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En el infinito de la música

Lo trascendente es combinarla con emociones y acometer cada interpretación de manera diferente, desde otra perspectiva.

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En el infinito de la música (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Corría la segunda mitad de los años de la década de los ochenta y, en paralelo, avanzaban cambios políticos y tecnológicos que han transformado al mundo. Se desmoronaban la Unión Soviética y el socialismo real y la digitalización del sonido y posteriormente de la imagen posibilitaban una fidelidad insospechada poco tiempo atrás.

Vladímir Horowitz, quizás el mejor pianista del siglo XX, regresaba al Moscú de su juventud tras las seis décadas en que se convirtió en ciudadano norteamericano y en estrella en el firmamento de la música culta. Eran los tiempos de la glásnost y de la perestroika. El año anterior, 1985, en Ginebra, Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov habían acordado un programa de intercambio cultural que llevó una exposición de impresionistas franceses y a Horowitz a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), decesada cuatro años más tarde.

Transmitido en directo desde el Conservatorio de Moscú, el concierto del virtuoso ucranio marcaba una nueva etapa, simbolizada vivamente en la caída del Muro de Berlín cuyo trigésimo aniversario recién se ha cumplido. El palco reservado a la Nomenklatura estuvo vacío, pero en el auditorio se lucían la aristocracia intelectual y la esposa del último ministro soviético de Relaciones Exteriores y posteriormente presidente de su Georgia nativa: Eduard Shevardnadze.

En el programa de aquel recital histórico con boletos de entrada a precios estratosféricos en el mercado secundario, la música de Scarlatti, Mozart, Schubert, Liszt, Chopin y dos rusos: Rachmaninoff y Scriabin, con quienes Horowitz había coincidido en sus años de formación. En el encore obligado, Schumann, Moszkowski y más Rachmaninoff, otro grande que había abandonado Rusia a raíz de la revolución bolchevique y sentado reales en los Estados Unidos.

Primero en formato de cedé y luego en videocasete y finalmente en DVD, aquella presentación conserva la frescura original y la exuberancia del distinguido solista a cargo de un piano llevado especialmente por avión desde su patria adoptiva. Como si estuviese en juego la posibilidad de contagiarse con la decadencia del sistema político a través de las teclas de un piano del Estado soviético. El arte y la política siempre han ido de la mano, simbiosis cuasi perfecta que nubla el intento de identificar la parte dominante. ¿Arte para la política o política para el arte? ¿Arte de vanguardia o de retaguardia? Los soviéticos, los alemanes nazis y las autocracias han sido los maestros en la certificación del resultado creativo como instrumento válido de adoctrinamiento. De por medio siempre la apelación nacionalista, tan común en toda la sintomatología populista.

Ausente del repertorio toda reminiscencia nacionalista, pese a que la URSS había acomodado la música de Alexandre Scriabin a la ortodoxia del Partido Comunista. La habían enjaulado a golpes de propaganda y asepsia ideológica pese a la complejidad a raudales que se desprende de cada partitura parida por una mente en busca de libertades desconocidas, alimentada por galimatías filosóficas y redenciones indefinibles. Poème de l´extase, la pieza que a juicio de los expertos sella el tránsito de Scriabin a un estadio más allá de su pasión por Frederic Chopin, fue la música que acompañó las noticias sobre la hazaña de Yuri Gagarin, el primer cosmonauta, en 1961.

Vuelvo a Scriabin y a su música de contrastes tonales, de acordes sorprendentes y de cambios bruscos, de reto constante al intérprete. Ya no bajo la magia de Horowitz en el DVD y con la hija del compositor en la imaginación, Yelena de 86 años, arrobada durante aquel concierto para la historia en el Conservatorio de Moscú. El escenario es el Kölner Philharmonie de arquitectura impresionante, en el centro de la alemana Colonia dormida bajo las nubes de un domingo otoñal, impedida la luna de que su luz riele sobre las aguas del Rin cercano.

Medio programa está dedicado al compositor ruso, escogido cuidadosamente por un pianista soberbio de la misma nacionalidad, Daniil Trifonov. Abarca obras desde 1886, cuando Scriabin era un adolescente, hasta 1913, dos años antes de su muerte a causa de la infección que le produjo un furúnculo en los labios. Y sí, también figuran los Huit Études, tres piezas del opus 2 y el estudio 12 conocido como Patético, interpretados también por Horowitz en Moscú. No es un compositor popular, y es el primer concierto al que asisto en que sus obras son protagonistas.

Apenas arranca el concierto y ya Trifonov se adueñó del auditorio. No es para menos, porque el Estudio 1 del opus 2 en do sostenido mayor, es sencillamente enternecedor. Con técnica irreprochable ataca la sutileza y profundidad de esa música de proporciones infinitas, y hasta un neófito como yo se da cuenta de que se requiere de una proeza para sortear con éxito las trampas que Scriabin confió al pentagrama.

Trifonov concluye este año una residencia artística con la Filarmónica de Berlín y es sin duda uno de los grandes pianistas contemporáneos, en el estrellato desde que se convirtiese en el único veinteañero en ganar uno de los eventos musicales más afamados, el Concurso Internacional Tchaikovsky. También compone, y el encore de la noche será una transcripción suya del primer movimiento para piano de la sinfonía coral Las Campanas, de Rachmaninoff.

Trifonov agota sin pausa al Scriabin en el programa. No da tiempo a reponerse de las tantas sensaciones que invaden sin permiso el espíritu al compás de una música misteriosa, intempestiva, impetuosa. El virtuosismo se impone en el número 12 del opus 8—Patético, en Re sostenido menor, una clave de seis sostenidos. Ritmo agitado, frenético por momentos, encapsulado aquel totum revolutum musical en una belleza que se impone al mensaje tumultuoso. ¿Últimos destellos de romanticismo en la metamorfosis del genio? Por supuesto que hay concierto en ese aluvión de notas que levanta Trifonov con los ojos cerrados y centradas todas sus fuerzas en descubrir los secretos más íntimos de un Scriabin aparentemente impenetrable. Wagner ronda.

Horowitz unió dos siglos de música en su concierto de Moscú. Trifonov traduce una tradición que lleva en la sangre y se refleja por mera coincidencia en su vida. Al igual que Scriabin, tuvo problemas con una de sus manos. Es también un soñador, como confiesa en una entrevista para el Digital Concert Hall de la Filarmónica de Berlín. Tocar el piano es una actividad física, ciertamente. Lo trascendente es combinarla con emociones y acometer cada interpretación de manera diferente, desde otra perspectiva. Prefiere practicar en su cabeza y alcanzar así un nivel de abstracción total, impertérrito ante lo que ocurre a su alrededor mientras modifica a voluntad acordes, ritmos, melodías, en un lenguaje musical que solo él entiende y escucha.

La egolatría de Scriabin le llevó a creerse un mesías, animado por un deseo incontenible de trascender, de alejarse de la banalidad y rozar las estrellas. Como explica Trifonov, la inspiración se corresponde con un estado de ánimo. Y de manera casi prodigiosa, llega la epifanía de la creación, que no es otra cosa sino una forma de expresión del momento anímico.

Curioso mas no casual, todos los compositores escogidos fueron también pianistas brillantes que electrificaron audiencias con la misma fuerza expresiva que Trifonov ha desplegado en una noche inolvidable.

Recital de antología, y a Scriabin siguen Beethoven y dos rusos más: Alexander Borodin y Sergei Prokofiev. Bonn, la antigua capital de Alemania Occidental y donde nació el genio alemán de la música, dista unos minutos de Colonia. Hay que respetar a los anfitriones.

Tenía razón otro alemán, filósofo abstruso también y que puso a hablar a Zaratustra, Federico Nietzsche: “Sin la música, la vida sería una equivocación”.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.