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¿Está cambiando la sociedad dominicana?

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¿Está cambiando la sociedad dominicana? (EDDY VITTINI)

Siempre que regreso al país de mis amores y desamores, el delgado barniz de la vida en el desarrollo sufre un baño de disolvente cuando me desplazo por carreteras y calles, sobre todo en Santo Domingo. De inicio encajo el primer choque con la nueva realidad en el Aeropuerto (“Vergüenza”) Internacional de las Américas: sus instalaciones claramente tercermundistas exudan descuido; a la salida misma de las aeronaves hay de ordinario un grupo de buscones con nombres de pasajeros a los que se dará algún tipo de trato especial. En otros países, se reservan esos servicios a las áreas allende migración y aduana porque a las demás instalaciones aeroportuarias, los mortales comunes y corrientes, diplomáticos incluidos, acceden solo en circunstancias excepcionales.

El dominicano es de ordinario apacible, comedido y reacio a que la sangre se le trepe a la cabeza, excepto en el caso de algunas autoridades engreídas o cuando el alcohol fluye por la anatomía. La represión de los malos modales suele correr paralela al nivel de educación, valga aquello, empero, de que la excepción confirma la regla. Sin embargo, a todos corresponde calificación insuficiente en el comportamiento al volante de los automotores. Es como si la locomoción rápida guardara relación directa con un déficit de decencia y responsabilidad cívica. Va más allá, el problema, de la inobservancia continua de las reglas de circulación. Es demasiado visible el nivel elevado de violencia; verbal, a veces y otras, física, como informan los partes sobre pistolas al aire, tiroteos e incluso víctimas fatales.

Ese desarraigo de la buena ciudadanía se ha extendido a los medios de comunicación. Abundan los programas en los que el insulto es costumbre, la presunción de inocencia fue abolida y el irrespeto, ya sea con frases subidas de tono o alusiones atrevidas, son plato apetitoso que consume una audiencia al parecer voraz. Ni hablar de las redes o los comentarios que acompañan a las informaciones y opiniones.

El exordio parecería vano porque el tema que me convoca esta semana es el de las tres causales. Para nada. Lo que aqueja a la sociedad dominicana es el síndrome de la intolerancia, exacerbado en parte por la tensión afín a todo proceso de cambio. Recorremos muy lentamente la transición de una cultura autoritaria a otra más democrática, desacostumbrados aún a las mutaciones y adaptaciones que acarrea el canje de lo rural por lo urbano, la macana por el diálogo. En la disolución de viejos lazos y la adquisición de otros, se verifican inconductas que a muchos parecerán eternas, mas deberán desaparecer tarde o temprano si queremos convertirnos en un país desarrollado. Porque desarrollo es más que crecimiento económico o rebasar las cotas de ingreso por cabeza que señalan los índices.

El rechazo a las tres causales con el auxilio del escudo religioso es cónsono con las rémoras de intransigencia y nostalgia de mano dura que sobreviven en la sociedad dominicana en pleno siglo XXI, pese a la globalización creciente, a la quiebra de las ideologías y al auge del pensamiento progresista, precisamente impulsado por la explosión de las redes sociales y su otra cara: vehículos de cambio y guardianes de los derechos ciudadanos. Acaba de comprobarse en los Estados Unidos con el golpe de gracia a las ambiciones de Donald Trump de reelegirse, el movimiento de reivindicación de la mujer y la lucha contra el racismo.

Quienes rechazan las tres causales se asemejan a los antivacunas contra la COVID-19, los aficionados a los remedios caseros y devotos de bulos como la fortuna de la familia Rosario. Obvian la ciencia y se decantan por creencias y supersticiones que historia y hechos cuestionan. Toda religión se basa en la fe, y no en certeza científica. Creer en una divinidad con el apoyo exclusivo del convencimiento personal es perfectamente válido, solo que en singular. Cuando se quiere colectivizar e imponer como regla social, retrocedemos a la etapa de los libros prohibidos, de la Inquisición y de esas barbaridades que informan capítulos lúgubres del devenir de la humanidad. En todos los libros y códices sobre los que se sostiene el ejercicio de las tres religiones monoteístas encontramos la raíz del patriarcado y relegación de la mujer a un plano secundario. Tanto así, que en dos de esas confesiones hay separación de sexo en los lugares de culto. El Vaticano ha mantenido el sacerdocio por siglo en manos masculinas, un monopolio sexista.

Las religiones son intolerantes por naturaleza, excluyentes en la práctica. He ahí los nutrientes de que se alimenta la oposición real a las tres causales. Hay un enraizado desprecio por la mujer imposible de enmascarar con el discurso contemporizador de los credos vigentes en la República Dominicana. A los radicales de esas religiones, atrincherados en el poder que estas han mantenido pese a la feligresía decreciente, les revuelve las entrañas que la mujer pueda decidir cuándo continuar con el embarazo bajo las tres causales propuestas y que los legisladores han decidido, aparentemente, rechazar. Las causales constituyen un ejercicio de democracia. No obligan, sino que consignan como decisión libre y soberana de la embarazada si enfrentar las múltiples y complejas consecuencias de un hijo fruto de aberraciones o causa de una seria amenaza física.

Resulta paradójico que los enemigos de las tres causales se opongan con vehemencia a la violación, el estupro y el incesto, no así al posible remedio contra el resultado de esos crímenes. Al rechazar la posibilidad de abortar un embarazo criminal, condenan a la mujer a sufrir las consecuencias de un ilícito del cual es ella la única víctima. Las huellas del crimen son imborrables porque así lo han decidido los postulantes de religiones que tradicionalmente han desconsiderado al sexo femenino y presentan todavía a Eva como la responsable de todos los males de la humanidad. El paraíso perdido tiene razón femenina en su estrechez mental.

La intolerancia es el germen corrosivo de toda democracia. Ya sea por razones políticas, religiosas o pura veleidad. Divisiva en extremo, abre en su totalidad las compuertas para la discriminación, la separación por clase social, creencia, color, religión o por los motivos más baladíes. Es causa probada de violencia, un atentado continuo contra la vida en comunidad y el tegumento social. Guardando las diferencias, es el motor que mueve al conductor que rehúsa dar paso al vehículo del otro, que prefiere obstaculizar el cruce de calles con tal de arrancar primero tan pronto se desplace el vehículo enfrente. O que se salta el semáforo porque su prisa es más importante que la seguridad del prójimo.

Llevada a la religión, la intolerancia impone el corsé de la creencia propia al otro y, en el caso de las tres causales, a la sociedad en su conjunto, pero sobre todo a uno de los segmentos más vulnerables, al de la mujer. La vida es sagrada no porque lo diga una religión sino por una razón en extremo simple y que entendió el monoteísmo: el otro y el yo son simbióticos, ambos absolutamente indispensables para la existencia social. No es casual aquello de amar al prójimo como a ti mismo: el egoísmo implícito en el mandamiento es recordatorio constante de que el verbo ser debe necesariamente conjugarse en plural. Cuándo comienza la vida es otra historia, mejor en el campo de la ciencia que de las religiones o la fe.

Tanto o más que la ratificación de un derecho que corresponde a la mujer, las tres causales representan un punto de inflexión en la democracia dominicana. Sería una torpeza desperdiciar una oportunidad para apartarnos de la tentación totalitaria aneja a la intolerancia. Y de reconocerles a nuestras ciudadanas la madurez para decidir por ellas mismas, lo que por tanto siglos les hemos negado.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.