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En las aulas de la muerte

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En las aulas de la muerte

Como era de esperarse, una matanza más en una escuela norteamericana. Reabierto, pues, el debate sobre el exceso de armas en poder de la población civil, la facilidad para adquirirlas y los factores abiertos y encubiertos que empujan a la comisión de tantos actos similares de barbarie en una de las sociedades más avanzadas.

No hay respuestas fáciles, pero resuenan aquellas palabras del entonces presidente Barack Obama en el epílogo de otra tragedia, esa vez en la escuela primaria Sandy Hook, en Newton, estado de Connecticut, mientras las lágrimas se despeñaban cuesta abajo por su rostro compungido: “Tenemos que unirnos y tomar decisiones significativas para prevenir tragedias como esta, sin importar banderías políticas”. En un tuit, Donald Trump lo apoyaba plenamente.

Era diciembre del 2012 y la muerte a mansalva de 20 niños entre cinco y siete años de edad, además de seis maestros y empleados administrativos, estremecían y enternecían corazones por doquier, pero aquel sentimiento colectivo de desolación e impotencia ante la epidemia de violencia ciega no produjo resultado concreto alguno. El lobby a favor de la posesión personal -e ilimitada-, de armas es demasiado poderoso. La Asociación Nacional del Rifle (NRA) se ha erigido en el baluarte defensivo y ofensivo de quienes aprovechan un oscuro párrafo constitucional de hace casi tres siglos para que pistolas, rifles, revólveres y escopetas en la calle superen al número de habitantes del país más rico del mundo. Y como recordaba la joven estudiante Emma González, de la escuela de Parkland, Florida, escenario de la última tragedia, el hoy presidente estadounidense recibió de la NRA 30 millones de dólares para su campaña.

Marjory Stoneman Douglas High School es un liceo secundario en una de esas barriadas del Miami suburbano hinchadas por la inmigración. El apellido de los pobladores revela el cambio demográfico que ha transformado el sur de la Florida en territorio hispanoamericano. Los estudiantes, adolescentes ya, han atronado las redes sociales y cuantos espacios de diálogo se han abierto para amplificar la voz del sesenta por ciento de los norteamericanos que desean controles más estrictos en el comercio de esos artefactos mortales.

De sobrevivientes, han pasado a conciencia de un segmento de la sociedad en catarsis cuasi permanente por la frecuencia con que las armas de fuego cumplen su propósito mortal. Se les ha visto y oído por todo el estado de la Florida, frente a la Casa Blanca, el Capitolio, y poner en apuros a Trump y al senador Marco Rubio. La falsedad, tan afín a la política, se ha vuelto contra los actores en el teatro del absurdo que es allí el armamentismo civil. Remedios los hay, pero la clase política rehúsa patentizarlos.

En los Estados Unidos, con los 18 años adviene el derecho a adquirir legalmente un rifle de alto poder como el AR15 que usó Nikolas Cruz para llevar el luto a 17 hogares, no así para comprar alcohol, tabaco o votar en las elecciones. Hay que esperar tres años más, y el celo en el cumplimiento de la legislación restrictiva del consumo de bebidas alcohólicas es tal, que hasta un viejo como yo debe probar que alcanzó la mayoría de edad antes de que le sirvan una copa de un espumante de mala muerte en una de esas bodegas en el Valle de Napa.

En confirmación del desvarío que emponzoña la acción política en los Estados Unidos, sirvan de ejemplo dos decisiones recientes del congreso estatal de la Florida enlutada, apenas días después de la balacera homicida en Parkland. Por un lado, rechazó considerar la prohibición de los rifles de asalto y los cargadores de alta capacidad. Por el otro, declaró la pornografía “dañina a la salud”. O sea, el sexo que los medios audiovisuales nos proveen, enrarecido o no, distorsionado y hasta falsificado, es peor que el potencial exterminador del arma con que se han producido las peores matanzas en las últimas cinco décadas en los Estados Unidos.

Curioso que el término pornografía tenga menos años que las armas de fuego. Al porno se accede libremente, y toda restricción en los Estados Unidos se reduce a que protagonistas y consumidores sobrepasen los 18 años. En cambio, de nada sirven la volición y el raciocinio contra las balas provenientes de una pistola automática o un rifle de alto poder modificado, como el que sirvió a Stephen Paddock para ultimar a 58 personas en octubre del año pasado en Las Vegas.

Traducida como “ilusión”, la expresión en inglés wishful thinking encaja con más precisión para describir a quienes colocan en su lista de deseos imposibles el éxito de la movilización de los sobrevivientes de la masacre en Parkland. A los que aparcan el cinismo para anhelar que el clamor de esos chicos traumatizados por la violencia empuje a los legisladores a regular con efectividad el comercio de armamentos, a prohibir aquellos más letales y menos apareados con la idea de la defensa personal. Porque han estado en el infierno en que se convirtieron en unos minutos las aulas del liceo floridano, esos jóvenes devenidos activistas cuentan con aval suficiente para convencer de cuán desgraciado se es allí, de cuánto dolor se sufre, de cuánto cuesta perder a un compañero de aula en tránsito a la mayoría de edad. Hablan con propiedad de víctimas con las que compartían a diario antes de la fecha fatídica. Quienes murieron, apenas se iniciaban en la vida. Su desaparición violenta, a destiempo, debería producir más que palabras de pesar, esas acciones concertadas de que hablaba Obama en aquel trágico diciembre de hace solo cuatro años.

Fuerza a una y mil reflexiones ese documental magnífico, Bowling for Columbine, a propósito del tiroteo protagonizado por dos adolescentes en la escuela del mismo nombre y que dejó 15 muertos, en 1999. Michael Moore explora con ojo crítico la pasión estadounidense por las armas e inquiere por qué al otro lado de la frontera, donde también son lícitas, no ocurren esos hechos horrendos. Concluye en que la cultura del miedo e inseguridad que a su juicio alientan el Estado y los medios, desemboca en violencia y compra de armamentos. En Canadá filma gente que deja sin asegurar con llave la puerta de entrada a la casa, sin temores infundados ni pueblos como Virgin, en Utah, y cuatro ciudades norteamericanas más, donde una reglamentación local obliga a la posesión de por lo menos un arma.

Puede que Moore acierte, y sea su convencimiento el espejo en que debamos mirarnos preventivamente los dominicanos. Comprobado está que a raíz de cada balacera, aumenta la venta de armas. En la visita de los estudiantes de Parkland a la Casa Blanca, Trump planteó como solución el entrenamiento militar de profesores, bajo el alegato de que de haber estado armado el instructor de futbol que protegió con su cuerpo a varios estudiantes, no sería un número más de la contabilidad sangrienta. Por el contrario, habría despachado de un balazo a Nikolas Cruz. La inseguridad cierta, infundada o exagerada que trastorna la rutina dominicana, dobla como incentivo para la “necesidad de un hierro” que se pregona a diestra y siniestra como solución.

A diario, 93 estadounidenses mueren por disparos. Estadísticas tenebrosas que, empero, no cierran la brecha entre quienes toman partido a favor y en contra de la posesión incondicional de armas. Cuestión de tiempo antes de que el fantasma de la violencia se haga realidad en cualquier escuela estadounidense. A menos que lo nuevo en el viejo debate, el activismo de estos jóvenes sensibilizados por tanta sinrazón, impacte con más fuerza que el negocio de las balas.

adecarod@aol.com