aparcamientos a que los compañeros les trajeran alimentos. Junto a tres afroamericanos, Felipe aguardaba en un monovolumen cuando el dueño del establecimiento los increpó para que se marcharan. Los norteamericanos aceptaron, pero el mulato de los Bajos de Haina permaneció en el vehículo dispuesto a no doblegarse y en señal de rebeldía muda ante el desprecio de aquel empresario desalmado. Llegó la Policía, pero lo dejaron en paz cuando respondió en español, el único idioma que dominaba. En ese momento, confiesa, tomó la determinación que marcaría su vida. Con su desempeño y arte, vencería el racismo. No permitiría que nadie lo humillara. Estaba decidido a ser el mejor. Y lo fue.

Eran tiempos difíciles cuando lo subieron a Grandes Ligas en 1958 y llegó a San Francisco donde, no obstante su carácter liberal, aún se mantenía la segregación racial. Fue la etapa dorada de los Gigantes, con más latinos y afroamericanos que ningún otro equipo. Hasta que llegó como dirigente Alvin Dark, el famoso paracorto que murió en el 2014. Hombre controversial y prejuiciado, la confraternidad que signaba la relación entre los jugadores puertorriqueños y dominicanos le sentaba mal. La camaradería propia de una cultura diferente, bullanguera, expresiva, le resultaba peor que un rebote inesperado de la bola cuando defendía el shortstop. Sin morderse la lengua, Felipe le dijo que nadie le impediría comunicarse con su hermano Mateo en el idioma materno. Al final de la temporada en 1963 fue transferido a los Cerveceros de Milwaukee. El grupo afroamericano-puertorriqueño-dominicano fue desintegrado.

Sorprendente el relato que hace Felipe y en el que presenta, sin rencor ni dolor añadidos, a un Alvin Dark cristiano practicante, al que se encontró una noche en una iglesia californiana en la cual oficiaría de pastor. Coincidencias de la vida, su atormentador había crecido en Luisiana, en la misma ciudad donde nuestro héroe recibió su bautismo de fuego con el racismo. Pasados los años, ambos se reencontraron y Dark le pidió perdón por sus tantos errores y prejuicios.

Se necesita arrojo, determinación, valentía para salir a camino en el mundo competitivo del béisbol organizado. La firmeza de carácter a veces conlleva volatilidad. Le ocurrió con Ricardo -Rico- Carty, otra de nuestras glorias, cuando militaban en los Bravos de Atlanta. Cansado de las impertinencias del pelotero petromacorisano, un buen día Rojas Alou lo desafió, con la salvedad de que uno de los dos no saldría vivo. Carty desatendió el reto, sabedor de que su compatriota no jugaba en ese momento. Al igual que con Dark, almanaques después se reencontraron y el Rico, que venció la tuberculosis en el apogeo de su carrera, le pidió perdón por su comportamiento inexplicable.

Cuarenta años más tarde exactamente, Felipe regresó a San Francisco, esta vez como mánager, posición que había ocupado por nueve años con los Expos de Montreal. El primer dominicano convertido en regular en las Grandes Ligas había completado el círculo. La gloria la había alcanzado ya antes cuando con su entereza, valor personal y orgullo bien fundado puso out a la discriminación y al racismo.

Siempre me ha intrigado la posición de Felipe frente a la plaga de los esteroides en el béisbol, particularmente letal en el caso de los jugadores dominicanos, situación que lamenta y se abstiene de justificar. Su explicación es pertinente ya que le tocó testificar en una investigación federal y también dirigir a uno de los principales acusados, el simpar Barry Bonds.

“Antes de juzgar, los invito a que vengan conmigo a la República Dominicana. Les mostraré pobreza, desesperación, desesperanza. Les mostraré niños con poco o ningún alimento que comer. El béisbol es donde está el dinero, y donde hay dinero hay tentación, corrupción. Entiéndase también que en la República Dominicana es posible comprar muchos medicamentos sin necesidad de receta, contrario a los Estados Unidos. Es una prescripción para el abuso. El béisbol es un boleto dorado, y todo el mundo en la República Dominicana lo sabe”.

Opinión respetable. La de alguien que ha consumido en exceso una sola droga: la pasión por el béisbol, nuestro deporte rey, por representar honrosamente a la República Dominicana y por la justicia.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.