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Grosso modo

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Grosso modo

A todos mis amigos (la totalidad) que cuidan su peso*

No disminuye mi espíritu confesar públicamente que con demasiada frecuencia violento las reglas de educación básica que me enseñaron mis padres cuando aún era un adolescente enclenque. La voluntad se debilita y se me hace cuesta arriba no mirar con el descaro de quien permite que sus ojos se paseen con insistencia de arriba hacia abajo por la humanidad del prójimo, en mi caso de aquel cuyas dimensiones ambicionaría en conocimiento, templanza y solidaridad, excepto esto último si sentados juntos a la mesa.

Enfermedad con visos de epidemia, la catalogan unos, mientras otros se decantan por una explicación en la que pesa más el factor cultural. Realidad palpable (¡ciertamente!) y pesada (¡ciertamente!), los obesos caminan lenta pero seguramente a inclinar la balanza demográfica en la sociedad norteamericana. Salta a la vista sin necesidad de espejuelos para un miope como yo, a quien todavía asombra la marcada diferencia de volumen entre, digamos, cualquier europeo continental y su homónimo de la gran y única potencia mundial. Tanta gordura por doquier me llama la atención y mi asombro suele ser mayor cuando regreso tras unos días de ausencia a la patria de George Washington.

Si aceptamos como válido que se trata de un serio problema sanitario, la conclusión amerita recetas inmediatas, urgentes. A la vuelta de una treintena de años, los Estados Unidos contarán con una población mayoritariamente enferma y su sistema de salud acusará una presión altísima por la demanda de atenciones de millones de hipertensos, diabéticos y discapacitados. En términos económicos, la industria textil no podrá compensar las pérdidas enormes que entraña un problema que se insinúa ya con perfiles gordos. No se trata de una broma pesada, sino de una realidad preocupante. Incluso para unos isleños como nosotros, ansiosos de un desarrollo masivo (económico, humano) que a muy pocos llega, pero a quienes nos separa una distancia geográfica delgada del gran país del norte cuyos hábitos y cultura aquí se reproducen gracias a un efecto demostración casi instántaneo, como la comida rápida. Los endocrinólogos dominicanos han dado ya la voz de alarma. Tantas hamburguesas, pizzas, perros calientes y fríos y tanta fritura me llenan, pero de pesar.

Me ocurrió recientemente, a la vuelta de una visita a mi hija menor que se educa en una universidad en Pensilvania, y de quien espero se haya tragado íntegramente mis enseñanzas sobre la buena mesa y la importancia del hábito alimenticio correcto tanto para el espíritu como para el cuerpo. Me detuve a pernoctar en uno de esos pueblitos que se esparcen a todo lo largo y ancho de la geografía norteamericana, y donde encontrar un restaurante más o menos para el yantar nocturno puede presentarse como una situación insalvable. Más que débil, mi gusto por la carne es fuerte, sobre todo en tierras estadounidenses donde hay unas variedades de vacunos, criados exclusivamente con yerba y vírgenes frente al embite de antibióticos y hormonas tan común en la industria, que me saben a gloria (en minúscula, no el nombre de aquella mujer) cuando aprovisionan la parrilla alimentada con carbón a base de maderas aromáticas y el bife no llega ni remotamente a la blasfemia de bien hecho.

Fui a reparar las fuerzas a un steakhouse, que por lo visto era muy popular y reflejaba fielmente la tendencia a castigar el peso -no nuestra moneda-, que se advierte por todo lado. Aquello parecía una convención de obesos no anónimos, donde el acceso ilimitado a la estación de postres constituían el tema principal. Reparé en los vecinos de mesa, todos con la ecuación de equis más equis más equis de talla. Me apenó profundamente una niña de edad no mayor de un guarismo y que, sin exageración, lucía gastada por el vicio de utilizar excesivamente las manos para llevarse comida chatarra a la boca. De tal palo, tal astilla. Porque el árbol de la familia inmediata tenía un tronco apto para embarcaciones de gran calado. Aún así, el festín de hamburguesas en competencia grasienta con las papas fritas me engordó la mente con presagios ominosos.

Si alguien con autoridad en la escuela se apercibe de que un alumno muestra signos de violencia, de seguro que los padres serán llamados a capítulo. Habrá la intervención de visitadores sociales y el Estado actuará con severidad si se comprueba que el maltrato es la regla en el hogar de referencia. Comentaba a un médico amigo por qué si la obesidad es una enfermedad y los síntomas, harto evidentes, no se tiene el mismo cuidado que en los casos de violencia intrafamiliar. Al final de cuentas, la alimentación descuidada, hipoteca sobre la salud presente y futura, comporta la misma vocación dañina, física y sicológica.

La obesidad, concluí tras observar detenidamente la clientela, el local y la oferta culinaria, acarrera un sello de clase. En gran medida, tiene que ver con la educación, el nivel de ingreso y todos esos índices que no caben en los textos de sociología y economía, determinantes para el quién es quién y el lugar en la escala social. Sin otro laboratorio que mi propia imaginación desprovista de estadísticas, estoy convencido de que la prevalencia de la obesidad es mayor entre los afroamericanos y la inmigración más pobre de nuestro lado del mundo. Tanto o más que una enfermedad, es una condición social. No olvido aquellas señoras afroamericanas hace ya años, en un partido de mis Bravos de Atlanta en el ya desaparecido Fulton County Stadium. El sobrepeso guardaba similitud con las raciones de pollo frito que deshuesaban y metían en la boca con destreza no imaginada en tanta corpulencia. E igual desazón me embarga cuando veo el parecido entre la constitución abundante de algunos comensales y los platos de beicon en las incursiones para privar de un merecido ayuno al estómago y de ahí la denominación desayuno.

Quizás la vastedad del territorio inspira la generosidad de las porciones que se sirven en los comederos populares y hasta en los restaurantes refinados, excepto si son franceses. No todos los estómagos tienen la capacidad para embuchar cuanto se les pone a sus dueños en las mesas. Impensable en otras latitudes, el doggy bag es una institución en América. "¿Se lo prepararo para llevar?", es pregunta obligada en el repertorio de los camareros, a quienes siempre les advierto entre ceja y ceja la preocupación por la propina. En los deportes, hay otra competencia que se desarrolla en los pasillos y las graderías colmados de puntos de venta de alimentos cuyo común denominador es el alto contenido calórico. Todos pertenecen al apartado del junk food, o comida chatarra. Del último partido de los Nacionales de Washington, forzosamente mi equipo por razones de domicilio, y los Cardenales de San Luis, salí convencido de que los espectadores habían ido a comer y que eran tan fanáticos del béisbol como de la comida.

A los 37,000 pies de altura que me lleva el avión en que digo estas cosas por escrito, tropiezo con la lectura apropiada de Gulliver -el héroe trotamundos de las incisivas novelas de Jonathan Swift-, en este caso el apartado de noticias y blogs sobre viajes de la edición digital de la revista británica The Economist, para mí decididamente la mejor del mundo sin necesidad de deshojar una margarita. Tan pronto llego a los aeropuertos me invade la aprensión y mi cabeza gira como una veleta una vez en la sala contigua a la puerta de salida o en la fila para abordar. Repaso las anatomías de los viajeros y me pregunto si algún voluminoso me tocará al lado. Me veo inmisericordemente atrapado, aplastado contra la ventanilla o en pugna silente contra la ley de la impenetrabilidad de la materia para continuar en el asiento asignado. De eso trata el artículo, de cómo la obesidad de algunos pasajeros afecta a las líneas aéreas y la política adoptada al respecto. Air Canada, por ejemplo, ha decidido conceder gratuitamente más espacio a quienes un asiento resulta insuficiente para acomodarle la tanta masa corporal, siempre y cuando presenten la opinión oficial de un médico. Ventaja en los medios digitales, el diálogo y reacciones de los lectores nos ofrece paralelamente otro mundo de informaciones y comentarios. Gulliver parte de que la obesidad es una enfermedad y por tanto las aerolíneas deben buscarle una solución considerada a quien la sufre sin cargarle un costo adicional por el espacio y peso extras. Menos asientos disponibles para la gente normal se traduce en boletos más caros porque así lo dispone una regla simple en la matemática de los negocios. Se trata, eso sí, de un negocio flaco para quien no necesita más de una butaca: está pagando por los excesos de otro.

El debate es casi interminable y el consenso gira en torno a la obesidad como una condición médica en muy pocos casos y más como la consecuencia de una decisión consciente: comer más de lo necesario y llevar una vida sedentaria. Rebajar requiere de voluntad pero no es imposible. Si una tercera parte de los norteamericanos cae en la categoría de obeso de acuerdo a una fórmula que relaciona el peso, la altura y masa corporal, se debe a que determinados hábitos alimenticios y estilos de vida se han convertido en elementos de una cultura a la que se adscriben más y más ciudadanos. No es casual que el alcalde de Nueva York haya decidido prohibir los envases gigantescos de gaseosas, quizás más como un símbolo que un remedio eficaz contra el consumo desmedido de productos que a la larga dañan la salud porque conducen irremediablemente a la obesidad. Tantas horas frente a la televisión en compañía de bolsas también gigantescas de papas fritas, de cocaleca bañada en mantequilla o grasa vegetal y de raciones desproporcionadas de comida precocinada muchas veces repleta de aditivos y colorantes, se combinan para gradualmente convertir al ciudadano en una bola humana.

Por supuesto, hay que excluir a los obesos como consecuencia de desórdenes hormonales u otros padecimientos, los verdaderamente enfermos por razones que escapan a su control. No es el caso de la mayoría de gordos que cambian la fisonomía de la sociedad norteamericana y provocan gastos anuales estimados en 147,000 millones de dólares, o sea casi tres veces el producto interno bruto de República Dominicana. Como todo ser humano, los gordos también merecen respeto al margen de las causas determinantes de su estado físico. Sin embargo, mi preferencia se inclina hacia alguien flaco o normal como vecino en un avión. No es prejuicio, sino cuestión de comodidad y de justicia.

A quien piense que la palabra gordo despierta en mí una fobia irrefrenable, le digo que se equivoca. Que nada quisiera más en la vida que sacarme el gordo en la lotería.

*La Constitución dominicana reconoce el peso como la unidad monetaria nacional.

Como todo ser humano, los gordos también merecen respeto al margen de las causas determinantes de su estado físico. Sin embargo, mi preferencia se inclina hacia alguien flaco o normal como vecino en un avión. No es prejuicio, sino cuestión de comodidad y de justicia.