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Epidemia de incapacidades

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Epidemia de incapacidades (RAMÓN L. SANDOVAL)

Recuerdo aquellas tribulaciones mentales a que me sometía el barbero cuando en mis años cortos y mientras reducía la cabellera que en ese tiempo coronaba mi testa, o bien frotaba la navaja en el asentador de cuero antes del cerquillo obligatorio, me disparaba una pregunta de sabiondos: “¿Hay más ojos que hojas?”

Por suerte, no había las consecuencias del yerro ante la Esfinge de Tebas o Turandot. Antes de que aventurara respuesta alguna, aquel fígaro aldeano se enfrascaba en un soliloquio sin desatender mi pelambrera, como aseguraban los correctivos a los giros insistentes de mi cabeza para mirar la mata de mango del patio, nutridas sus ramas de verde que me convencían de que los ojos eran deficitarios ante las hojas. Forzosamente, mis órganos visuales, ingresados también a la competencia en número con el follaje, volvían a los periódicos amarillentos que empapelaban la pared, en los que alguna vez leí sobre aquel asalto a la sucursal bancaria en Santiago y el récord de velocidad automovilística que supuestamente implantaron los asaltantes en su huida calculada hacia Santo Domingo.

En cada asomo de pausa en el fárrago, oponía algún argumento infantil. Torpe sin duda por la facilidad con que era atomizado, comparable a la poca resistencia de la greña al filo de las tijeras que con cada corte provocaban una lluvia de pelos que se albergaban sin contemplaciones en la boca abierta. Así aprendí la importancia de mantener la boca cerrada, no tan solo para evitar que la invadan moscas.

Tanto o más que un acertijo, la pregunta del peluquero era el pistoletazo para dejar atrás el aburrimiento provocado por la escasez de clientes; además, una manera inteligente de mantener ocupada mi atención al retarme con un dilema sin posibilidad alguna de solución, de incentivar mi curiosidad con un tema que admitía cualquier argumentación a favor o en contra.

Con los años, equiparo aquello con la antesala de esos debates bizantinos a que convoca la cotidianidad y que de antemano destierran cualquier atisbo de sensatez.

En la misma línea se inscriben esos esfuerzos baladíes que consumen recursos sin cesar y cuyos resultados, de haberlos, poco cambiarían el mundo tal como lo conocemos. En modo alguno planteo marginar la necesaria curiosidad humana y el ensanchamiento del conocimiento por vías de la ciencia, la exploración y la disminución de lo ignoto. La apuesta va por el uso oportuno de la capacidad, recursos e ingenuidad del hombre en función de necesidades sociales y materiales que aseguren una mejor calidad de vida, mayor igualdad y un ejercicio ciudadano en consonancia con los tiempos.

Cuanto tiene que ver con la búsqueda de vida en otros rincones del universo recibe atención de inmediato. Pseudociencia y superchería combinadas han alimentado imaginaciones propensas a la exageración, contribuido a la formación de mitos, leyendas y posibilidades inexactas. Hermanados en una suerte de culto, los fervorosos de los objetos voladores no identificados (ovni) y seres extraterrestres persisten en teorías y avistamientos pertenecientes al terreno de la fe. No se arredran, sin embargo, ante una revolución del conocimiento y la ciencia que en nada abona sus creencias. Mantienen programas de radio, filman documentales y hasta organizan eventos, como una “quedada” este fin de semana en un paraje de España para “los amantes de lo desconocido” quienes, telescopios anclados en el suelo para la ficción, otearán los cielos y, quién sabe, tropezarán con algún ovni. Hasta los hay que hablan de secuestro y permanencia en naves espaciales de propulsión poderosa. Menos mal que nadie ha testimoniado la exigencia del pago de rescate; tampoco maltrato, tortura, abdicación forzada de creencias o adhesión por medios violentos a filosofía política alguna. Al menos hay diferencias cualitativas importantes con los terrestres. Pena que se queden en el campo de lo inverosímil.

Confirmados, sin embargo, esfuerzos serios para determinar si hay vida más allá de la Tierra. Como justificativo, lo infinito del universo ergo la impertinencia de pensar que solo nosotros, meros terrestres, lo habitemos. Curioso que ese argumento que echa por tierra el etnocentrismo no repare en la osadía de buscar civilizaciones que, de existir, nos han ignorado. O que son tan primitivas como nosotros y de ahí la carencia de medios para descubrirnos mutuamente. La llamada “Paradoja de Fermi”: si el Universo es propicio para la vida inteligente, ¿dónde están todos? Con certeza, hay quienes predicen que a la vuelta de 25 años se habrá encontrado vida. Nadie, sin embargo, apareja esos presagios con las implicaciones resultantes y la respuesta que daríamos a un eventual choque de civilizaciones.

Las contradicciones surgen a montones. Por el lado de la oportunidad y de la pertinencia. Tanta ignorancia sobre nosotros mismos, sobre nuestro mundo y cómo preservarlo. Empero, se consume un potosí en determinar si en Marte hay agua cuando millones de seres humanos no tienen acceso a ese bien vital o lo consumen contaminado. Tecnología de punta y presupuestos multimillonarios para traer muestras desde el espacio lejano. Mas, el desierto se come tierras fértiles y en el vecino Haití, por ejemplo, la erosión del suelo y la precariedad de la capa vegetal condenan miles a la miseria. Ahí está la noticia inquietante del gigantesco iceberg —5800 kilómetros cuadrados de área y un billón de toneladas de peso— que se desprendió de la Antártida hace poco. Los científicos no logran ponerse de acuerdo si se debe al cambio climático, pese a las evidencias del calentamiento de las masas de agua que bordean los polos helados.

Esos trozos lunares o marcianos requieren de laboratorios sofisticados para el análisis correspondiente. En contraposición, no hay cura para enfermedades simples y a diario mueren niños por enfermedades más fáciles de erradicar que poner un hombre en el espacio o insistir en el empeño vano de buscar vida en el más allá cuando permitimos que se pierda, sin inmutarnos, en el acá.

Me asalta la duda de si el propósito alegadamente científico de encontrar otras existencias no esconde verdades dolorosas por demás. Por ejemplo, fines expansionistas o una modalidad nueva de imponer supremacía. O la repetición de otras tantas especulaciones que entusiasmaron multitudes y a la postre resultaron timos de proporciones mayúsculas. Quizás somos demasiado feos para despertar atracción, bípedos insensatos con orificios en la cara y dos alas minúsculas que llamamos orejas, incapaces de sobrevivir unos minutos sin la gratuidad del oxígeno que la naturaleza proporciona en abundancia.

Si hay más hojas que ojos no lo sé ni lo sabré. Poco importa. Como ejercicio, no trasciende de pregunta ociosa o juego de palabras para desatar la imaginación de un niño que debía permanecer tranquilo por unos minutos en el sillón desvencijado del barbero pueblerino, satisfecho de canjear su soledad y silencio por unos disparates infantiles. Las respuestas a los enigmas de la Esfinge y Turandot tenían como centro al hombre. Más aún, la pregunta de la oriental autoritaria sobre el fantasma que cada noche nace de nuevo en el hombre y cada día muere, conlleva una respuesta de una lógica y profundidad que escapan a muchos de nosotros, mortales despreocupados por sus pares y, no obstante, empecinados en descubrir otras vidas: la esperanza.

No la he perdido. Porque espero que sin buscar o buscando otras vidas, nos encontremos más frecuentemente con nosotros mismos.

adecarod@aol.com