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El final de la libido impresa

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El final de la libido impresa

El aviso me llegó al móvil en la modalidad de boletín urgente. Lo leí luego, más extenso y detallado, en The New York Times, El País y los diarios españoles. Hasta los usualmente circunspectos Financial Times y The Economist, en la acera de enfrente del periodismo veleidoso, se sumaron al torrente mediático que inundó los rincones del mundo con el anuncio editorial de que a partir de marzo, la revista Playboy abandonaría su seña de identidad: la publicación de fotos de mujeres desnudas.

No será el final de la historia, pero sí de una era en que lo prohibido se escondía en publicaciones para adultos, la pornografía se reservaba para tiendas especializadas y a la sexualidad se asignaban otros valores. En tiempos en que las artistas abandonan en el escenario toda pretensión de estar vestidas; los traseros tan elevados como para servir de trampolín suicida --a lo Kim Kardashian y Jennifer López—son altares para la veneración pública y las celebridades cuelgan rutinariamente en la red vídeos con sus quehaceres sexuales, las fotos del impreso no escandalizan ni a un monje tibetano. El muy castizo refrán se cumple porque se ha confundido el culo con las témporas.

Para Playboy es tarea de Sísifo competir desde el terreno de la libido impresa cuando un click en un teléfono inteligente, una tableta o un ordenador, nos entrega en nuestro campo visual las figuras femeninas más despampanantes, desnudas; ya sea en poses sugestivas o cuasi de ejercicio yoga, ya sea en ayuntamientos carnales insospechados, verdaderas juergas homo o heterosexuales. Cáveat, completamente gratis.

El medio es el mensaje y la pornografía transita en medio de la vida de quien la quiera. Más problemático que adquirirla, evitar que llegue a ojos inocentes y despierte, sin los frenos de la madurez y la debida precaución educativa, urgencias con potencial de traumas y perversiones. Con destreza, el periódico neoyorquino concentró en un editorial el meollo del asunto: “Para una generación de hombres americanos, leer Playboy fue un rito cultural, una emoción ilícita consumida bajo la luz de una linterna. Ahora cada adolescente tiene a cambio un teléfono conectado al internet”

La revolución de la información se llevó de encuentro la mentada revolución sexual. Acorraló el poco de voyerismo que todos llevamos dentro y remitió la satisfacción, ¿o insatisfacción?, del impulso reproductor a rincones virtuales. Ha diluido la moralina colectiva, ciertamente, porque se extinguió el riesgo de que el mal pensado te sorprenda hojeando furtivamente material pornográfico en una tienda de “esas”, o con un Playboy debajo del brazo y los dedos ansiosos por llegar a las páginas centrales y quién sabe si a otros lugares de la anatomía propia.

Otras razones también rigen. Hay un cambio de patrones de consumo, incluso de actitudes sociales y de comportamiento en el grupo, a remolque todo por la tecnología. Si la revolución industrial supuso un nuevo modo de producción en que la eficiencia mayor llevaba al abaratamiento de costes y democratización del consumo, este torbellino ascendente de la tecnología implica una redefinición de lo personal y de la belleza, de lo íntimo, y hasta de la solución a las pulsiones. Diferentes fibras tensan la sociedad, la fecha de caducidad de la innovación presente es prácticamente inmediata. Al despuntar cada día, despertamos con el anuncio de nuevas técnicas, de nuevas aplicaciones, de nuevas posibilidades. Metamorfosis en los mercados y en la relación humana. La pareja opera bajo otros signos porque la mujer se desembaraza de la etiqueta de objeto. La cama deja de ser coto de caza para el hombre y muta en lugar donde se consumen pasiones sin reclamos de sumisión, alejado de rubores y del tradicional patrón femenino. Devastador el efecto en el colectivo, y solo estamos en los albores.

La de Playboy es casi la historia del ejemplar masculino, literalmente, del homo erectus. Como toda historia, nos conecta al pasado y no siempre con atisbos de futuro. Apenas con rudimentos del inglés, los números me llegaban de trasmano cortesía de un querido compañero periodista y de pensión, quien no sé aún cómo se enteraba de inmediato cuando la nueva edición estaba disponible en el templo de revistas en que oficiaba Makalé, en el corazón colonial de Santo Domingo. No se disfrutaba aún del desnudo total, pero los anuncios exquisitamente diseñados e impresos insinuaban otro mundo, otra dimensión cultural; y de consumo, por supuesto. Las imágenes más a tono con el porno se impusieron para contrarrestar el avance comercial de otro magacín mucho más atrevido, Penthouse. Para librarse de los curiosos indispuestos a la compra, los ejemplares comenzaron a aparecer en los quioscos encapsulados en plástico.

Avis rara en el mundo editorial, la revista que fundara el legendario Hugh Hefner en 1953 combinaba las fotos endiabladamente sexies con un contenido de altísima calidad. En sus páginas incubaron su herencia los cultores y fundadores del Nuevo Periodismo. Maestros de la escritura como Gabriel García Márquez, Kurt Vonnegut, Jack Kerouac, Ray Bradbury, el Ian Fleming de 007, Margaret Atwood, Norman Mailer y Haruki Murakami colocaron sus firmas a relatos en Playboy. Las entrevistas publicadas pueden servir como texto en las escuelas de comunicación, tanto por su valor intrínseco como por la fama de los entrevistados: Martin Luther King, Henry Kissinger, Jimmy Carter, Malcom X, John Lennon días antes de ser baleado mortalmente, y todo un listado de integrantes de la nomenclatura global.

En una de esas interviús hace ya 30 años, Steve Jobs, el genio de Apple, sentenció: “Vivimos en la pos revolución petroquímica de hace 100 años. La que nos dio energía gratis, energía mecánica gratis para el caso. Cambió la textura de la sociedad en muchos aspectos. Esta otra revolución, la de la información, es también de la energía libre, pero de otro tipo: energía intelectual”. Paralela a esta han surgido el nuevo rol de la mujer y otra manera de practicar la filosofía de vida encarnada en el modelo Playboy. La nueva edición de hedonismo no necesita conejitas.

Cada año aparecía en las librerías una recopilación con las entrevistas, y guardo algunos ejemplares en algún rincón de mi biblioteca parcialmente llevada y traída con mis destinos diplomáticos en dos continentes más lo avatares personales, y en cajas polvorientas en un almacén abandonado. En una, Carter metió la pata hasta casi la derrota electoral. Santurrona e inocentemente, confesó que había pecado en su mente al desear algunas de las mujeres donde sus ojos se habían posado. En otra que recuerdo, Kissinger se transforma cual Clark Kent en Súper K y se imagina en las geografías tumultuosas llevando el orden que asimiló con el estudio de las prácticas de otro teutón igual que él y genio diplomático, Clemente Wenceslao Lotario de Metternich.

La selección de las fotos obedecía a un riguroso criterio profesional. Por una publicada, se tomaban varios miles. Sin el recurso de las cámaras digitales y la facilidad de edición de programas como Photoshop, aquella debía de ser una tarea complicada y exigente. También para la modelo, obligada a posar por horas en condiciones ambientales no siempre apropiadas para la insinuación facial de un orgasmo.

Playboy fue más que una revista, más que el encanto de la cabecita de un oryctolagus cuniculus con corbatín en lugares claves de las fotos de las playmates. Hefner forjó un imperio empresarial con clubes de postín, inversiones inmobiliarias, casinos y sobre todo el aprovechamiento inteligente de la marca que había creado. En mis tiempos prehistóricos de estudiante en Gran Bretaña, con frecuencia pasaba frente al Playboy Club en el barrio londinense de Mayfair y en las cercanías del celebrado Hyde Park. Las tinieblas tempranas de los inviernos ingleses y la dureza meteorológica pre-cambio climático convertían la fachada del edificio y el discreto letrero en neón en objeto oscuro del deseo. Con una falta crónica de profundidad de bolsillo, confiaba a la imaginación un interior lujoso a media luz, camareras vestidas con el ajuar típico de las conejitas, anatomías generosamente dotadas y mejor distribuidas que la riqueza en la otrora potencia colonial, en atención permanente a cualquier propuesta para retar la gravedad en horizontal. La música apenas apagaría el sonido característico del descorche del champán y, en algún rincón, desparramados los huesos y masas en un mullido sillón cubierto de cueros nobles (no en la acepción dominicana, por favor) un tutumpote con un buen cigarro, un vaso de güisqui de malta proveniente de los años de Churchill, impertérrito al paso incitante y tentador de las Evas sin manzanas. La realidad fue tiempo después más vulgar: el club fue cerrado por problemas con el fisco derivados de la operación del casino.

No tan sorprendente por mi experiencia profesional pasada, Playboy aumentó el número de lectores que acudían a la edición digital que desde hace casi dos años había eliminado las fotos de mujeres sin paños menores ni mayores. Dirigía el desaparecido vespertino Última Hora, y a la sección La Cámara la Vio Así se la llamaba popularmente el editorial. La poblaban fotos de alguna que otra belleza escasa de ropa, opacada días después por unas pobres diablas sin mapa para salir a camino en la vida. Decidí prescindir de lo que la sabiduría convencional de entonces estimaba imprescindible y la circulación aumentó. Además, me quedé como el cerebro del otro editorial, el verdadero. La moda también pasa de moda.

El último número de la tradición inaugurada 62 años atrás corresponderá a este mes y febrero. Se desnudará la actriz Pamela Anderson, veterana en presentarse tal como nació en la Columbia británica canadiense. Lo hizo ya en las mismas páginas de Playboy y en campañas a favor de la protección de animales. Exhibirse en cueros sin abalorios concuerda perfectamente con su oposición militante a que la piel de otras especies sirva como abrigo humano. Adviene el epílogo de una obra con el prólogo fotográfico de otra celebridad, la desaparecida Marilyn Monroe, de fama a prueba de calendarios gracias a la inteligencia de los medios para inventarse nuevas historias con cargo a su vida desgraciada de amante insatisfecha de camas ajenas. Vaticinan ya que será un número de colección, y, espero yo, no corra la suerte de otros ejemplares que reposan en los baños de centros sanitarios donde el onanismo es paso obligado en determinadas comprobaciones médicas.

Alfa y omega de temporadas. O tempora, o mores! Ya no vendrá impreso en las páginas centrales del nuevo Playboy porque el erotismo ha mutado con la tecnología y los tiempos sin cambiar de origen: la mente humana. (adecarod@aol.com)

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