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En el terreno de la eternidad fuera del cielo

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En el terreno de la eternidad fuera del cielo

Hay un apartado de noticias que no sorprenden, mas a contrapelo de la obviedad abren un espacio amplio a la reflexión porque de sopetón nos hunden en un océano de nostalgias y acreditan la versatilidad del tiempo, capaz de dejar huellas o transcurrir inadvertido. Como los huracanes, que devienen siniestros devastadores o se quedan en simples pronósticos. Sirva de referencia la muerte de Roger Moore, eternamente joven, apuesto y galante en siete versiones fílmicas de James Bond, pero pasajero reciente de Caronte cercano ya a su cumpleaños número 90.

Cuando en 1973 encarnó por primera vez al archifamoso espía del MI6 en Vive y deja morir (Live and Let Die), el actor británico contaba ya 46 años. En su última aparición “bondiana” en Panorama para matar (A View to a Kill) en 1985, arrastraba 58 calendarios, edad no recomendable para trepar los acantilados metálicos de la torre Eiffel. En abono a su desinterés para continuar en la pantalla con una pistola Walther PPK a mano, rodeado de mujeres despampanantes y solo fiel a un martini seco agitado y no revuelto, Moore argumentó lejanía del patrón imaginario correspondiente al personaje creado por el escritor Ian Fleming.

Le sobraban razón y años. Nada más lejos de ese retrato de elegancia rompecorazones, trajes ajustados hechos a la medida, autos veloces y acrobacias sexuales y físicas no aptas para artríticos, que un sesentón con la casi inevitable protuberancia abdominal, papada, escasez de pelambre y flacidez. La simbología de la decadencia corporal atribuible a los años representa una enemistad mayor para James Bond que la misteriosa sociedad Spectre.

En la mayoría de los casos, la muerte es el final de la vida. Inaplicable el aserto a luminarias como Moore y famosos cuyo paso terrenal muta a veces en mito. A su deceso les sobreviene una eternidad que los avances tecnológicos se han encargado de preservar en múltiples formatos, en contraposición al legado histórico de las grandes figuras que antecedieron al cine, la televisión, las grabaciones de voz y la fotografía. Ciertamente, las imágenes dibujadas nos guardan las efigies de héroes, villanos, guerreros, conquistadores, pensadores y aventureros que pueblan la historia de la humanidad. Empero, ¿a quién desagradaría toparse una y otra vez con Aristóteles, Platón, Leonardo da Vinci o Abraham Lincoln en YouTube? ¿Y qué de una vieja grabación de un mano a mano entre Shakespeare y Cervantes sobre las diferencias fundamentales entre sus grandes creaciones o un intercambio inteligente acerca del proceso creativo en el quehacer literario?

La saga de James Bond ha revolucionado el mundo del cine en más de un aspecto. Lo descubrí cuando tiempo atrás compré la colección completa que salió al mercado con anterioridad a la que celebra las cinco décadas, en el 2012. Sin poder evitarlo y con la rapidez que Bond destruye coches de lujo, mis hijas adolescentes se adueñaron de todos los devedés. Lograron la hazaña que eludió a tantos villanos superdotados: desaparecer a James Bond. Tal es el éxito, que el mítico superhombre del espionaje ha sobrevivido con la misma frescura y efectividad, tanto a la Guerra Fría, como al número de novelas en las que Fleming le endosó el papel protagónico. Sin inmutarse ni merma del bolsillo, ha agotado todas las modas, bebido los mejores caldos, incluida una buena dosis de champán Bollinger y comido en los mejores restaurantes. Ni mencionar el inventario ni la excelencia corporal de las mujeres que ha llevado a la cama. Tampoco racista, como atestiguan sus devaneos habaneros con Giacinta (Halle Berry). Ha habido que inventarle nuevos y más difíciles lances, buscarle una constelación de estrellas cinematográficas para representarlo y acompañarle en sus múltiples aventuras. Añadir también directores de fama de película, como Sam Mendes al mando de los últimos títulos, Skyfall y Spectre.

Sin morir ni envejecer, James Bond les ha legado licencia a sus intérpretes, ya no para matar, sino para disfrutar de la fuente de la eterna juventud. Y hasta volver de una peligrosa misión en Rusia enamorado en plenos años soviéticos. Solo 007 ha podido ser masajeado en Hong Kong por una chica llamada con todo propósito Pacífica Fuente del Deseo y vencer a un fornido y peligroso malandrín apodado Trabajo Inusual (Oddjob), y que se auxilia en sus tareas criminales de un sombrero que decapita y cubre cabeza.

Moore fue joven en Ivanhoe, la serie de televisión de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta que los dominicanos vimos en blanco en negro en el Canal 4 de La Voz Dominicana. Siguió sin revelar canas en El Santo, otro serial que nos ató a la pantalla chica, ya a color en los años setenta. Incidentalmente, fue este compromiso contractual que le impidió relevar a Sean Connery en Los diamantes son eternos, obligado el escocés a volver del retiro por el revés de George Lazenby en 007: al servicio de Su Majestad. Fracasaría la personificación, no así el personaje. Invencible Bond como siempre, la cinta contiene una de las mejores bandas sonoras de todos los episodios, gracias a la interpretación de Shirley Bassey del tema principal, Diamonds are forever.

Vaya letras que compusieron Don Black y el director musical de varias de las cintas, John Barry, y que en la voz de la artista británica, intérprete también de los temas de 007 contra Goldfinger y 007: Misión espacial (Moonraker), brillan más que un diamante. Tres premios Oscar atestiguan la calidad de las canciones que acompañan al agente 007, con orquestaciones memorables y letras incansables en sus referencias implícitas y explícitas a las pasiones que despierta ese moderno deshacedor de entuertos. Si bien Shirley Bassey desplazó a los Beatles en la lista mundial de éxitos musicales en ese entonces, uno de los integrantes del memorable grupo, Paul McCartney, años después compuso e interpretó junto a su esposa Linda y la banda Wings la canción temática en el debut de Moore como James Bond.

El cine y las grabaciones vocales se han convertido en una realidad que trasciende la obsolescencia humana y la muerte. Ambos nos devuelven intactas las imágenes más prístinas de actores renombrados y personajes inolvidables. Sin necesidad de milagros, revivimos el prodigio de Frank Sinatra en El Concierto por las Américas. Aquel sábado 20 de agosto de 1982 en el anfiteatro de Altos de Chavón es repetible gracias a las versiones en devedés y en YouTube. Como rezan las letras de la canción I got the world on a string con que La Voz abrió las puertas a una noche interminable, “la vida es una cosa maravillosa”.

Intemporales todos, Sean Connery no es el anciano que atiza la causa de la independencia de Escocia. Fred Astaire canta y baila a voluntad bajo la lluvia. Shirley Bassey nos deleita con el esplendor de su anatomía con herencia africana y un timbre de voz avasallante mientras un no menos estupendo Bond se lleva a la cama cuantas mujeres le plazcan. Bond y Moore se han vuelto siameses en una metamorfosis cinematográfica, desmentido constante de las nueve décadas con que se fue a la tumba en Suiza el actor y embajador excelente de la UNICEF, incluso recaudador de fondos para la niñez desamparada en Haití.

La certeza de la réplica, indispensable en el experimento científico, ha quedado humanizada en la pantalla. En el terreno de la eternidad, imperturbables, James Bond-Roger Moore. Roger Moore-James Bond.

(adecarod@aol.com)