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Entre Karl y Vladímir: prolegómenos de una revolución

A diario, durante varios meses, Karl Heinrich Marx llega sobre las diez de la mañana, y algunas veces más temprano, al British Museum y se sienta invariablemente en la butaca marcada con el número siete. Tiene poco más de treinta años y una vida intelectual y política muy activa. Nacido de raíces judías en 1818 en Tréveris, una ciudad del reino prusiano, y en consecuencia alemán, el joven Marx ya había escrito, cuando instala sus posaderas en el célebre museo londinense, cinco libros, generados por su efervescente espíritu crítico. De entre ellos destaca el “Manifiesto Comunista”, escrito conjuntamente con su inseparable amigo Federico Engels, dos años menor que él y también procedente de la Prusia renana. Habían escrito antes, ambos a dos, cuando el primero tenía veintisiete años y el segundo veinticinco, “La sagrada familia”, un alegato crítico contra la filosofía hegeliana.

En la butaca siete del Museo Británico, Marx escribe su obra cumbre, El Capital, cuyo primer tomo publica en 1867 cuando tenía ya cuarenta y nueve años. Al morir en Londres en 1883, a los sesenta y cinco años de edad, no vería publicados los dos tomos siguientes de su libro, labor de la cual se encargaría Engels como un homenaje a su íntimo amigo, cuyas ideas compartía plenamente.

Antes y después de la aparición de El Capital, Marx desarrolló una intensa vida política en Francia, Inglaterra y Bruselas, escribiendo en revistas, entablando polémicas, debatiendo con los jóvenes filósofos, estableciendo las ideas fundadoras de la dictadura del proletariado, lo que le llevará varias veces a los tribunales de justicia, a la cárcel y a expulsiones de los territorios que visitaba. El Capital no tuvo gran acogida entre alemanes y franceses. Sin embargo, en la Rusia zarista logró una recepción espectacular, a pesar de que Marx nunca visitó esa gran nación ni la tuvo en su pensamiento filosófico ni en su ideología insurreccional. Lejos estuvo Marx en pensar que sus ideas terminarían cobrando vigencia y solidez en la lejana Rusia, donde su obra sería dada a conocer en 1872, cinco años después de su aparición en Londres.

¿Cómo era la Rusia que entonces recibía el pensamiento de Karl Marx? El país más extenso del mundo. Catorce husos horarios. Ciento veinticinco millones de habitantes. Cien grupos étnicos (Los rusos apenas constituían la mitad de la población). Una inmensa sociedad fundamentalmente rural. Un 95% de la población vivía de la agricultura. Desolación, ruina, atraso, hambre y sobrevivencia en todos los niveles, salvo una exclusiva casta que disfrutaba sus lujos y mostraba abiertamente su ostentación casi como una gracia divina. ¿Y políticamente, qué sucedía en Rusia? Los anarquistas, con su líder, Bakunin, luchaban a muerte contra los socialistas por tomar el control de la lucha a favor de la clase obrera y en contra de la burguesía. Los anarquistas eran partidarios de los magnicidios y, al final, después de muchas volteretas terminaron en el anarcocomunismo, hasta que la historia se encargaría de colocarlos en la gehena. Los zares dominaban la escena con su extraordinario poder. Y mientras “las condiciones objetivas” estaban dadas, ante el creciente malestar social, el boato zarista y las múltiples deficiencias del tren imperial, la revolución germinaba calladamente, todavía sin nombre ni apellido. Había ascendido al trono quien terminaría siendo el último de los zares, Nicolás II, sin talla física ni vuelo intelectual ni gerencia administrativa. Un auténtico fiasco.

Entonces llegó Vladímir Ilich Uliánov. Un revolucionario profesional. Lo decía él mismo: “El partido debe limitarse a los revolucionarios profesionales. Las masas solo deben ser instrumentos de esa minoría rectora”. No todos compartían ese criterio de quien sería conocido en la historia simplemente como Lenin. Y se armó la pendencia, dando lugar al fraccionamiento, el mismo que ha perseguido históricamente a los grupos comunistas en todas las latitudes. Lenin y sus seguidores crean el centralismo democrático (en verdad, sería antidemocrático) y así nacen los bolcheviques. Yuli Mártov, que lo contradecía en sus argumentos y que temía a la dictadura, encabeza la facción moderada, los mencheviques. Mencheviques quiere decir minoritarios, pero el grupo de Mártov era mayoría frente a los bolcheviques, que significa mayoritarios. Lenin se impuso, excluyó con astucia deliberada a sus contrincantes en el Comité Central, escribió un folleto titulado Un paso adelante, dos pasos atrás, donde descalificaba a los pobres mencheviques de traidores, y el resto fue historia. La última gran religión monoteísta, fundada por Karl Marx –según me lo recuerda Juan Eslava Galán– se escindía en el mismo instante de su nacimiento.

Mientras, el caldero estaba hirviendo. Una Rusia lastimada en la guerra por la derrota contra los japoneses, veía languidecer a sus escuálidos campesinos y a obreros que no podían calzar los pies de sus hijos ni techar debidamente sus pobres viviendas. Sus mujeres gastadas por la edad y la vida de carencias en que sobrevivían junto a sus críos. En los palacios, corría el champagne francés, había vodka abundante, bien destilado, gran reserva; calefacción, criados que iban y venían con sus bandejas repletas de platos exquisitos, las mujeres perfumadas y vestidas conforme las reglas parisienses. Estaba claro, pues. Eran dos bandos, los del capital y los del trabajo. Los poderosos y los proletarios. La injusticia era la norma y la fe en el futuro inexistente. Urgía una transformación. Las ideas comunistas resultaban atractivas: el obrero debe ser dueño de los medios de producción-se debe crear una sociedad sin clases-sólo con las armas se podrán eliminar las clases y establecer la dictadura del proletariado-la plusvalía debe ser del que trabaja-de cada cual según su capacidad-a cada cual según su necesidad. Para Lenin no entraba en el debate su premisa mayor: la insurrección armada era el único camino para establecer el socialismo. Tosco, de silueta baja y fornida, calvicie prematura, ojos rasgados, personalidad sin atractivos, modos bruscos de hablar, de risa sarcástica y de rigurosidad excesiva, producía sin embargo en las masas lo que Richard Pipes llama “un impacto hipnótico”. No daba paso a ninguna disidencia, su criterio era infalible y la marca de su personalidad y de su pensamiento se imponía sobre toda regla habitual.

La rebeldía le venía de fábrica. Su hermano mayor, Alexandr, era dirigente político de corte ecléctico, había leído a Marx y a Plejánov (a quien Lenin conocería años más tarde durante su exilio en Suiza), creía en el terrorismo como método de lucha y se inscribió en una conjura con el propósito de asesinar al zar. Cuando Lenin tenía diecisiete años de edad y no se interesaba entonces en la política, Alexandr Uliánov fue apresado con una bomba con la que pretendía cumplir su misión de eliminar al emperador ruso. Fue ejecutado. Desde entonces, comenzó a crecer en el muy joven Vladímir Ilich Uliánov ideas y planes con los que, años más tarde, comandaría su propia escuadra poítica. En su intenso trabajo de conformación de la acción revolucionaria, tendría por delante la ayuda alemana: primero, las ideas de su maestro Karl, y luego una secreta financiación que salía de las arcas del gobierno germánico que permitió que el bolchevismo creciera como la espuma y en pocos meses se hiciera con el control de la revolución. El escrito de la butaca siete del British Museum comenzó a dar sus frutos.

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