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Historias trágicas

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Historias trágicas

Una pared humana de curiosos la rodeaba y protegía de la curiosidad de otros, arremolinados todos en un silencio que rompían comentarios extemporáneos o lamentaciones espontáneas propias del pueblo llano. Hablo de una de mis primeras encomiendas como reportero novel en El Nacional de ¡Ahora!, a media tarde de un sábado anterior a la conversión dominical del vespertino en matutino. El hecho no era una gran noticia, y a un veterano jamás lo hubiesen enviado a cubrir el suicidio de una presunta trabajadora social que cortó voluntariamente todo nexo con su vida de miseria humana y material arrojándose del puente Duarte.

Cuarenta años después, sin embargo, aún recuerdo aquel episodio que apenas mereció unos cuantos párrafos en el diario. La desazón me embargaba mientras garabateaba notas apresuradas y observaba aquel cuerpo menudo estrellado contra la calle, el manchón de sangre cuya verdad cromática robaba el negro del asfalto, la falda y blusa baratas que ocultaban parte del desastre anatómico, la cartera de material sintético todavía al hombro. Sentía con fuerza el sol que alumbraba la humanidad de la que no se sentía parte aquella joven cuando tomó la decisión fatídica. Allá arriba, mezclado con el acero del puente, otra vida se desarrollaba en forma de tránsito lento responsable del ruido que se confundía con el viento venido del Ozama histórico.

Las mismas preguntas de entonces me asaltan cuando me entero de que alguien conocido se quitó la vida, o leo los detalles de casos rodeados de casualidades que sí los convierten en verdaderas noticias. Porque ha de suponerse que antes de la derrota del instinto de conservación y del desciframiento de cuantos códigos están instalados en el humano para inducirlo a preservar la vida incluso en las circunstancias más extremas, se recorrió un largo camino de desaliento, desesperanza, incredulidad en la fuerza propia y convencimiento absoluto de que la ruta tocaba fin sin posibilidad de otro rumbo.

No alcanzo a comprender aún cómo diseñar una trampa sin escapatoria. Me resisto al aislamiento total y la entrega sin remisión al abandono de toda esperanza. Mentiría si dijese que cuento con la habilidad de imaginar un cuadro existencial sin un ancla, quizás ligera pero ancla al fin, de amor; sin amarre alguno a ilusiones o sueños; desnudo de afectos aunque fuesen de una sola vía y con un déficit total de futuro. Aunque devoto solo de la razón, no desdigo de la fuerza de la fe y los preceptos religiosos que cargan el inicio y final de la vida a la cuenta de un ser superior, el único en capacidad de tomar la decisión definitiva. Todo atentado contra la vida propia, reza el arbitrario credo, es un pecado, porque si Dios da la vida, solo Él puede quitarla. Esa condena a la debilidad, al recurso de la inutilidad, sí que la entiendo.

Cuando apenas conocía el abecedario, en mi entorno familiar y de mano de un primo circulaban las obras El hombre mediocre y Aura o las violetas, del médico-cum-filósofo ítalo argentino José Ingenieros y del ultra liberal colombiano José María Vargas Vila, respectivamente. De este último y contra quien el sermón religioso había dictado un non imprimatur, recuerdo una frase que la muchachada de entonces citaba sin caer en cuenta del profundo sentido de reivindicación de la libertad humana: "Cuando la vida es un martirio, el suicidio es un deber". En la instancia, la definición del martirio carece de universalidad por cuanto cae exclusivamente en el terreno de lo personal. Por extensión, entonces, ese ímpetu último merece el mayor de los respetos porque representa el ejercicio postrer de la libertad humana, sin importar las razones conducentes a ese cul-de-sac.

Una decisión de tal naturaleza escapa al ámbito de lo público al menos, claro está, que intervengan factores que importen a la colectividad; o el suicida fuese una celebridad cuya desaparición no pasaría inadvertida de todos modos. En la mayoría de los casos, las notas periodísticas sobre los suicidios son improcedentes, como se ha aceptado ya en otros países. Tiempo es, pues, de que desaparezcan esos titulares que hablan de un labriego que se ahorcó por deudas, o de la joven que tomó un raticida porque el novio la abandonó. Dejemos que los deudos carguen solo con el dolor y no el escarnio público con que aún se recibe el derecho a decidir cuándo la vida es un martirio y se salda con la muerte voluntaria.

Si acto de cobardía o fortaleza, lo ignoro. Como cuestión de honor, era prescriptivo en algunas culturas. El sepukku en Japón se reservaba a los samuráis cuando fracasaban en la consecución de un objetivo. Los kamikaze de la Segunda Guerra Mundial estrellaban sus aviones contra los navíos norteamericanos en el Pacífico en una misión considerada gloriosa y que justificaba perder la vida. El patriotismo o el convencimiento cultural de que solo la muerte auto inducida borran la falta nada tienen que ver con ese otro suicidio de que hablo, precedido por la angustia, la impotencia, la incapacidad para encarar situaciones y resolverlas sin acudir al recurso supremo. Sin embargo, incluso en esos momentos de cerrazón mental completa hay rasgos que implican lucidez y evidencian todo un proceso de preparación para la despedida final.

Aquel amigo querido, compañero de viajes en familia, de inacabables jornadas de buena comida y bebida, nos sorprendió a todos cuando una mañana, agobiado por razones que quizás intuíamos pero cuya envergadura y desgaste anímico ignorábamos, se quitó la vida, demasiado temprano. Para no inquietar a deshora a la familia, se disparó a la sien fuera de la casa, cerca de la piscina. Con un cuidado revelador de su personalidad, se envolvió la cabeza en una toalla antes de que la bala le destrozara la existencia, y así ahorró la molestia de limpiar un charco de sangre.

A fuerza de unas letras y música que escalan y bajan el pentagrama en recorrido de belleza sublime, nos hemos aprendido de por vida las notas sobre el suicidio lírico de la poetisa suiza-argentina-uruguaya Alfonsina Storni, aunque nunca sepamos, juntos con Ariel Ramírez y Félix Luna, cuáles angustias la acompañaron, qué dolores viejos callaron su voz ni cuáles poemas nuevos fue a buscar al fondo del mar, "arrullada en el canto de las caracolas marinas". Un buen día, en soledad y apenas entrada la madrugada, se adentró en o se lanzó a las aguas del Atlántico Sur en Mar de Plata, y sumergió allí para siempre el cáncer que le corroía los senos y esa inquietud imparable que le producía la desigualdad de género. Es el suicidio más lírico que he conocido, descrito con anticipación en los versos dulces, pausados de Voy a dormir, con domicilio conocido en otro de sus poemas, Yo en el fondo del mar.

Sobrevivió a los campos de concentración nazi y en sus obras, sobre todo en el relato desgarrador de Si esto es un hombre, Primo Levi nos introduce en un mundo de horror, de ausencia de humanidad y en el que la esperanza se trabaja y deshace día a día. Resistió el cautiverio, mas no el tormento de la duda acuciante de por qué él y no otros. Terminó con su vida arrojándose por las escaleras del edificio donde vivía, en el norte de Italia, 42 años después de disfrutar de la libertad. Nunca se recuperó del trauma de vivir, y escogió la libertad para terminar lo que no consiguieron extinguir los verdugos de Hitler.

Un acontecimiento reciente de repercusión mundial es en verdad la razón de estas cosas que digo. Me refiero a una enfermera británica de origen indio, Jacintha Saldanha (se pronuncia Saldaña), víctima de la broma de unos periodistas australianos que llamaron al hospital donde trabajaba en Londres haciéndose pasar por la reina Isabel y su esposo. Le pidieron los comunicara con la sala donde estaba recluida la esposa del nieto, la duquesa de Cambridge, a causa de unos episodios prolongados de náuseas y vómitos matutinos producto del embarazo.

Por el apellido presumo que proviene de esa región occidental del subcontinente indio donde los portugueses establecieron un enclave para que repostasen las naves que venían del sudeste asiático, específicamente de la península malaya. Los intrépidos marineros y autoridades dejaron allí nombres lusos y la religión católica, aparte de una tradición culinaria que junto a la francesa proveniente de otros reductos similares, se erigen en diferencia en aquel reinado del curry y las especies fuertes. Ya tuvimos un nuncio apostólico de esa región, de Goa.

Jacinta no soportó las bromas a su costa, que se la viera como la hazmerreír a quienes dos comunicadores convencieron para que les transfiriera la llamada a la enfermera encargada del cuidado de Catalina Middleton, casada con el futuro rey del Reino Unido y quien lleva en su vientre a otro monarca en potencia. Acosada, creyéndose la reina del ridículo y en contra de sus convicciones religiosas, presumiblemente se quitó la vida. La encontraron en un clóset, colgada con una pañoleta. En Gran Bretaña reina la sutileza y hasta ahora solo se ha determinado que la muerte no es sospechosa. No habrá un veredicto final pese a las evidencias claras de suicidio sino hasta marzo. Dejó tres notas, pero no suelen publicarse allí esos testimonios escritos anteriores al suicidio.

Las mismas interrogantes aplican, con insistencia en un punto: ¿nadie se preocupó por ayudar a Jacinta a sobreponerse de aquel incidente fortuito, en que más bien fue víctima de una característica no necesariamente deplorable, la candidez? ¿Por qué no se refugió en la protección de su comunidad, tradicionalmente muy unida, atada por lazos culturales fuertes? De nuevo la desesperanza como respuesta, esa angustia infinita que ahoga la razón y solo ve salida en el final de la existencia; la muerte como redención, como respiro, como remedio al martirio temporal pero que la turbación cataloga de insalvable.

Funciona en el Reino Unido una organización encomiable, Samaritanos, que ofrece asistencia permanente a quienes albergan pensamientos suicidas. Ya ha advertido a los medios de que traten con cuidado el caso de Jacinta para evitar que otras personas copien la conducta. Paradójicamente, son los hombres, de acuerdo a un estudio encargado por Samaritanos, los más débiles y superan tres veces a las mujeres en las estadísticas de suicidios. También influye la situación socioeconómica: el riesgo de suicidio es diez veces mayor en los segmentos poblacionales más pobres. Dice la investigación concluida en septiembre: "Los hombres se comparan a sí mismos con un ideal máximo que premia el poder, el control y la invencibilidad. Cuando los hombres consideran que no llenan esas expectativas, experimentan una sensación de vergüenza y derrota. Trabajar y poder mantener a la familia es central a la idea de 'ser hombre', particularmente en la clase trabajadora. La masculinidad es asociada al control, y cuando los hombres se deprimen o entran en crisis se sienten descontrolados. Esto puede impulsarlos a un patrón suicida como la vía de recuperar el control, además de que están más inclinados a usar alcohol y drogas como respuesta a la angustia". Finalmente, el machismo es una desventaja y una prueba contundente de debilidad mortal.