Encuentro fortuito con Manuel del Cabral

Hace ya 40 años, en 1969, tuve un encuentro fortuito en Buenos Aires con Manuel Del Cabral, un poeta que había capturado mi atención adolescente en los inicios de los 60, maravillado por la vertebración de los versos esenciales que forman la épica sencilla de Compadre Mon ("Por una de tus venas me iré Cibao adentro. / Y lo sabrá el barbero, aquel que los domingos/ te podaba las barbas/ como quien poda un árbol de la patria."). Junto a la reivindicación de una raza que habita en Trópico negro ("Hombres negros pican sobre piedras blancas, / tienen en sus picos enredado el sol.
/Y como si a ratos se exprimieran algo.../ lloran sus espaldas gotas de charol."). La reflexión existencial de Los huéspedes secretos y la ternura poética de Chinchina busca el tiempo. Lecturas reforzadas por el canto patriótico de La isla ofendida y el texto autobiográfico Historia de mi voz, obras que encontré en 1966 en una librería de la Alameda Bernardo O'Higgins.
En esa época yo residía en Santiago de Chile, donde el poeta había encabezado previamente nuestra legación diplomática. De esa gestión había quedado una huella amable, testimoniada por la reducida colonia de estudiantes dominicanos que tuvieron contacto con él. Y múltiples anécdotas recogidas entre los libreros santiaguinos, para quienes Del Cabral era todo un personaje, debido a sus diarias incursiones por sus locales, en los cuales discurría en estancias prolongadas.
Al producirse ese "close encounter" con una personalidad realmente intergaláctica, quedé tan impresionado que no pude contener el impulso de compartir aquella experiencia. Al regresar a Santiago escribí unas notas que raudo envié a mi amigo Rafael Molina Morillo, director de la legendaria revista ¡Ahora!, quien publicó la colaboración en el número 296, del 14 de julio de 1969. Aunque luego traté de ubicar esta columna, el intento había sido infructuoso, incluido el repaso de la colección encuadernada del distinguido editor. Como en las historias de ovnis narradas por Steven Spielberg en su afamado filme, temía que mi artículo hubiese sufrido una abducción de manos de extraterrestres. Algo nada extraño al tratarse de Manuel Del Cabral, un ser convencido de estas cosas.
Afortunadamente, esta semana pude rescatar el artículo, gracias al Centro de Documentación de Funglode, que ha indizado y escaneado la colección de ¡Ahora!, auxiliado por las bibliotecarias Arsenia Miranda y Cinthia de la Cruz. Quiero compartir con mis lectores, como aquella vez, esa primera aproximación al fabuloso ser humano que fuera Manuel Del Cabral. Ahí va, como se publicó en 1969.
"Era primavera y me encontraba en Buenos Aires, buscando en sus calles la brisa que en verano no encontré y quizás atraído por la idea de redondear la experiencia que un percance azaroso me impidió. De sus calles conservaba la insoportable humedad del verano y un deambular incierto con los bolsillos vacíos, trasquilado como cordero por alguien que entonces disfrutó mi dinero.
"Buenos Aires es muchas cosas y en primavera más. Sus arterias se cargan de vida, de colorido, de indisimuladas sonrisas por el arribo de una nueva estación más benigna, tal vez la más benigna. La limpidez de su ancho cielo se une umbilicalmente con el verdor arrogante del Rosedal, inmenso cinturón vegetal de la ciudad. La alegría desbordante culmina en carrozas alegóricas que bajan por Santa Fe, internándose en el centro mismo de la urbe, en Florida, la calle de los transeúntes, libre de vehículos motorizados.
"La primavera se asoma también en los enormes y espumeantes vasos cerveceros que cubren las mesitas de los bulevares porteños. Y en esa plática calmada junto a los parlantes que disparan un bandoneón acompasado en tango -quizás Piazzolla- o los Fronterizos zambeando las montoneras de algún caudillo célebre.
"Pero Buenos Aires es una ciudad hecha de libros que se amontonan en las esquinas, a lo largo de las aceras, en quioscos y carritos. Y están las innumerables librerías con las estanterías repletas, con largos mesones cubiertos de títulos y tapas hermosamente diagramadas. En uno de esos locales, sin quererlo, conocí a Manuel Del Cabral.
"Buscaba un libro por el cual había trasteado en un buen número de librerías, con una leve esperanza de encontrarlo, pues las referencias eran que estaba agotado. En esos menesteres de hurgar estanterías, me llamó la atención la presencia de una persona que no paraba de hablar sobre la cosmonáutica, acerca del encuentro de la literatura con la ciencia, sobre la ciencia ficción.
"Su acento no era porteño, delataba una tonada familiar, un lento sube y baja fonético. Me acerqué intrigado para percatarme de la corazonada que en esos momentos me asaltó. Estuve observando unos minutos, tratando de evitar prudentemente que mi víctima percibiera mi presencia indagatoria. Ya casi no me cabían dudas de que era Manuel Del Cabral. Aquel sujeto avejentado, con hondas entradas en la frente, los bigotes grises y la infaltable camisa oscura combinada con una corbata contrastante.
"Conocía una foto aparecida en la solapa de Antología Clave. Además, tenía buenas referencias -recogidas en Santo Domingo y en Santiago de Chile- del temperamento torrencialmente extrovertido del poeta. (Creo que un anecdotario del poeta sería digno de antologarse).
"En esa labor de confrontación de antecedentes me encontraba cuando fui sorprendido. "Usted se parece a Bradbury, a Ray Bradbury. ¿Lo conoce? El de las Crónicas Marcianas". Asentí, un poco turbado, con una sonrisa inocente. "Pero hasta viste como él", remachó con entusiasmo de adolescente. (A todo esto, el librero que le servía de interlocutor, de oidor para ser exacto, tuvo un respiro de alivio al librarse de la atención de este hombre que a todas luces era un asiduo del local).
"Pronto me recuperé y retomé la ofensiva. Le pregunté sin preámbulos su nombre, cierto ya de que no me había equivocado. Con un toque de solemnidad me dijo que no era tan conocido como Bradbury, pero que también escribía, y que tenía varios libros publicados y que se llamaba Manuel Del Cabral. Grande fue su asombro cuando supo que estaba frente a un compatriota, y que además conocía su obra poética. Sólo atinó a decirme: "Muchacho, ¿y se dan tan robustos ahora?", aludiendo a mi estatura y a la engañosa fortaleza ocasionada por el forro interior de mi chaquetón de corduroy.
"Conversamos de Chile, sus hermosas mujeres -que Del Cabral piropeaba galante en mi acompañante-, de amigos comunes sobre los cuales él inquiría información. Llegamos al punto de origen, al necesario tema de Santo Domingo, a la intervención norteamericana, a la literatura que lleva el sello indeleble de la guerra. Le hablé del repunte que había tenido el cuento y la poesía, de los escritores jóvenes.
"Pero Del Cabral habita en sus laberintos, en su cosmos personal, añoso, persiguiendo sustancias gnósticas, cavando en su cráneo alucinado, en busca de los gérmenes de la ficción. Fruto de estas vivencias del poeta es su libro Los Relámpagos Lentos, incursión en la crónica fantástica.
"Este encuentro con Del Cabral me dejó dos libros y algunos encargos para ser llevados a Chile. Pero también la impresión de un Manuel Del Cabral verdadero, con su pedantería inofensiva ("Ya he crecido tanto, que para ver al hombre tengo que arrodillarme. Pero, ¿por qué volver al límite?", Los Relámpagos Lentos, Suramericana, Buenos Aires), girando siempre en su delirante ámbito planetario."
La vida nos volvería a juntar en la plaza esquizofrénica que revitaliza la Zona Colonial, en la mesa de Carlos Gómez Doorly o en la de Tony Raful y su peña de tres. En la Esquina de Tejas, a pocos pasos de su morada, en el hogar de su hija Peggy, donde me abriría las alas de su corazón de niño, alegre y agradecido, al escucharme decirle que él era el poeta del agua. Ya lo había afirmado a su modo Paul Éluard, al ponderar su definición poética de este elemento vital ("La del río, ¡qué blanda!/ Pero qué dura es ésta: / ¡La que cae de los párpados/ es un agua que piensa!").
Y es que el agua se filtra, se posa, se derrama, fluye gravitante y tórrida en la poética erótica, en la cavilación metafísica, en la épica cibaeña o en el registro enternecido del padre que sigue los pasos a su hija:
"Cuando aún no se sabía si tú eras lluvia o Chinchina: cuando tú salpicabas de cielo los pies con sueño de los aguateros; ya ibas tomando forma de algo...
Entonces, el hombre... (casi el hombre) quiso encerrarte en una cosa... dijo que era necesario contar tus pasos, tus palabras, tu presencia.
Pero Chinchina, el hombre no sabe que tu sonrisa ha llegado; el hombre no sabe que tu sonrisa no cabe en el tiempo.
Sin embargo, el agua todavía comenta tu sonrisa."
"Este encuentro con Del Cabral me dejó dos libros y algunos encargos para ser llevados a Chile.
Pero también la impresión de un Manuel Del Cabral verdadero, con su pedantería inofensiva.
José del Castillo Pichardo
José del Castillo Pichardo