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El sesgo mediático: los colores del periodismo

El amarillismo, como referencia periodística, creo que es un término casi en desuso. Lo he escuchado mencionar de nuevo en boca de algún comentarista en días recientes. La prensa amarilla, frase de la que tanto se echaba mano décadas atrás, es hoy, tal vez, un simple color desteñido. En verdad, el ejercicio periodístico es un caleidoscopio de tinturas: negra, roja, rosa, gris. El amarillo es sólo uno de sus componentes. Quizá por esa variedad de matices importe poco ya traer al debate el color de una crónica o de un estilo periodístico.

Solemos, en nuestra pequeñez de miras y en el menester inoculado por determinados conglomerados geográficos de Poder, creer que todo lo que parezca “malo” (en la enorme relatividad con que camina en la historia este vocablo), es producto de nuestra forma “subdesarrollada” de registrar negatividades en nuestros aconteceres vitales como grupo humano. Desconocemos que muchas acciones de este jaez nacieron en las naciones política y económicamente sólidas. El amarillismo periodístico, por ejemplo, que el comentarista que escuché en la radio atribuía a “las mentes calenturientas del periodismo tropical”. En verdad, la prensa amarilla nació y creció en Estados Unidos. De allá la importamos, como otros enseres y menudencias. La crearon Joseph Pulitzer –cuyo nombre lleva hoy uno de los más codiciados galardones anuales al periodismo, la música y la literatura- y William Randolph Hearst. El primero dirigía el diario New York World, y el segundo el New York Journal, y entre ambos entablaron un jaleo en procura de publicar las noticias más sensacionalistas que generaban lectores y dinero. Eran los monarcas de las catástrofes, los escándalos políticos, las desavenencias conyugales de figuras de renombre, los crímenes (mientras más sangrientos, mejor) que acostumbraban ambos diarios a ilustrar con las fotografías más escandalosas y denigrantes. Todo un espectáculo de ramplonería.

Ambos diarios publicaban un comic, para entonces muy popular, llamado The Yellow Kid (El chico amarillo) y esta tira cómica originó que otro periódico, afectado sin dudas por la demanda de los diarios de Pulitzer y Hearst, el New York Press, calificara al periodismo que ambos ejercían en sus medios de “amarillista”. De esta historia hace ciento veinte y tantos años. No es cosa reciente. Y desde entonces, la “prensa amarilla” se multiplicó por el mundo, desde Gran Bretaña hasta México. En Portugal, continuando la tradición de colores del periodismo universal se le conoce como “prensa marrón”. Hoy en día, pues, el amarillismo periodístico pasa casi inadvertido, aunque prevalecen diarios que siguen tiñendo sus tiradas con ese color. Pero, la omnipresencia de los medios digitales ha provocado todo un arcoíris sensacionalista, de modo que el amarillismo es casi norma y, tal vez observándolo de otro modo, sea necesario otorgar otros tintes a los distintos formatos de expresión que pululan en las redes.

Y es que el sesgo mediático ha alcanzado hoy otros ribetes que suprime importancia al amarillismo periodístico. Ningún medio escapa a la contrariedad de tener que practicar un periodismo de intereses. Los llamados “valores del buen periodismo” han ido en declive. Razones que el tiempo que vivimos desenlaza parecen permitir el reclinamiento de la opinión y de la cobertura noticiosa siguiendo determinados lineamientos, afectando así la objetividad que tanta atención llegó a merecer muchos años atrás. Las inclinaciones mediáticas obedecen a múltiples realidades que no solo son de orden político o financiero, y esta situación ha generado, como nos lo recuerda Lee McIntyre, que “los guardianes de los valores tradicionales del periodismo se encuentran estos días en una especie de situación sin salida”. Anotemos estos datos: en 1950, el 123.6% de los hogares estadounidenses compraba por lo menos un periódico, en un momento en que circulaban 53.8 millones de ejemplares de diversos medios escritos. Sesenta años después, en 2010, sólo el 36.7% de los hogares norteamericanos compraba periódicos, lo que significó la pérdida de casi el 70% de los lectores. La cuestión luce más dramática en este 2019. Según las estadísticas reportadas, y tomando como referencia sólo los diez principales diarios de Estados Unidos, en total se imprimen poco más de cinco millones de ejemplares, comparado con los 43 millones que circulaban hace apenas nueve años. Y de esos diez diarios, sólo USA Today –que es el de mayor circulación- y The Wall Street Journal, imprimen más de un millón de ejemplares cada uno. The New York Times, que figura en tercer lugar, sólo imprime 483 mil. El menor de estos diez primeros, The Boston Globe alcanza solamente 230 mil ejemplares diarios. En 1984, para ser exactos, terminó la hegemonía informativa de los diarios en Estados Unidos. Y en 2015 la recesión diarial llegó a su descenso global. Si la televisión ocasionó la quiebra de muchos periódicos, entre las décadas de los cincuenta y sesenta, la causa hoy del descenso de las tiradas debe atribuírsele a las redes informáticas, y un poco antes a la televisión por cable que, con el caso específico de CNN en principio, revolucionó no sólo el conocimiento de la noticia, al margen de los diarios, sino que estableció –luego le seguiría Fox News- el sesgo mediático que tiene tantas aristas. Obviamente, los diarios tuvieron que incorporarse a las redes, lo cual ha sido un paso de logros evidentes, pero debiendo cuidar continuamente el desliz que ocasionan las fake news y sus entresijos. El público, en una revolución social sin precedente alguno, participa hoy del hecho noticioso. No sólo informa, divulga, registra visualmente, sino que expresa su opinión y aunque las redes terminen siendo una Torre de Babel, se trata de un hecho irreversible.

Como ya hemos dicho en otra ocasión, las noticias falsas nacieron con la noticia misma. Siempre han existido las fake news, sólo que ahora han alcanzado ribetes de preeminencia, se han convertido en lo usual, poseen categoría social y política. No han sido las redes sociales que la inventaron. Cuando el amarillismo de Pulitzer y Hearst dio paso al sensacionalismo noticioso, otros diarios llevaban colores partidistas en Estados Unidos y más allá. El origen de Associated Press (AP) está ligado a esa realidad periodística. Esta agencia noticiosa fue fundada por un grupo de periodistas que se asociaron para divulgar reportajes blindados contra los sectarismos y el amarillismo. Informaciones objetivas, al margen de intereses de cualquier tipo. Distribuían sus noticias a diferentes medios. Eran los finales del siglo diecinueve y todos entendieron que la AP brindaba un servicio formidable para la práctica del buen periodismo. Empero, desde los mismos inicios del siglo veinte aunque los diarios continuaron adquiriendo los reportajes “objetivos” de AP, muchos continuaron haciendo del sensacionalismo o de la opinión editorial partidista la base del contenido principal de sus medios. La información que AP quiso imponer, no se convirtió en la norma. Empero, The New York Times respaldó el esfuerzo de AP, convirtiéndose en un diario “informativo y didáctico”, como nos explica McIntyre, “en el apogeo de la locura y la indecencia del periodismo amarillo”. La guerra fría, la aparición de otras agencias noticiosas claramente tendenciadas, el periodismo de derecha o de izquierda, la batalla entre la objetividad y la subjetividad y sus estratos referenciales, cambiaron la dinámica periodística por completo en el mundo. La era digital ha permitido que renazca el periodismo amarillo, aunque no se le mencione como tal. El sesgo mediático está frente a nuestros ojos, sin ambages, sin ocultamientos. Los colores siguen identificando al periodismo de la era digital. Me recuerda aquella canción cursillista de los años sesenta: “Rojo, amarillo, negro y blanco es, todos son iguales a los ojos de Dios”.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.