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En la cumbre del béisbol

A Alvarito Arvelo: Biblia, Talmud, Vedas, Corán y enciclopedia del béisbol

Se escaló la cima sin caer una sola vez, con pasos confiados y el empuje de miles de dominicanos que desde todos los rincones del mundo animaban al equipo. A cuestas, muy pesado, el recuerdo de aquella jornada infame de hace unos años, cuando la tricolor cayó ante un rival menospreciado -Holanda-, carente su historia deportiva de la experiencia y nombres ilustres de la República del Béisbol.

Recobrado con creces el honor perdido, el país se ha solidificado en la exaltación del equipo vencedor y sacado una y otra vez las cuentas positivas del mánager cuya excelencia desborda el campo de pelota para caracterizar su día a día, la rutina del hombre serio, trabajador, dedicado a su misión sobre la tierra que no es otra sino abrillantar ese deporte glorioso que asumimos como nuestro hace ya siglo y medio. A Tony Peña hay que concederle en exclusividad el extrainning, para reconocerle su caballerosidad en el terreno y esas dotes de sabueso que huele con antelación las mañas ajenas, que descifra la estrategia del rival, que busca remedios preventivos con presteza y conoce antes que el propio interesado cuándo los puntos flacos aflorarán con las consecuencias negativas.

El cibaeño tiene el cielo ganado y ojalá Aqueronte no llegue antes que él arribe a Cooperstown. Su carrera profesional cuenta con guarismos suficientes y remontó ya las estadísticas de la decencia. No se olvida ese estilo detrás del plato. Con los Piratas del Pittsburgh y de William -Bill-Stanley Mazeroski; con los Cardenales de San Luis y de Julián Javier; con los Medias Rojas de Boston y de Pedro Martínez; con los Medias Blancas de Chicago y de Ozzie Guillén; con los Astros de Houston y de César Cedeño (con perdón de Temis). Acomodado en el suelo en una posición imposible, guiaba con maestría los lanzamientos hacia esos ángulos imprevistos para el bateador más avisado en la geometría del bateo eficiente. Al ladrón impenitente lo sacaba de circulación con unos disparos potentes, certeros, supersónicos, sin que se le notara esfuerzo alguno o se entendiera cómo producía esos milagros a contrapelo de la física del cuerpo. El yogui con máscara, mascota, pechera, mucha inteligencia, amor propio y residencia grande detrás del plato.

Luego, incursionó en la conducción y se graduó con los máximos honores en el 2003: mánager del año. Fue cuando reescribió la historia perdidosa de los Reales de Kansas City: por primera vez terminaron la temporada con la contabilidad de ganados y perdidos en positivo. Tampoco es Antonio Francisco Peña Padilla el señor de lo imposible, y por eso se escudó en la vergüenza propia y se marchó a casita tras esa derrota ya famosa frente a los Blue Jays del Toronto allende las fronteras de la Unión. Superávit de jugadores malos, condena eterna al sótano. Se lo sacaron los Yankees, y ahí está como coach de primera, y al primero que entrevistaban cada vez que las veleidades de Steinbrenner, el dueño ahora difunto, se llevaban al mánager de encuentro.

Este episodio de la épica beisbolera nuestra importa porque ensancha las fronteras del deporte rey. De rigor resaltar otros héroes, como el endiablado Robinson Canó, cruel al infinito con el bate amenazante, verdugo de lanzadores rivales: quince inatrapables en treinta y dos visitas al plato. Y de ellos, dos jonrones, seis dobles y seis carreras para cargar la pizarra de un solo lado. Cuando se pidió a los fanáticos de todo el mundo que votaran para la conformación de un equipo de estrellas, los astros dominicanos brillaron. Además de Canó, Edwin Encarnación, José Reyes, Nelson Cruz y el lanzador Fernando Rodney figuraron en la selección. Con tantas prestaciones en el terreno, dudas no hay de que serían capaces de vencer en cualquier partido de ligas mayores.

Desde el inicio mismo del Clásico Mundial de Béisbol se hizo hincapié en la profundidad de la escuadra dominicana. Las estadísticas de bateo apuntaban hacia una producción suficiente de carreras. Los tiradores nuestros, duchos en el manejo exploratorio de todos los recovecos del home plate y las alturas, se perfilaban como difíciles, intocables a lo Elliot Ness. Asegurado el relevo desde la primera victoria con Rodney de mesías, quedaba el imponderable de la disciplina, la que brilló por su ausencia en esa otra jornada del deshonor. Tony Peña en acción, y también la presión de todo un pueblo que reclamaba a viva voz resultados, que no se conformaba con la mediocridad ni las medias tintas.

Cubramos otra parte del diamante, muy trascendente. Este torneo ha sufrido tradicionalmente de anemia crónica por la inflexibilidad de las Grandes Ligas organizadas. La corporación ve el Clásico como una distracción y un peligro para peloteros que valen millones de dólares. Hubo una baja, y ojalá llegue la recuperación antes de la apertura de la temporada. La televisión, el gran poder detrás de los deportes de competencia, profesionales o de aficionados, había enfocado sus cámaras para otro lado.

Esta vez fue diferente, y lo he disfrutado con la bilirrubina dominicana muy subida. Participaba como otro más en un panel en el Washington Post sobre la reforma de los estatutos norteamericanos de inmigración. Uno de los expositores era una de esos puertorriqueños exitosos, que ha hecho millones y millones de dólares pese a la desventaja de provenir de ese paquete que llaman minorías. Con un toque jocoso del moderador logré embasarme: "…nacido en Puerto Rico, el equipo perdedor en el Clásico frente al campeón, República Dominicana, cuyo embajador…" Resonó el aplauso en aquel auditorio donde otrora había otros estrépitos, los de las viejas rotativas que ahora, asordinadas, han sido trasladadas al contiguo estado de Virginia.

En misión oficial ante un selecto grupo, en un sentido recordatorio de la apertura de nuestro país a un grupo de refugiados judíos cuando el terror nazi replicaba los pogromos de la Rusia imperial. Otro aplauso cerrado a la mención de República Dominicana como titular del Clásico Mundial de Béisbol.

Esta vez la televisión enfocó las cámaras. ESPN, que con sus diferentes canales en la televisión por cable cubre los deportes a nivel mundial, transmitió todos los partidos. Mejor aún, en los programas de comentarios el tema del Clásico era material obligado. Hablo del ESPN en inglés, el que escucha y ve la gran fanaticada. Una y otra vez el análisis se centraba en el pelotón dominicano, en su potencial, en la descripción de las habilidades de los nuestros. Si hay televisión es porque los presupuestos publicitarios así lo determinan. Sin comercio no hay deporte que sobreviva a nivel masivo. La buena cobertura mediática es muy buena señal para una lid que hasta ahora provocaba bostezos.

Confieso una lealtad dividida y subdividida. Mi pasión deportiva también apuesta por el fútbol, no el americano, sino el que se juega con los pies y se piensa con la cabeza en los cinco continentes, el deporte más próximo a la universalidad y que desemboca cada cuatro años en la Copa Mundial. De esa disciplina deberían copiar los jerarcas y los países donde se juega el béisbol. Las selecciones nacionales tienen precedencia sobre los equipos. A las convocatorias acuden presurosos los elegidos, no importa en qué punto de la geografía estén demostrando sus habilidades futbolísticas. Una vez cumplido el compromiso que se estima patriótico, vuelven al redil comercial de los equipos profesionales.

La Federación Internacional del Fútbol (FIFA) es señora de horca y cuchilla en todo lo referente a ese deporte. Diseña los calendarios de las distintas competiciones, otorga las sedes de los mundiales, premia y castiga. Esa circulación de los equipos y selecciones a lo largo y ancho del mundo ha ampliado el atractivo del fútbol. Los llamados partidos amistosos llevan, por ejemplo, la selección argentina a China o Arabia Saudita. Los turcos se van a Camerún, los españoles recalan en Chile. Los distintos clubes organizan giras ambiciosas cuando terminan las temporadas. El Barcelona, entre cuyos seguidores me inscribo sin fervor independentista, estuvo en Washington el verano pasado, enfrentado al inglés Manchester United. Igualmente, el Real Madrid se fue a Los Ángeles a derribar al Galaxy, sin importar que David Beckham estuviese de atalaya en el terreno medio.

Las reglas del deporte son las mismas en todos los países. No se juega el béisbol bajo un estatuto acomodado en Cuba o República Dominicana. Tampoco difiere el fútbol de Costa de Marfil del que se practica en Catar. La diferencia hay que buscarla en cómo viven los hinchas el deporte. En este Clásico del Béisbol, los dominicanos celebraron con el calor caribeño de siempre, y en San Francisco ignoraron la lluvia inacabable y las temperaturas traicioneras que avienta la bahía y que reducían las fuerzas patrulleras de los hermanos Alou cuando jugaban en el Candlestick Park.

Ha habido críticas en los medios presumiblemente ilustrados en contra de la conducta del fanático dominicano. Me rebelo ante la presunción de superioridad en las gradas, que no en el terreno de juego porque a todos derrotamos en buena ley, sin que una sola mácula afeara el palmarés de los criollos. Interviene la cultura, y esta imposibilita juzgar a todos por el mismo rasero. Al dominicano, bullanguero, de sangre caliente, con el sentido del ritmo codificado en el ADN desde el momento mismo de la concepción, no se le puede pedir que se comporte en el estadio de pelota como un inglés en un desafío de tenis, otro de mis apetitos deportivos. Despliega manifestaciones propias y ninguna, por lo que vi, riñe con la etiqueta aceptable.

Aquellos plátanos en las graderías, llevados y traídos con el orgullo de quien no los aparta de la dieta diaria pese a las advertencias risibles de que adelantan la estulticia, son una expresión legítima de la idiosincrasia dominicana. Me atrevo, incluso, a una lectura diferente, quizás movida por un deseo recóndito de que sea el motivo real. Cuando veía agitar aquellas manos, de la musácea, claro está, me llegaba un mensaje profundo de reivindicación. Porque se nos tiene por subdesarrollados, y lo somos, asimilables a latitudes de ignorancia donde también se come y cultiva el plátano. Y, sin embargo, esos peloteros, aplatanados en el Norte pero también crecidos a base de mangú, arrollaban todo y a todos a su paso. Y sí, producimos un vegetal que nunca ha llegado a la cocina de categoría. Y también unos peloteros excepcionales, con músculos desarrollados en la pobreza pero con la potencia de vencedores.

Esos plátanos no los veía verdes porque no había llegado a la madurez, sino porque simbolizaban la esperanza de que también un día escalaremos estadios superiores, no solo en el béisbol sino en una mejor calidad de vida para todos. Porque si triunfamos en el deporte, si nuestra escuadra subió a la cima invencible, hay la posibilidad cierta de que con igual pasión, con igual dedicación y entrega, también podamos ganar muchas otras batallas. Y celebrarlas con tostones, que tanto gustan a Isabel II cuando se los prepara su chef marielito Elio Gutiérrez, y que resisten orgullosos hasta una carga leve de caviar.