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El Diario del Conde Rojo

Harry Clemens Ulrich Kessler, apodado en su momento “el Conde Rojo” en Alemania por sus posturas democráticas progresistas

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El Diario del Conde Rojo
Harry Clemens Ulrich Kessler pintado por Edvard Munch en 1906. (FUENTE EXTERNA)

Conceptuado como “un ejemplo perfecto del europeo cosmopolita” que habitó con avidez de mundos el último tercio del siglo XIX y casi las cuatro primeras del XX. Definido por sus biógrafos como un esteta insaciable que buscaba en las artes plásticas, la música y la literatura, la realización de un fin superior en el hombre en alas de la cultura como espacio abarcador. De cuna afortunada, se formó entre París –que le vio nacer en 1868-, donde acudió al liceo hasta los 12 años, continuando su educación en St. George’s School en Ascot, Berkshire, en internado de lujo ideado para los hijos de la élite británica. Trasladándose luego a Hamburgo para realizar su bachillerato en el Gymnasium Johanneum. Así, el joven Harry Clemens Ulrich Kessler, apodado en su momento “el Conde Rojo” en Alemania por sus posturas democráticas progresistas y las relaciones vitales con las vanguardias culturales europeas, se movió desde temprano en el dominio de tres lenguas.

Su madre británica, “una beldad del gran mundo” nacida en Bombay mientras el padre servía en la India. Su padre, natural de Hamburgo procedente de una familia de banqueros a la cual el káiser Guillermo I le concedió título nobiliario. El hijo aventajado debió conjugar ambas plataformas familiares, trillando con independencia su singularísimo camino. En Bonn y Leipzig hizo estudios universitarios en Derecho e Historia del Arte, dos campos académicos que le habilitarían para incursionar en el ámbito político y diplomático por un lado, y en una enfebrecida vocación por el arte y la literatura, con interludios en operaciones militares al enrolarse en un regimiento de la caballería prusiana en 1892/93 y al participar en la Primera Guerra Mundial como oficial de Estado Mayor.

Desde los 12 años, Kessler llevó un Diario en el que anotaba cada detalle de sus actividades, una buena parte de cuyos cuadernos había permanecido depositada en una caja de seguridad bancaria por más de 50 años, en Palma de Mallorca. La labor de rescate de esta obra testimonial de primera mano ha arrojado hasta el presente la publicación de 8 volúmenes (8 mil páginas y 20 mil nombres de contactos referidos), pendiente de edición el tramo comprendido entre los 12/24 años del autor, correspondiente a los cuadernos encontrados en España.

Para disfrute del público hispanoparlante, José Enrique Ruiz-Doménec, con patrocinio del Instituto Goethe de Alemania y edición del diario La Vanguardia de Barcelona, ha reunido una selección antológica de estos valiosos materiales bajo el título Conde Harry Kessler Diario (1893-1937), acompañada de una brillante introducción del compilador, en impecables 534 páginas. Edición que encontré el sábado pasado en la mesa de remate de Cuesta del Libro y adquirí por 500 pesos.

Este personaje plantó casa en Weimar, epicentro de los movimientos culturales de avanzada, entre los que destaca la afamada Bauhaus, escuela de arquitectura, diseño, arte y artesanía fundada por Gropius en 1919. Allí Kessler dirigió el Museo de Arte y Oficios y dio apoyo al Archivo Nietzsche, bajo la tutela de la hermana del filósofo.

Fue en esa ciudad que sesionó la asamblea constituyente que aprobó un nuevo estatuto político democrático en la Alemania de postguerra, que los historiadores han designado República de Weimar, que haría aguas con la imposición del Partido Nacionalsocialista y la implantación de la dictadura de Hitler. A quien nuestro autor califica como un “neurótico con ansias de muerte”.

En los inicios de esa etapa parlamentaria Kessler vivió de cerca, como parte del Partido Democrático Alemán, de izquierda moderada, la revuelta espartaquista de 1919 que costó la vida a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, enfrentada por el gobierno del socialdemócrata Friedrich Ebert. En su registro del Diario correspondiente al 20 de julio de 1935, datado en París, consigna: “Hoy se subastarán mis enseres domésticos en Weimar. Es el final de la época principal de mi vida y de un hogar construido con gran amor”.

Cuando se publicó en España la selección del Diario de Kessler, uno de los medios más influyentes, El País, tituló así su reseña de la obra: “El hombre que conoció a todo el mundo”. Justo uno de los rasgos sobresalientes del quehacer de Kessler fue su hiperactivismo multifacético, codeándose con figuras protagónicas de la cultura y la política europeas. Entre ellas el poeta germano Rainer María Rilke, el escritor francés André Gide, Nobel de Literatura 1947, el escultor Auguste Rodin, el compositor y director de orquesta Richard Strauss, el pintor e ilustrador francés Pierre Bonnard, el economista y sociólogo alemán Max Weber. El novelista Thomas Mann.

En su repertorio de amistades figuró Edvard Munch, pintor y grabador noruego de cuya paleta salió un magnífico retrato del conde Kessler de 1906. Igual el físico judío alemán Albert Einstein, quien le explicó de manera “sencilla” su teoría de la relatividad. También el poeta simbolista Paul Verlaine, a quien visitara en su modesto hábitat en 1895. El cuadro que dibuja en su Diario es de por sí elocuente.

“Después de desayunar visité a Verlaine, por un asunto de la revista Pan. Con mucha dificultad logré encontrar su piso, situado en una mísera casa de proletarios de la Rue Saint-Victor, subiendo por cuatro escaleras que olían a gato, carbón y pañales tendidos. Me abrí paso con problemas a través de un oscuro vestíbulo, donde el sentido del olfato me permitía saber que eran enaguas aquellos cálidos objetos de lana colgados en las paredes. Palpando llegué a la puerta de la única habitación que constituye el piso de uno de los más grandes poetas líricos de Francia. Di unos golpecitos en la puerta y entré.

La habitación es un verdadero local de trabajo, con una decoración humilde, oscura, pobre: dos o tres sillas de paja, una gran cama matrimonial, el lecho de Verlaine y de la ilegítima madame Verlaine, una mesa blanca de madera, que sin duda sirve como mesa de trabajo, de comida y de cocina, y en las paredes fotografías amarillentas y cromos sentimentales, que son la galería de arte de madame. En el techo está pegada una imagen grande a todo color del presidente Faure, que hace lo mismo que César en Hamlet, a saber, ‘il bouche un trou’, tapa un agujero.

Verlaine está tumbado en la cama, vestido y con zapatillas en los pies. De momento no se incorpora. La bizarra cabeza de Sócrates apenas se levanta de las desordenadas y dormidas almohadas. Luego, después de algunas excusas y explicaciones, tales como siesta, reumatismo, calor, Verlaine sale de la cama, se pone un caftán y me conduce a la ventana, para enseñarme las macetas de flores y las jaulas que enmarcan a la Mimi Pinson, de Musset.

El gran poeta, aunque pobre, parece estar relativamente contento, a pesar de su indigencia, a pesar de los dolores en la pierna, de los que se queja, tanto que los médicos una vez se la querían cortar; alaba en mi presencia sus coloreadas flores, sus pájaros, cuyos polluelos le deparan todo tipo de alegrías paternas, su vista, pues por encima de algunos tejados se ven media docena de plátanos, la población de su suburbio, que al terminar su trabajo entona canciones tan ingenuas y conmovedoras, y a su mujer, que lo cuida tan fielmente. Me lo repite varias veces, como si quisiera que me lo grabara bien, y a la vez, como una especie de explicación preventiva y de excusa: ‘Tengo una persona que me cuida muy bien’.

Mientras estábamos hablando, reclinados sobre la ventana, llegó ella, una mujer menuda, algo vieja, rechoncha, con cabello negro rizado; sin inmutarse mucho por mi presencia, se puso a hacer conservas de grosella. En esta ocupación sólo se interrumpió una vez, tras muchas súplicas, para abrir el armario y darle al poeta un pañuelo, urgentemente necesario. En verdad su relación con Verlaine es más bien la de una gobernanta y, por decirlo de algún modo, mantenida: una relación como la que se suele dar entre un antiguo estudiante, que no se ha hecho más maduro, y su antigua grisette. Ambos se necesitan más por sus defectos que por sus virtudes.

Madame sin duda vigila también los asuntos financieros, pues Verlaine, al presentarme, le dijo que yo era el apoderado de una gran revista y traía conmigo una oportunidad de dinero. Pero precisamente por este cuidado materno, por esta superioridad externa, resulta tan melancólico el contraste entre la rechoncha y vulgar cocinera y el poeta de las Fetes galantes. Ariel y Calibán, según su esencia interna, no eran muy diferentes; aquí Ariel tiene que obedecer a Calibán, y Calibán por su dirección incluso hace un servicio a Ariel. ¿De qué puede hablar el Pobre Lélian (el nombre de Velaine en Los poetas malditos), con un Gaspard Hauser, el Verlaine de Sabiduría y amor con esta persona rechoncha y prosaica?

Desde esa relación pueden explicarse muchas cosas en el tono de las últimas obras de Verlaine, en su producción convertida más o menos en un trabajo retribuido. En casa no parece tonificado para escribir poesías; me enseña una fotografía, que lo muestra sentado en un café con la frase: ‘aquí estoy en mi gabinete de trabajo’. A veces lo que él habla tiene un tono afligido, como cuando dice de su Gaspard Hauser: ‘Sí, condenso ahí dentro mucho de mi vida’.

Al mencionar a Arthur Rimbaud asoma espontáneamente una nerviosa pasión en sus ojos...pero luego habla sobre él con gran sosiego: ‘Ha ejercido una gran influencia sobre mí. Me ha hecho mucho bien y mucho mal. Nosotros somos partes hermanadas; se han dicho por ahí cosas absurdas, brutales, sobre nosotros...”.

Y así sigue el relato. Kessler consigna que “al marcharme, la vieja aún seguía haciendo conservas de grosella”. Sentenciando: “Pocos espectáculos pueden ser más tristes que ver cómo uno de los más grandes y alegres cantores del amor encuentra su satisfacción en esa mísera relación”.

Un avance, a manera de muestra, de este poliédrico personaje de la cultura, quien anduvo también por Estados Unidos y México en 1898, resultando de esta última visita su libro Notizen uber Mexico.

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José del Castillo Pichardo, ensayista e historiador. Escribe sobre historia económica y cultural, elecciones, política y migraciones. Académico y consultor. Un contertulio que conversa con el tiempo.