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Hilario Olivo, entre manchas urticantes

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Hilario Olivo, entre manchas urticantes

Hilario Olivo frente al espejo. Frente a su sombra. Frente a la sombra de su imagen. De la imagen que se nutre de las sombras que refleja su espejo.
Como el escritor y su clásico enfrentamiento con la página en blanco, Hilario escudriña su filiación al objeto que cuestiona su trajín, a la línea plástica que interroga su presencia en el lienzo para ser sujeto que seduce a su imaginación.

Al principio, cuando Hilario deja sus trazos tendidos sobre la tela, el cromatismo explayado sobre las sombras, las sombras forjando ya, libremente, la sinonimia de sus pálpitos, la exultante vibración de su abstracción, el que mira –yo, el otro- entrevé una realidad que entumece los sentidos y rasga la vestidura de la imagen y su deseo, la rotura del referente y su efecto.

Luego, direccionando la mirada a sus lados insondables, al intenso devenir de la figura y su emblema, el que mira –el otro, yo- puede ver la imagen y el sentido de su extravío, la transfigurada sensación de una conciencia lúcida, que ha interpuesto entre la imagen y el observador los jirones del alma y las crepitaciones del deseo.

¿Qué hace un pintor cuando crea? ¿Por dónde anda la conciencia de un pintor cuando emerge de su paleta la imagen y sus designios, la sombra de lo que plasmará en el lienzo? Está luchando con sus sueños, con su instinto, con los rostros que ambulan en su pensar onírico, con el dilema que altera su plasma humano, con las turbaciones que su espíritu inquieto acelera. Ese momento, que ningún crítico ha podido describir nunca con certeza, pues solo lo imagina, es una pesadilla errante que camina en las entrañas del ensamblaje de sus delirios, que ambula a tientas, en ocasiones frenética, sobre las ondulaciones de su desasosiego. Cerebro y carne. Pasión y desequilibrio. Ansiedad que busca el orden. Mutación que ansía su destino. Trama que anhela develar su misterio.

Hilario Olivo ha vivido ese trance y conocemos desde hace rato como ha podido salir de él: con la empuñadura de su espada de múltiples filos, con la gramática de sus silencios, con la resolución de las refutaciones a que sus propias imágenes lo someten, con la liberación de su sinéresis, esa que envolvió al inicio de su creación su disputa frente al lienzo.

Los enigmas de la realidad transpuesta, las alternativas disolutas y bravías del ego transmisor de los dilemas humanos –hombre y mujer, mujer y hombre- acarreados hacia sus destinos plurales, anticipo y final de la conducta del Ser en su estructura dramática. Ese es el universo que nos plantean las imágenes en los lienzos de la propuesta insubordinada y desnuda de Hilario. Formas que dan vida subyugante y plena a la imagen que ha brotado de esa conciencia liberada, de las contradicciones empeñadas en ser luz que, desde el hondo pensar, acreditan una realidad social, una preñez de noticias confusas, el despavorido enigma de una mutilación imbricada en un lamento de figuras que ofertan pugnacidad y, a su vez, una cavilación astuta y turgente, una meditación innovadora, emancipada, redimida.

Hilario Olivo nos permite ahora descubrir sus dibujos. ¿Cuáles características anuncian sus abstracciones? El color se escapa para que echen suertes las líneas, los rasgos en gris. El cromatismo se diluye cuando hay otra historia que contar o cuando hay que contar la misma historia con los trazos tenues de ese claroscuro limpio, inquietante y sensorial que en el cuerpo gravita. Goya y sus dibujos negros marcados de humanidad. Aquellos, pintados con sus manos, que dejan ver sus rostros espantados, los gestos de sombras que en sus oscuros semblantes marcan las horas del vértigo y el dolor. Los de Hilario repuntan, reaniman, calzan una historia: las muchas que nos ha referido en sus pinturas, esta vez desde las líneas de un discurso plástico que continúa remitiéndonos al hombre y sus desasosiegos, a la humanidad y los desafueros de su conciencia, la estulticia de sus asombros, la eutaxia de sus falencias. Gris que no es gris. Negro que no es negro. Negro sobre gris. Gris que espanta la negra esfinge, el negro asueto, la negra nervadura del flujo humano en su concha de azares y punzadas. Y entonces, el rojo, lo rojizo, que cae como una llamarada que instala devaneos, melancolías, abandonos. El tono escarlata que suspende sobre las imágenes una definida tintura de advertencia y de solidificación semántica.

Galopa el sueño y su perfil. La humanidad doliente y su escaparate. Hombre y mujer recogidos sobre la tela para pignorar la esencialidad de las cosas, para indemnizar las soberbias y los entresijos de la pasión. Erotismo que cubre escrúpulos. Composiciones que acicalan el territorio de lo sucedáneo, la mensura del pensamiento y la dualidad del acontecer de una libido sustentada en enigmas. Enigmas que fluyen desde la realidad como un acontecimiento del frenesí, del incendio de los sexos sobre las plantaciones de la huella y su aventura.

Los rostros se desgajan, devienen en monstruos de la alquimia y la soledad, no importa que esa soledad se desgarre en la compañía de otros gestos combados, infectos. Y entonces, el azul. El zumbido inspirador de otras esencias, de otras liviandades, de otro universo. El universo del azul fragante, armónico. Ritual del pintor que reafirma la presencia del Yo, del Otro, de la serena vitalidad de la pasión, de la naturaleza vertida como fuente de sus percepciones vitales, de la contraposición de sus emociones y de su sentido de la libertad.

En algún instante, el dibujo no puede dejar de percibir a la humanidad, a la naturaleza, al pensar que fluye en sus materias, desde el color. El cromatismo resurge, un poco acompasado, como si delineara el rostro de unos ojos que resurgen como miradas de acecho, para transmitir optimismo y, a su vez, para mostrar la dura angustia de los seres humanos frente a la realidad que le rodea. Pero, los dibujos vuelven a su cauce, a la exposición de sus melancolías, al registro de una luz que solo aparenta perderse en la brusca secuencia de la edad y su patibulario. Son las manchas de un diafragma humano donde la virtud y la atención a lo esencial de la vida se diluyen entre claroscuros intranquilos que se someten a la gravedad de la existencia.

Entre manchas se bifurcan los caminos de la vida, las huestes del placer y las alhajas de la pasión. Entre manchas se jubilan los desiertos de la conciencia herida, los hitos del sopor y la desilusión. Entre manchas, hay luz, una luz trivial, vulnerable. Útero del placer abierto al remolino del delirio. Entre sombras grises, entre la tenue presencia del oscuro rufián que ennoblece y no deja palidecer el gris. Mano y piel. Mano que toca, piel que duele. Entre las manchas sublimadoras, urticantes, que nos reflejan la vida y que nos ofertan, junto a la sicalíptica realidad humana, el valor de la imagen y sus atributos, la encarnación del pensar vivo y rutilante del artista, con toda la carga simbólica de sus imágenes. El estruendo de una pasión hecha jirones como blasón de una historia sin fin.

La exposición “Entre manchas” [Tinta 2021] de Hilario Olivo, inaugurada el pasado martes 16, se mantendrá abierta hasta el 5 de diciembre próximo en Mesa Fine Art, Plaza La Lira II, Ensanche Piantini.

TEMAS -
  • Arte
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  • Pintura

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.