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El cañonazo de golpe que cambió la historia

La revolución de octubre ocurrió en noviembre. Y no fue una revolución, sino un golpe de estado. En todo caso, fueron dos revoluciones. Lo primero es un simple dilema planteado entre los calendarios juliano y gregoriano que no es necesario dilucidar ahora. Lo segundo es producto de una evaluación de los hechos que la propaganda soviética de poco más de siete decenios transformó totalmente.

Rusia era, en 1917, un auténtico caos. Huelgas, motines, los obreros se manifiestan en las calles, los soldados desertan del ejército, el descontento por la situación económica y las brutales acciones imperiales, es masivo. La Ojrana, el servicio secreto del zar, tiene veinticinco mil agentes creando temor en la población y en labores de infiltración en los grupos políticos. De hecho, ha ocurrido ya la primera revolución en 1905. Durante doce años, la insatisfacción no ha hecho otra cosa que crecer. Aquel año, Gapón, un sacerdote ortodoxo, encabeza una multitud que en San Petersburgo reclama mejores condiciones de vida, aumento de salario y el fin de la explotación laboral. El padre Gapón cree que el zar, cuya efigie llevan muchos de los participantes en la marcha junto con iconos religiosos, lo recibirá y atenderá sus reclamos. Pero, Nicolás II está en su dacha en las afueras de Moscú. Un archiduque, tío del emperador, es quien está al mando. Ordena abrir fuego contra la manifestación, 150 mil personas, según algunos cálculos. Setenta y cinco, entre ellos mujeres y niños, caen sin vida, doscientos quedan mal heridos. Máximo Gorki, el célebre escritor que había escrito que “sólo con sangre progresa la historia”, hizo el relato de aquella barbarie. Los manifestantes y el padre Gapón todavía confiaban en el zar pero, dice Gorki, “aquel día, todo lo que hasta entonces era sagrado se rompió, se desmoronó, desapareció”, incluyendo al propio sacerdote que desde entonces perdió su atractivo ante las masas que hasta llegaron a acusarle de haber sido un provocador a sueldo de la Ojrana. Aparecería ahorcado sin que se supiera nunca si lo hizo motu proprio o fue obra de uno de sus antiguos aliados.

La turbamulta y la metralla que la fulmina encienden, sin embargo, la chispa revolucionaria. Ahora se agregarán a la protesta los campesinos, los estudiantes y los intelectuales. Los líderes marxistas no están en Rusia en el momento del estallido. Lenin está en Zúrich. Trotski, en Nueva York. Otros más andan por París. Para 1917 ya todos esperaban una nueva revolución. Las carencias aumentan, mientras que la buena vida imperial sigue su curso, entre champán, caviar y fiestas sin fin. En febrero, las mujeres salen a la calle. Los hombres se ven conminados a seguirlas. Es la primera vez que se escucha abiertamente el grito de muerte contra el zar y su corte. Poco a poco se va sumando la gente. Son unos pocos cientos al principio. Horas después llegan a cincuenta mil. San Petersburgo es de nuevo el centro de las manifestaciones. Ha vuelto el espíritu de 1905. Pero, esta vez, los soldados se ponen al lado de los manifestantes. Y los temibles cosacos disuaden a los policías para que no intervengan y dejen discurrir la protesta. Caen las primeras estatuas de los zares y finalmente surge el caos y la sangre corre. Los burzhúi (burgueses) entran en pánico. La ola de protesta se agiganta. Alguien escribió que había cuarenta mil policías en San Petersburgo el día que estalló la revolución. En ocho días no quedó ninguno. El pueblo los cazaba como si fueran conejos. Los ministros renuncian. Nicolás II se ve obligado a abdicar a las tres de la tarde, cuando mataron a Lola. Su sucesor, el hemofílico tzarevich Alexis no está capacitado para gobernar. El imperio de los Rómanov se viene abajo, pues. Empero, no es el momento aún de la revolución socialista. Los Sóviets –el agrupamiento de obreros, soldados y campesinos que alcanzó notoriedad en la revuelta de 1905 y que constituía un conglomerado sólido- no desean un poder socialista. Aspiran a un gobierno de transición. Por lo menos, hasta que el proceso revolucionario madure. Los Sóviets han obtenido el poder con el apoyo de las masas, pero no son buenos políticos y terminan cediendo la fuerza a los burzhúi. Lenin, desde el exilio, entra en cólera. De nada le vale aún. La Duma –el parlamento que ha tenido distintas etapas y ejercicios- decide escoger a un líder para que dirija la nación. Alexandr Kérenski es el elegido. Era un socialista revolucionario, paciente, tolerante, y bien alejado de los bolcheviques. Gobernará entre nubarrones, turbulencias y con diagnóstico reservado. Lenin se mueve en la sombra.

Llega octubre. Economía, política, hambre y desilusión siguen en pie. El caos no ha desaparecido y las hordas continúan en las calles. Lenin desconfía de la decisión de los Sóviets y apura el paso. Es hora de iniciar la insurrección. Los bolcheviques están sobre aviso. El plan concebido sale mal en todas sus partes. Los contratiempos son múltiples. Será necesaria la intervención divina, pero los bolcheviques no creen en santiguaderas. Al fin, un cañón sin municiones funciona. Es apenas un cañonazo de salva, pero los ministros de Kérenski y Kérenski mismo se acobardan y dimiten en el acto. Es 26 de octubre o 6 de noviembre, julianos y gregorianos al margen. Los bolcheviques corren en masa hacia el Palacio de Invierno. El golpe de estado ha tenido éxito. Le llamarán revolución bolchevique y de seguro lo fue también. El acontecimiento mayor del siglo veinte. La epopeya más virulenta y, a la vez, más gloriosa de un siglo que apenas estaba en sus albores.

Eslava Galán afirma que la revolución rusa se desarrolló en tres actos “como las comedias o los dramas antiguos”. Y tal vez sea la mejor manera de objetivar la historia. Primer acto: los Sóviets se hacen con el poder sorprendiendo al zar y a los revolucionarios de Lenin que están de viaje. Segundo acto: el gobierno provisional de Kérenski, surgido cuando los Sóviets no supieron qué hacer con el poder que habían ganado en buena lid. Kérenski hizo reformas moderadas y no profundizó en las medidas que el pueblo deseaba luego de largas décadas de injusticia y opresión. Tercer acto: lo que hoy se celebra en sus cien años, la llamada revolución de octubre. Lenin regresa del exilio, toma el mando, prepara la coartada definitiva, tumba a Kérenski de un solo cañonazo y comienza el largo imperio comunista. Richard Pipes tiene un epílogo para esta crucial etapa en la historia del mundo: “El primer año de gobierno bolchevique dejó a los rusos no solo intimidados por el ejercicio sin precedentes de un terror en gran medida aleatorio, sino sumidos en una profunda perplejidad...Las virtudes tradicionales de la fe en Dios, la caridad, la tolerancia, el patriotismo y el ahorro fueron ahora denunciadas por el nuevo régimen como legados inaceptables de una civilización condenada...aquellos que habían experimentado y sobrevivido a la revolución no verían nunca más la vuelta a la normalidad. La revolución fue tan solo el principio de sus penas”.

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