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EL SECRETARIO CIRCULAR

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EL SECRETARIO CIRCULAR
No soy lo que creen, ni este cuerpo elefantino que ven. Soy más, mucho más que el ex Secretario de Estado de Relaciones Exteriores de mi país. Más incluso que el reverenciado "Príncipe de la Oratoria" nacional. Jamás fui frío, distante, ni cínico, como escribirá de mi Balaguer. Nunca uno más entre los que rodeaban al Jefe. Nunca anodino, ni trivial, ni del montón. Y sin ser nada de eso, soy también carne y nervios a flor de piel, y esta enorme anatomía moribunda, vencida por la diabetes y dos infartos. Soy este que ven clavado a la cama donde agonizo, libre ya de desvelos y apremios, pero no de dolores. Y de la constante necesidad de agradar a quien, desde su Alta Investidura, ni siquiera se ha dignado a visitarme por vez postrera, demostrando que sus afectos solo se destinan a quienes le son útiles. Porque yo, Fernando Arturo Logroño Cohen, no soy más el orador barroco aclamado con delirio, ni el autor de frases afortunadas, pronunciadas para deslumbrar a un patrón cursi, sino un simple mortal que se despide, dejando tras de sí el enigma de un talento arrodillado, de un hombre cuya vida fue parabólica, como redondo, circular, esférico fue su cuerpo deformado por los excesos de la buena mesa. Y la perenne ansiedad.

Nací para brillar, y brillé. Los torvos cortesanos de Trujillo se burlaban de mi corpulencia, pero callaban cuando abría la boca, replegados en sí mismos, incapaces de esquivar mis dardos, inermes a sus punzadas, como gaticos que aún no han abierto los ojos. Uno tras otro los despaché, con la marca de mi ingenio indeleblemente grabada sobre las frentes, para escarnio y burla de ellos mismos. Y el que más disfrutaba era el Honorable, siempre azuzándonos para que nos hiriésemos en obsequio a su solaz, como quien lanza gallos de pelea al ruedo, y solo le importa que den un buen combate. Y por supuesto, para gozar con la sangre que se derramaba.

Soy este que ven aquí, quieto, desangelado, resignado en la sosegada espera del inminente fin. La sombra del que fue secretario del Presidente Juan Isidro Jiménez, ferviente opositor a la invasión norteamericana de 1916, y autor del famoso "Manifiesto de Cambelén". Fueron tiempos claros, en que se podía ser joven, patriota y apasionado a plena luz del día, sin que tal entusiasmo y honradez de ideas pudiese atraerte malquerencias ni desgracias, descontando, por supuesto, las del invasor. Tiempos donde todos estábamos hermoseados por la luz de los ideales, y no encenagados en las aguas del pantano en que nos hemos convertido. Ni vivíamos entonces bajo el ojo perenne del Eterno Escudriñador, al que siento posado sobre el espaldar de mi cama, esperando también, como enorme ave de rapiña, que exhale el último suspiro para alzarse con los restos de mi alma.

Yo le serví, y le serví bien. Le serví a conciencia, con toda mi oratoria, mis conocimientos y mi buena fe, y también con mi cálculo, mi amedrentamiento y mis intereses egoístas. En eso si fui uno más, como todos, formando parte de una legión de opereta. Le serví, eso sí, con todas las fibras y las libras de mi cuerpo. Y no supo ver que también los ángeles vienen así disfrazados. Era inmune y alérgico al bien y a la nobleza. Había que transfigurarse a su lado, o perecer.

Llegué a la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores en mayo de 1933. Sustituí a Max Henríquez Ureña, lo recuerdo bien, y enseguida quise poner orden. Yo era metódico, coherente y rotundo, cuidadoso y atildado, no solo en el vestir, sino también en el pensar. Y entré al ruedo de la diplomacia nacional llevando en la mano la espada flamígera que procuraba el mismo orden y rigor que entonces nos deslumbraba en el Benefactor. Esa turba de pavorreales inútiles y de depredadores profesionales me recibió con sorna y desdén: "Los gordos-dijeron-siempre son sanguíneos, o sea, inofensivos". Pero se equivocaron.

"Hemos notado que muchas personas que desempeñan cargos en el servicio diplomático y consular no han hecho su solicitud de inscripción en el Partido Dominicano..."-decía en mi circular del 9 de junio, y les congelé las risas.

"En las valijas diplomáticas no deben venir más que documentos oficiales, con la sola excepción admisible de correspondencia o paquetes para el Presidente y su esposa"- decía en mi circular del 18 de julio, y los dejé preocupados.

"Les remito declaraciones del Presidente Trujillo a periódicos de la capital sobre las obras públicas del gobierno... Tiene Usted una nueva ocasión de hacer notar a la prensa de ese país cuán fecundo y beneficioso es el gobierno del Generalísimo"- decía en mi circular del 25 de julio, y los puse a trabajar.

Y trabajaron, Obré ese milagro para mayor gloria del Jefe. Y de nada me valió. Terminé como todos, humillado, apartado, engullido por la intriga de turno que también obró el milagro, como dije en su momento, de que la soga se partiese por el lado más gordo. Luego la postergación el rodar, el olvido, el debilitamiento, las sombras... Como todos.

Ahora siento que las paredes de mi cuarto se difuminan, dejando pasar un torrente de luz. Llega el momento. Me siento de pronto reconfortado, me levanto de la cama, me miro al espejo y soy otra vez el joven de Cambelén, delgado, elegante, hermoso, enardecido y a punto de apostrofar a los invasores. Nadie ríe con sorna, nadie murmura a mis espaldas, siento aplausos de verdad, de la gente humilde del pueblo, no de estos malditos cortesanos. Y renazco.

Pero cuando más pleno me siento, cuando he retornado al que fui, un aleteo siniestro me hiela la sangre en las venas y comprendo que no hay escapatoria posible, ni tampoco renacer. Sé de quién son las garras que me aprisionan de nuevo, me doblegan, me obligan a mirar a la cama, a penetrar, desesperado, la oscuridad que vuelve a instalarse en el cuarto, y observar a un pobre ser jadeante, deforme, envejecido y triste que se está despidiendo de la vida.

Nací para brillar, y brillé. Los torvos cortesanos de

Trujillo se burlaban de mi corpulencia, pero callaban

cuando abría la boca, replegados en sí mismos,

incapaces de esquivar mis dardos, inermes

a sus punzadas, como gaticos que aún no han

abierto los ojos. Uno tras otro los despaché,

con la marca de mi ingenio indeleblemente

grabada sobre las frentes, para escarnio

y burla de ellos mismos.