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El general Cipriano Bencosme entra en la corriente...

Le llegó el mensaje de alerta hasta la remota finca de los D´Orville, en Jamao, adonde su astucia de viejo guerrillero le había aconsejado replegarse, para ver si acaban de llegar las dichosas armas que le prometiese su hijo Sergio, desde Puerto Rico, y que, dicho sea de paso, nunca llegaron. "Algo andaba mal"-se decía, sentado en la hamaca- y el sentirse como un pez fuera del agua, nadando entre elementos inéditos, y el no saber de qué peligros protegerse, por primera vez, en muchos años, le provocó nervios y sudores ante el enemigo que se acercaba.

No era miedo, para eso no estaba capacitado este general que no había temido a los yanquis que ocupaban el país, ni se había abstenido de apoyar, con su sangre y su sudor, a su compadre Horacio Vázquez. No podía sentir miedo quien había respondido con altivez a su amigo ingenuo, Rafaelito Estrella Ureña, cuando Trujillo lo mandó a negociar su rendición, y terminó por vaticinarle que esa sombra acabaría por tragarse al país, y al propio Rafaelito.

-"Es demasiado falso para ser magnánimo, demasiado calculador para perdonar, demasiado negro para creerse blanco, y demasiado ambicioso para no matar"- fue su respuesta, el grito que le salió del alma gavillera, de la astucia de tantos combates ganados con la cabeza, antes que con el brazo, cuando supo de la propuesta conciliadora de Trujillo. No en balde era un general bragado, respetado por sus hombres y la peonada de sus fincas de Moca, recto y bueno, amigo de los hombres, y especialmente de las mujeres, aunque no tanto como los sería su hijo Donato, padre de 32 hijos con diferentes madres, que se llevaban de maravilla entre sí.

"No hay poder más poderoso en estas tierras de mestizas, que el poder de unos ojos azules- solía decir, cuando el alma se le expandía, en la placidez del hogar, y la seguridad de los amores desgranados y furtivos era suficiente, como para amansar, por unos días, sus ardores de jefe militar incansable.

Levantó, inicialmente, 500 hombres, pero estos se le fueron quedando por el camino, en la medida que las armas no llegaban, y se plegaban al advenedizo, no ya las guarniciones, sino hasta los enconados enemigos de las vísperas. "Algo oscuro tiene este hombre-se le oyó comentar-algo maldito y siniestro, como para infundir pavor en machos que he visto pelear al machete, como tigres".

Y debía de tenerlo, como certeramente adivinase, porque no tardó el secarle el río por donde se escurría, y en cerrarle los caminos por donde siempre había transitado, seguro y arropado. "Este tipo es diferente-se le oyó decir- contra esto no valen las armas de Concho Primo, ni los cojones. Esto es otra cosa, que habrá que descifrar"-sentenció.

Dicen los que lo acompañaban, en el final refugio que el traidor D´Orville vendió a los guardias, que cuando se enteró que las columnas del teniente Ostacilio Peña se acercaban, no se alteró en lo más mínimo, confiado en la buena estrella que lo había sacado con bien de tantos combates y escaramuzas anteriores. Y calculó mal, porque los tiempos eran otros.

Se calzaba las medias, con la parsimonia de quien ha visto cientos de veces la misma escena, cuando el primer disparo le entró por el ojo derecho, saliéndole, con clamor de huesos astillados, por el parietal derecho y dejándole un zumbido insoportable. No se había aún repuesto de la sorpresa, aunque sí disparado su revólver, cuando el segundo balazo le penetró por la arcada naso-faríngea. Pensaba, misteriosamente en una mulata desconocida y sin vergüenza, de la que había olvidado el nombre, pero no el olor, ni la textura de las nalgas rotundas, cuando el tercer disparo lo apagó para siempre, penetrándole por el frontal. Así acabó en la tierra, anegándola con su sangre, como un buen sembrador. Nada más.

Lo enterraron donde cayó, para evitar arranques de adhesiones en una tierra como aquella, capaz de parir tiranicidas a cada paso. Nadie habló, y al pagarle al repugnante D´Orville, pálido como una rana, y viscoso como una pote de melaza, el teniente Ostacilio Peña tuvo la decencia de advertirle que si revelaba a alguien el sitio del enterramiento, no tardaría en hacer compañía al muerto que había matado siendo, como era, y fueron sus palabras textuales, "…tan hijo de la gran puta".

En el parte oficial, enviado por el coronel Pérez al Jefe de Estado Mayor, mediante cablegrama del 20 de noviembre de 1930, a las 4.15 de la tarde, y recibido en la capital cinco minutos después, se informaba que "… en este momento acaban de traer el cadáver del general, procedente de Los Ranchos, jurisdicción de Moca, donde fue muerto por miembros del Ejército. He dispuesto que el pueblo todo lo vea, después de lo cual procederé a su entierro en esta ciudad. He ordenado sacar fotografías, las cuales enviará, oportunamente, el capitán González. El teniente Ostacilio Peña, acompañado de diez rasos, fue el que hizo este servicio. Tan pronto se me reporte en Puerto Plata, lo llamaré a Santiago, indicándole que debe traer consigo todos los papeles ocupadoles al ya extinto general, y le ordenaré reportarse ante Usted, para que le explique, personalmente, todo lo ocurrido"

Así mismo sucedió, y el teniente Ostacilio Peña también fue prontamente llevado ante el Jefe, que medio borracho y eufórico por haber logrado quitarse de encima a un enemigo malo, lo llenó de halagos y recomendaciones, para descubrir en la sequedad de aquel espartano, salido del pueblo, y leal a sus principios de hombría, a la sangre y los juramentos, una sola frase:

-"Gracias general, pero no se mata impunemente a un hombre tal"

Fue suficiente. Jamás los ascensos llegaron a Ostacilio Peña, mucho menos las condecoraciones. Un día cualquiera, sin que mediasen palabras o agravios, fue mortalmente acuchillado por un borracho en una bodega de campo, y tuvo la postrera visión de que el general mocano le abría los brazos, faltándole uno de sus ojos azules, y lo palmeaba, sin odios ni rencores, dándole la bienvenida a la eternidad, como al viejo camarada de armas que era. Murió feliz.

Los descendientes del general asesinado, no tuvieron igual suerte. Ya se sabe que el Jefe castigaba hasta la tercera generación, y que solo un arranque de borracho, o la temeridad del bravucón le permitían fintas propiciatorias inesperadas, donde el hijo o el sobrino, o el nieto, de uno de sus asesinados podía ser nombrado en el Cuerpo de Ayudantes Militares, o como oficial de la Guardia Presidencial. Aunque eso jamás ocurrió, extrañamente, con los descendientes de aquel hombre acribillado en su hamaca.

"Presidente Trujillo-rezaba un cablegrama que le enviase, el 30 de mayo de 1932, Donato Bencosme-viniendo del Cibao, el cadete Rosso, de servicio en Sabana Muerto, despojóme del revólver violentamente, no obstante darle explicaciones, mostrándole permiso vuestro. Ruégole ordenarle enviar revólver, cápsulas, canana y cinturón al capitán Bisonó, para procurarlo, anticipándole reconocimiento".

Aquel quejoso Sergio llegó a ser, por la refinada ironía, insaciablemente vengativa del Jefe, diplomático y gobernador de la provincia de Espaillat. Celoso de su éxito con las cinco bellas mujeres con las que convivía en absoluta paz, como un buen musulmán, fruto de los ojos azules que heredó de su padre, el Generalísimo ordenó su muerte, disfrazada de accidente, como era aburridamente frecuente entonces, en la Cumbre de Puerto Plata, un brumoso 17 de febrero de 1957.

El 28 de abril de 1935, en momentos en que se afeitaba en el apartamento de New York que compartía con Ángel Morales, el líder del anti-trujillismo en el exilio, fue mortalmente baleado por Chichí, un sobrino calavera del entonces teniente Porfirio Rubirosa, Sergio, otro hijo del general.

La venganza no se detendría. En junio de 1959, le dio mucho gusto al Jefe saber que entre los expedicionarios asesinados, tras le expedición del 14 de junio, por Maimón, Constanza y Estero Hondo, se contaban el Dr Toribio Bencosme García y su primo, Ercilio García Bencosme. Lástima sintió, de no poder exhibir por días sus cadáveres, como había hecho antes con el del general, para saludable escarmiento público.

"Nos está vedado todo- escribía el 14 de octubre de 1930, al Jefe, Ana C. Bencosme, sobrina del general, e hija de su hermano Nemencio, también alzado en armas-. Los intereses de mi padre están en poder del comandante de Moca, el teniente Pérez. El café lo cogen y lo venden verde en la casa "Rojas", de Las Lagunas de Moca; no podemos contar con nada; animales como gallinas, caballos, mulos, sirven para sacar víveres… Por eso vengo a arrodillarme ante Usted…"

Todo fue inesperado entonces, nada podía haberse intuido, salvo la traición del batracio apellidado D´Orville. El viejo general bragado se calzaba las medias, cuando le llegó el mensaje del Jefe en forma de proyectil de fusil Krag-Jorgersen, cerrándole para siempre uno de sus ojos azules, y de paso, arrastrando a la corriente del miedo y la desesperanza a todos sus descendientes no nacidos. Tal era la ley.

La venganza no se detendría. En junio de 1959, le dio mucho gusto al Jefe saber que entre los expedicionarios asesinados, tras la expedición del 14 de junio, por Maimón, Constanza y Estero Hondo, se contaban el Dr Toribio Bencosme García y su primo, Ercilio García Bencosme. Lástima sintió, de no poder exhibir por días sus cadáveres, como había hecho antes con el del general, para saludable escarmiento público.