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El profesor sin sonrisa

José Rafael Abinader nunca sonreía. Parecía inmune a las tonterías que alguno de nosotros despachaba sin protocolo y, sin inmutarse, continuaba la lección con que nos adentraba en las orillas de la economía, un híbrido que combinaba micro y macro pero con hincapié en el arcano de las Cuentas Nacionales.

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El profesor sin sonrisa (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Tiempos tormentosos, indescifrables para el joven que abandonaba la adolescencia y se enfrentaba a la definición de futuro que supone el ingreso a la universidad. Las turbulencias políticas azotaban al país cuando planté pie en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) con el propósito de estudiar periodismo. Para mayor agobio en una etapa cargada ya de incertidumbres, se me alertó del riesgo del cierre de la Escuela de Ciencias de la Información Pública, en parte por el mermado interés en la carrera apenas a un año del silencio de las armas en la contienda civil de abril de 1965.

La universidad pública vivía en un movimiento sísmico constante, lo que escapaba a mi escasa destreza en la lectura de la efervescencia social y sus causas que mantenían en vilo al país luego de la elección de Joaquín Balaguer como presidente. Tampoco entendía el por qué de la reorganización de las facultades universitarias, la renovación curricular, el reordenamiento de las carreras y, en fin, un tsunami de cambios que arrancaba con la transformación del Ciclo Universitario de Estudios Generales (CUEG) —formación preuniversitaria para llenar las lagunas del bachillerato—, en Colegio Universitario (CU). Era el Movimiento Renovador en acción, que se llevó de encuentro la vieja carrera de periodismo a la que se accedía con apenas dos años en el bachillerato. Y yo, estrenándome como adulto, sometido a vaivenes y ausencia de reglas claras que más de una vez me hicieron pensar en la conveniencia de saltar a la recién creada Universidad Pedro Henríquez Ureña y apostar por las relaciones internacionales. El destino, curioso, me ha reservado la diplomacia al final de mi carrera periodística.

Dispuesta la reubicación de Periodismo en la facultad de Humanidades, correspondió a Rafael González Tirado encabezar la nueva etapa luego de que su predecesor, Freddy Gatón Arce, irrumpiera en el mundo de la comunicación con El Nacional, donde poco después, en 1968, iniciaría propiamente mi andadura periodística. Compartía la dirección del novedoso vespertino con la cátedra de redacción periodística y en mi primer año en su clase me reclutó para su medio.

Había muy buenos profesores y muy pocos alumnos. Apenas cuatro, casi todos políticos o aspirantes, matriculados a última hora y, en algunos casos, acomodados al criterio extendido de que se trataba del tramo universitario más fácil, con escasos requerimientos académicos y un futuro que nadie veía por los malos salarios y poca consideración hacia los periodistas verdaderamente profesionales.

Todo me resultaba nuevo, y en esos terrenos de la inexperiencia me encontré de frente con unos catedráticos excelentes que reafirmaron mi fe en mi futuro abordaje profesional. Uno, alto, delgado, de voz gruesa y rasgos que delataban sus orígenes árabes, se unió muy pronto a mis favoritos.

Llegaba puntual y no se escudaba tras el desorden y déficit de autoridad en la UASD tumultuosa para incumplir sus obligaciones. Rodeado por la pobre matrícula, se sentaba en medio del aula improvisada y arrancaba con la lección como si estuviese leyendo un texto. Se devolvía si alguien preguntaba, con la misión expresa de que supiésemos de qué hablaba y de la importancia —que entonces ignoraba—, de esos saberes para el ejercicio de un periodismo acorde con la nueva realidad dominicana.

José Rafael Abinader nunca sonreía. Parecía inmune a las tonterías que alguno de nosotros despachaba sin protocolo y, sin inmutarse, continuaba la lección con que a nos adentraba en las orillas de la economía, un híbrido que combinaba micro y macro pero con hincapié en el arcano de las Cuentas Nacionales. Impartía docencia, además, en la recién reformulada facultad de Ciencias Económicas, y luego supe que era un destacado dirigente del Partido Revolucionario Dominicano. El adoctrinamiento político estaba ausente de sus cátedras. Se manejaba con una humildad que atesoré más cuando nos reencontramos y amistamos, él como funcionario de primer orden en el gobierno de Antonio Guzmán, y yo reincorporado al periodismo después de estudios en el exterior.

De la mano de Abinader adquirí las primeras nociones de la elasticidad de la demanda, la competencia, la determinación de los precios, los factores de producción y, por supuesto, la balanza de pagos, el tema monetario, la inflación y las tasas de interés. Pensé que era economista, y erré. Pertenecía a esa escuela de abogados para quienes el derecho era vía franca para acceder con propiedad a otros conocimientos. También Gatón Arce y González Tirado venían de las leyes, y ambos cultivaban con esmero la buena escritura, el primero como poeta experimentado; el segundo, como lingüista experto a quien admiro y reconozco en mi reverencia ante la magia del idioma.

Se servía de ejemplos prácticos para ilustrar sus lecciones. Advertía en él un pragmatismo y una abundancia de pareceres sobre el hecho económico que provenían, de seguro, de su manejo de la contabilidad, la organización y los métodos, materias en que se basó originalmente la Universidad O&M, de la que fue fundador y rector magnífico. Profesor que motivaba, que transitaba de un tema a otro sin pérdida del hilo conductor que maniata al estudiante. Reñido con la sonrisa, sí, mas concentrado en la práctica de una vocación en la que, por lo menos en mí, ha dejado huellas.

Nos reunimos y hablamos a menudo cuando desde la Contraloría General de la República afilaba cuchillos contra la Gulf and Western, a propósito de unos asientos contables derivados de operaciones bursátiles con cargo al azúcar del consorcio público. El optimismo le fluía natural y despejaba toda duda sobre el objetivo. Lo consiguió, y la zona oriental del país se benefició de inversiones en infraestructura por el monto de los US$38 millones, las ganancias de la especulación financiera. Fueron días de gloria para Abinader, de fama bien ganada y carácter fiero probado en la defensa de lo que entendía eran los intereses nacionales.

Ese optimismo lo comprobé nuevamente cuando fue candidato a senador por la provincia de Santiago, en 1998. Se rumoreaba que le habían dado un regalo envenenado porque era una plaza imposible de conquistar para el PRD. En una visita a mi despacho de entonces en la revista Rumbo, se presentó armado con datos de encuestas que me parecieron inverosímiles. Hizo una campaña inteligente en el pedazo de geografía donde había nacido en la antesala de la dictadura de Trujillo, a quien adversó. Ganó las elecciones y fue un senador exigente, con propuestas a tono con su filosofía de hombre de negocios y preocupaciones sociales que compaginaba con la política. No me acuerdo dónde, pero nos encontramos después del triunfo que nunca vislumbré. Con esa voz que me retrotrajo a mis años de estudiante universitario más perdido que el hijo de Lindbergh, me dijo, esta vez también sin sonreír: “Te dije que iba a ganar”.

Siempre fue respetuoso con los periodistas. Escribía muy bien, las ideas muy claras, cultivado cada vez más su conocimiento de la economía, de la sociedad, del Estado, de la educación y de las cuestiones internacionales. Nunca paró de aprender, tampoco de enseñar o de buscar espacios para su espíritu emprendedor. Sin olvidar, ahora lo entiendo, sus años en la formación de periodistas en ciernes, como yo. Por eso en el temprano desarrollo de la O&M hubo una escuela de Comunicación Social. Y en la Junta de Directores y asesores, un gran periodista y amigo a quien en el curso de la vida se lo robó el Derecho: Miguel Ángel Prestol Castillo.

Sonrío yo, por la satisfacción al contar que José Rafael Abinader fue mi profesor y que siempre tuvo en mí, tanto como un amigo, un alumno altamente agradecido.

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