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El silencio de la paz

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El silencio de la paz

Qué regocijo se nos cuela por cuerpo y alma cuando, sin importar clima y horarios, apartamos conscientes el sentido de orientación para perdemos en nosotros mismos y en calles y lugares que pertenecen a la historia. Testigos mudos de nuestra imaginación, recolectamos lecciones y relatos aprendidos para revivir acontecimientos que siglos y décadas atrás tuvieron como escenario la geografía que se extiende ante nosotros.

Ciudades, aldeas y parajes se desparraman por Europa con el sello eterno del protagonismo que tuvieron en un momento estelar de la Humanidad, permiso de Zweig concedido. Excluyo aquellos paisajes que utilizan para acomodaciones históricas o complementos de mitos con los que se traiciona la buena fe de los turistas en Grecia o el Medio Oriente, tan ligados a creencias religiosas y asiento de las fuentes culturales que aún irrigan el pensamiento occidental.

Desde que en un Londres dominical comprara en un mercadillo, hace ya muchos años, cinco de los seis volúmenes de la primera edición de The Second World War, de Winston Churchill, se me abrió un nuevo frente de inspiración para viajes, excursiones y satisfacción de la curiosidad que la vida aporta y requiere. Nunca conseguí el último volumen, y debí conformarme con una edición posterior de la obra que, en su conjunto, empujó al jurado de la Academia de Ciencias de Suecia a otorgar al insigne político el Premio Nobel de Literatura en 1953.

Mis hijas y pareja ignoraban hace un par de años dos motivos ocultos para un crucero veraniego hasta el ártico europeo, donde Noruega, Rusia, Suecia y Finlandia confluyen en fronteras que tanta importancia cobraron una vez la Operación Barbarroja empujó a Stalin a cerrar filas con los Aliados. Narvik, un pueblo pesquero del norte noruego estaba en la ruta. De colinas empinadas que la empujan hacia un fiordo de aguas que la profundidad oscurece, es una de las ciudades más septentrionales del mundo. Los ingleses decidieron que su importancia estratégica como centro carbonífero y eje de una red ferroviaria que enlaza con Suecia y Finlandia, era razón suficiente para ocuparla pese a la neutralidad de Noruega. Minaron el puerto, vital también porque permanece libre de hielos todo el año, y despacharon una fuerza expedicionaria. Al principio, éxito completo. Luego, el desastre cuando los alemanes invadieron Noruega y derrotaron a las fuerzas expedicionarias. Los habitantes allí no pasan de 20,000 y aún en verano el termómetro apenas escala un dígito, pero hay un museo naval que contiene información importante sobre una operación militar fracasada, de consecuencias políticas determinantes como el ascenso de Churchill al poder.

Más al norte aún, muy cerca de donde las geografías de Finlandia y Rusia se abrazan, se llega a la mayor ciudad del Ártico, Múrmansk, otro puerto que nunca se congela y albergue de la Flota del Mar del Norte. Por detalles burocráticos, solventados luego, no bajamos a tierra. Poco me importó. Rodeado estaba por las instalaciones portuarias, bombardeadas una y otra vez por los alemanes al igual que la ciudad. Allí, donde atracamos, miles de navíos norteamericanos, canadienses e ingleses —alrededor de 1500–, lograron mantener con vida la maquinaria bélica soviética en virtud del Programa de Préstamo y Arrendamiento (Lend-Lease program). Los barcos de los Aliados se agruparon en 78 convoyes cargados de material bélico y alimentos que durante cuatro años ayudaron a evitar el colapso de la Unión Soviética y cohesionar el frente oriental que finalmente contuvo la ofensiva alemana.

Múrmansk se estira a ambas orillas del río Kola, y en la navegación lenta hasta desembocar en el Mar de Barent se aprecian las bases navales donde hoy se desmantela buques nucleares ya obsoletos. Los tiempos de gloria pasaron. Las instalaciones portuarias decadentes, con grúas y sistemas ya entrados en edad, contrastan con la mecanización sofisticada de los puertos modernos, como el nuestro al lado del aeropuerto de Las Américas. Poco importa, la imaginación suple el resto; y el trabajo y ruido incesantes para atiborrar de carbón el vientre de un carguero tamaño medio doblan en mi mente como actividad acelerada de carga y descarga por la amenaza de los bombarderos alemanes, barcos a la espera antes de acercarse a la inmensidad oceánica, y marineros y soldados con la muerte de futuro mas convencidos de que su esfuerzo es clave para acortar la guerra y ganarla.

Otoño avanzado, los bosques tienen su alfombra natural de hojas amarillas y marrones que crujen al paso. Colinas verdes, árboles erguidos que tocan nubes y valles suaves que ocupan ciudades dormidas, en las Ardenas se hermana el Benelux. Remanso de paz bucólica, esos campos vivieron la última gran ofensiva alemana en el frente occidental. Los blindados aliados rodaban desde los puertos del norte francés y la zona industrial del Ruhr peligraba. Traspuesto el Rin, el final del Tercer Reich estaba en el horizonte.

El relieve de la región parecía imposible para lo que Hitler tenía en mente. Atravesar el corazón del paraíso natural y sus poblados de encanto, y 140 kilómetros hacia el norte cazar la presa codiciada de Amberes. Tomado el puerto belga, se estrangulaba el abastecimiento que necesitaba toda aquella maquinaria de guerra y cientos de miles de soldados que, no obstante su poderío de innovación, apenas avanzó 50 kilómetros en los primeros meses del desembarco en Normandía. Cuatro ejércitos aliados quedarían seriamente expuestos a la aniquilación total.

Con órdenes de actuar sin contemplaciones, las divisiones alemanas lanzaron una ofensiva sin precedentes y en los primeros días sorprendieron a las tropas norteamericanas e inglesas del frente. Se estimaba imposible una operación bélica de tanta magnitud por ese accidente geográfico y que en un momento implicó a más de un millón de soldados. Las Ardenas no son territorio para tanques, y sus densos bosques cubiertos de nieve en aquel diciembre de 1944 tampoco se prestaban para el transporte de la artillería pesada con que los alemanes golpeaban a sus enemigos. “The Battle of the Bulge” (batalla del bulto) como se le conoce por la forma del saliente del territorio ganado por los alemanes, es materia de estudio obligada en las academias militares.

En Bastoña cambió el curso de la guerra. Los norteamericanos resistieron valientemente en aquel poblado que hoy en día sigue pequeño, dulce y ahora centro de peregrinación para estudiosos de la guerra, parientes de los soldados que allí murieron, o curiosos entrometidos como yo. A la entrada y en varios puntos de la ciudad hay tanques y artillería utilizadas en la contienda. Se erigen como monumentos silenciosos a la valentía de muchos.

Malmédy, otro de los pueblos envueltos a su pesar en aquella ronda de muertes, es en el fin de semana un oasis de paz. No lejos, Spa, concentra la quietud de una porción del paisaje europeo verdaderamente avasallador por esos altibajos naturales, bosques apretados, fríos intensos y calma que apenas alteran los balidos y berridos de rebaños y ganados. Si alguna explicación es necesaria para entender la osadía o locura de Hitler, se la encuentra en el Centro Histórico de la Segunda Guerra Mundial, en Bastoña.

El silencio de la paz se ha impuesto en Europa, algo que entienden y aprecian quienes sufrieron tantas temporadas de muerte, destrucción y odios. En los testimonios que se escuchan en el museo, tanto de alemanes como de belgas, adultos, niños y ancianos, hay aún dolor, llanto, desolación.

No deja de mover a la reflexión que gente tan amable, paisajes sobrecogedores y geografías nobles, siendo de lo mejor hayan vivido lo peor.

adecarod@aol.com

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