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Entre Machado y Borges, tramoyas

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Entre Machado y Borges, tramoyas
Antonio Machado

Ediles con neblinas cerebrales –que se cocinan en cualquier sartén– promueven en Cataluña por estos tiempos que el nombre de Antonio Machado sea borrado de calles, plazas y avenidas... por franquista. Ignoran los ilustrísimos concejales que un catalán, en plena era de Franco, biografió los caminos del aeda atribulado y consiguió que millones reconociéramos, verso a verso, las huellas del gran poeta que huyendo de la guerra –con su nómina de huesos, con su redoble fúnebre, con sus pasos de acordeón, con su palabrota, como la cantara Vallejo– se fue de Madrid a Valencia, de Valencia a Barcelona y de Barcelona al pueblito francés de Colliure, muriendo lejos del hogar, donde le cubrió el polvo de un país vecino.

La historia de la poesía es una iteración de sueños, de mitos, de imágenes. La vida de los poetas corre siempre, en todas las latitudes, la misma suerte de candidez ingénita y cuenta la misma crónica de olvidos, acechanzas y delirios que, a veces, sólo desaparecen una vez se hincha la aureola gris de la vejez o los soponcios oscuros de los días finales.

Antonio creyó, como la juventud de su tiempo, que era necesario luchar por una España nueva y más limpia. Se entregó a ese objetivo junto a los demás jóvenes importantes de su época –Unamuno, Pío Baroja, Valle-Inclán, Benavente, Azorín- y ese “noble impulso de ganar batallas de luz y de justicia para la nueva patria” dio nacimiento a la Generación del 98.

Y, luego, en la aventura modernista, fue Rubén. “Lo único que hoy tenemos, todo lo demás es nada”, sentenciaría Juan Ramón Jiménez. Y Machado asiente: “Es nuestro hermano mayor”. Recuerdo ahora a Domingo Moreno Jimenes, que en una tarde inolvidable de larga conversación en su humilde casita del Barrio de Mejoramiento Social me decía: “Entonces habían muchas estrellas, pero el único sol era Darío”. Y Darío afirmaría años más tarde de Machado: “La luz de su pensamiento casi siempre se veía arder... Era luminoso y profundo como era hombre de buena fe”.

Machado era un poeta a quien le pesaba y dolía el corazón (“Oh el alma sin amores que el universo copia/ con un irremediable bostezo universal”). Hizo un camino andando sobre piedras y zarzas, pero también sobre nardos y laureles, porque para él ser literato valía tanto “como ser zapatero de viejo o constructor de jaulas para grillos”. Y al llegar el día del último viaje, y al partir en la nave que nunca ha de tornar, lo encontraron a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar.

*****

Los borgianos nunca terminamos de leer por completo a Borges. No importa que uno crea que ha leído todo lo suyo, en algún momento uno se reencuentra con el trozo de un ensayo, con un poema, con uno de sus cuentos, y descubrimos nuevos estrépitos y nos sacudimos con nuevos temblores.

No soy un borgiano fetichista que anda a la caza de toda su escritura, la elevada y la maldita. Busco siempre al Borges fundacional que en un trazo narrativo o en el lenguaje cifrado de un poema me permite repensar la literatura como un hecho sustancial y necesario. Busco siempre al Borges embrionario, sentimental, irónico, mordaz, sentencioso y destinista que me recuerda que la vida es “un asombro continuo, una continua bifurcación del laberinto”.

Me fascina siempre, en cada reencuentro, el Borges bonaerense, milonguero, quejoso. El Borges que creció en el barrio de Palermo “en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses”. El Borges inquisidor, conquistador, contendiente y derrotista. El Borges que busca ascendientes de espada y gloria. El Borges que se compadece de su propia agonía existencial, de su doble condición de señor y poeta que “ha de arrastrar el viento del tiempo, que es más largo que el pecado y la contrición”.

Hace pocos meses conocí a un nuevo Borges. El Borges tanguero. Desconocía a ese Borges. Aparecieron, sabe Dios bajo cuáles artilugios, cuatro charlas grabadas en la privacidad de una casa de probables amigos, donde Borges recorre la historia, la tenacidad, las orillas y los compases del tango que no nació, en su decir, en el arrabal ni en el suburbio, sino justo en el lugar donde años después surgiría el jazz, en los Estados Unidos. Quiso decir que el tango, como el jazz, nació en “las casas malas”, con piano, flauta y violín. Y luego se agregó el bandoneón que vino de Alemania, como el acordeón dominicano. El tango, Borges lo admite, tuvo un origen infame, orillero. Reptil de lupanar, lo llamó Lugones. Entre guapos, malevos y compadritos, nació el tango. Y tuvo, dice Borges, raíces en la milonga y en la habanera. Epopeya del canto llorón, lastimero, que comenzó teniendo una letra indecente, traviesa, y que luego comenzó a entristecerse hasta hacerle decir a Enrique Santos Discépolo –que no a Ernesto Sabato como afirmaba Borges– que el tango “es un pensamiento triste que se baila”.

“Todo hombre de letras que toca un tema popular corre el albur, el seguro albur de exagerarlo”, dice Borges. Y algunas equivocaciones pueden subyacer en este “nuevo” libro suyo que aparece recién como para que nunca su historia se acabe. Borges inagotable. Yo lo creí milonguero, pero no. Borges, simplemente, es argentino. Un año antes de que ofreciese estas charlas caseras, o sea en 1964, escribió un poema al tango que siempre me hizo pensar que lo odiaba: “Esa ráfaga, el tango, es diablura,/ los atareados años desafía;/ Hecho de polvo y tiempo, el hombre dura/ menos que la liviana melodía, / que sólo es tiempo. El tango crea un turbio/ pasado irreal que de algún modo es cierto,/ el recuerdo imposible de haber muerto/ peleando, en una esquina del suburbio”.

A Borges lo releo los domingos. Un domingo como cualquier otro domingo: silente, vacío, tedioso, rutinario, odiable. Y lo redescubro al amparo de la noche, de la larga historia de su noche, que desde una temprana mañana empuñó la alquimia de los riesgos para convertir en símbolo y en humo las marcas de sus legados y los ecos de sus signos. Que no cesan.

“¿Dónde estará (repito) el malevaje/ que fundó en polvorientos callejones/ de tierra o en perdidas poblaciones/ la secta del cuchillo y del coraje?... ¿Dónde estarán aquellos que pasaron,/ dejando a la epopeya un episodio,/ una fábula al tiempo, y que sin odio,/ lucro o pasión de amor se acuchillaron?...Una mitología de puñales/ lentamente se anula en el olvido;/ una canción de gesta se ha perdido/ en sórdidas noticias policiales...Hay otra brasa, otra candente rosa/ de la ceniza que los guarda enteros;/ ahí están los soberbios cuchilleros/ y el peso de la daga silenciosa...Aunque la daga hostil o esa otra daga,/ el tiempo, los perdieron en el fango./ hoy, más allá del tiempo y de la aciaga/ muerte, esos muertos viven en el tango”.

www.jrlantigua.com

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