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Historia dominicana
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Huellas de los Marines

La literatura sobre la Ocupación no ha sido tan abundante como lo ha debido ser, si nos atenemos a sus significativas consecuencias, algunas de las cuales hemos reseñado. Tanto norteamericanos como dominicanos se han ocupado del tema, desde diferentes perspectivas.

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Huellas de los Marines
Caricatura Teddy Caribe (FUENTE EXTERNA)

Hace poco se cumplió el centenario de la Primera Ocupación Militar Norteamericana del país (1916-24), motivo de actividades orientadas a reflexionar sobre su significado e impacto multifacético en la vida dominicana. Del cual no escapa, seis años después de la salida de las tropas, la entronización de la dictadura de Trujillo, sustentada en el cuerpo armado profesional creado por los interventores, manipulado por aquél para someter voluntades y reprimir con mano dura a los opositores. Invitado por la Feria Internacional del Libro 2016, participé en un coloquio dedicado a pasar balance a ese proceso histórico. Algunas de cuyas notas comparto con los lectores.

La narrativa es conocida. El 14 de abril de 1916 se verificó uno de los alzamientos que alteraban con frecuencia la vida política del país en los albores del siglo XX. El general Desiderio Arias, secretario de Guerra, se declaró en rebeldía frente al presidente Juan Isidro Jimenes, a raíz de la remoción de dos seguidores que ocupaban posiciones de mando. El Congreso, dominado por partidarios de Arias y opositores a Jimenes, se aprestaba a interpelar al anciano mandatario.

Los episodios que seguirían a este incidente -el desembarco de tropas de infantería naval, la renuncia de Jimenes, la elección del Dr. Francisco Henríquez y Carvajal como presidente interino, nunca reconocido por la administración Wilson- llevarían a la Primera Ocupación Militar, tras siete meses de presiones de EEUU para que el gobierno dominicano aceptara la designación de un experto financiero con amplios poderes y un comandante americano auxiliado por otros oficiales que se encargaría de reestructurar los cuerpos castrenses en una sola entidad profesional.

El 29 de noviembre de 1916, desde el buque insignia Olympia, tras varios considerandos, se emitía la siguiente proclama: “YO, H.S. KNAPP, capitán de la marina de los Estados Unidos, comandando la fuerza de cruceros de la escuadra del Atlántico de los Estados Unidos de América y las fuerzas armadas de los Estados Unidos de América situadas en varios puntos dentro de la República Dominicana, actuando bajo la autoridad y por orden del Gobierno de los Estados Unidos de América, “DECLARO Y PROCLAMO a todos los que les interese que la República Dominicana queda por la presente puesta en un estado de ocupación militar por las fuerzas bajo mi mando, y queda sometida al Gobierno militar y al ejercicio de la ley militar, aplicable a tal ocupación.”

Como crudamente le diría el comandante Pendleton al Lic. Francisco J. Peynado, al preguntarle éste, con simulada ingenuidad, qué significaba la implantación de la ley marcial: “La ley marcial quiere decir que si Ud. pone la cabeza o el dedo en el camino del Gobierno, esa cabeza o ese dedo desaparecerá.”

La ocupación se prolongaría por ocho años, tras los cuales, el país no volvería a ser el de antes. Los cambios introducidos por los marines dejarían una profunda huella en la sociedad y en las instituciones.

Los varios cuerpos armados que operaban en el país (Ejército, Guardia Republicana y Policía Municipal) fueron desintegrados para dar paso a una sola institución: la Guardia Nacional Dominicana, que ejercería el monopolio legítimo de la fuerza. Para ello, se procedería al desarme general de la población civil y con esto a la liquidación de las diferentes bandas armadas que sustentaban el poder de los caudillos regionales y locales, fuente de constante inestabilidad.

El desarme daría origen a la resistencia armada que tomó por escenario principal a la región Este, sofocada definitivamente en 1922, y encabezada por grupos irregulares que desarrollaron acciones guerrilleras, calificados bajo el apelativo de gavilleros o bandidos en el lenguaje del interventor. Roberto Cassá ha realizado una exhaustiva y brillante investigación de este fenómeno, sólidamente sustentada.

En el nuevo cuerpo militar Rafael Leónidas Trujillo -quien ingresó como segundo teniente en 1919- haría una carrera de ascensos, hasta convertirse a vuelta de pocos años en su comandante en jefe. Desde esta posición se abriría camino hacia el poder político, para hacerse amo y señor del país por más de tres décadas de férreo control.

El gobierno de Ocupación instauró un sistema de mensura y registro de la propiedad inmobiliaria (sistema Torrens) y un Tribunal Superior de Tierras, mediante la Ley de Registro de Tierras de 1920. Este sistema -originado en Australia a mitad del s. XIX e irradiado a Canadá y varios estados de la Unión Americana- se había implantado por el Bureau of Insular Affairs del Departamento de Guerra en Filipinas y Puerto Rico. Aplicado durante la depresión que afectó a la industria azucarera al iniciar la década del 20, facilitó la concentración de la propiedad de la tierra en el Este, por parte de las corporaciones azucareras, cuyos mayores activos pertenecían a capitales norteamericanos.

Fue el sonado capítulo de los desalojos de familias campesinas, que la prédica nacionalista de la época tildó de “despojos”. O si se quiere, el implacable resultado del avance del capitalismo corporativo en la agroindustria de la caña, cuya faceta humana movió la pluma penetrante de Moscoso Puello en Cañas y bueyes, a Manuel Amiama en El terrateniente y dio alas al canto de Pedro Mir en su fundamental poemario Hay un país en el mundo. Ver al respecto a Julie Cheryl Franks, Transformando la Propiedad: La tenencia de tierras y los derechos políticos en la región azucarera dominicana, 1880-1930 (2013) y a Humberto García Muñoz, De la Central Guánica al Central Romana (2014). Ambos editados por la Academia de la Historia.

En el plano educativo, los oficiales norteamericanos impulsaron un vasto plan de instrucción pública en las áreas rurales, donde residía el 85% de la población, mejorando los salarios de los profesores, al tiempo que construirían sólidos locales escolares en los principales centros urbanos, siguiendo patrones de diseño del Sur de EEUU, como la Escuela Brasil que todavía opera en San Carlos.

En cuanto a la salud pública y las condiciones sanitarias, se estructuraría un ambicioso plan, cuyas metas y regulaciones se integraron en el Código Sanitario de 1920. Se crearía la Secretaría de Sanidad y Beneficencia, el Laboratorio Nacional, las escuelas de enfermería de Santo Domingo y La Vega, se construirían dos nuevos hospitales y un leprocomio, al tiempo que se renovaba la planta física de los 5 hospitales existentes y se les dotaba de equipamiento, aumentándose las camas disponibles de 100 a 450. La nueva legislación regulaba la práctica de la medicina, la farmacia y actividades afines, establecía medidas de control de enfermedades contagiosas y campañas de vacunación, e imponía normas sanitarias en áreas tales como la recogida de basura y la disposición de excretas.

Uno de los mayores logros de la administración americana fue en las obras públicas y las comunicaciones. Al abandonar el territorio, las tropas de infantería naval dejaron tras de sí una red de carreteras modernas que facilitaban las comunicaciones internas entre las diferentes regiones, enlazadas hasta entonces por el tráfico de cabotaje y por las líneas ferroviarias que operaban entre algunas comunidades del Cibao.

Junto a las carreteras, se incorporaron dos componentes que se quedarían para siempre. Uno tecnológico -el automóvil- y otro humano -el trabajador haitiano, importado masivamente por el Departamento de Obras Públicas y por las empresas azucareras para abaratar sus costos de mano de obra. Puentes, depósitos aduanales, planteles escolares y otras edificaciones públicas completarían este aporte.

Otros puntos a resaltar serían la reforma arancelaria –con efectos corrosivos en algunas manufacturas locales al liberalizarse las tarifas de importación-, nuevos sistemas impositivos y una mejorada organización burocrática, cuyo interés se extendería bajo el sexenio de Horacio Vásquez mediante misiones de asesoría como la encabezada por Charles Dawes en 1929. Ver Informe publicado por la Academia de Historia.

La literatura sobre la Ocupación no ha sido tan abundante como lo ha debido ser, si nos atenemos a sus significativas consecuencias, algunas de las cuales hemos reseñado. Tanto norteamericanos como dominicanos se han ocupado del tema, desde diferentes perspectivas.

Contemporánea a los hechos es la obra Los yanquis en Santo Domingo (1929), escrita en esmerada prosa modernista por Max Henríquez Ureña, quien se desempeñara como Secretario de la Presidencia del efímero gobierno de su padre, Francisco Henríquez y Carvajal y le acompañara en su campaña por América Latina, Estados Unidos y Europa para reclamar la restitución de los fueros soberanos al pueblo dominicano. Constituye un cuidadoso relato documentado de los acontecimientos que antecedieron a la intervención.

Del mismo modo, el libro Documentos Históricos (1922), de Antonio Hoepelman y Juan A. Senior, recoge testimonios ofrecidos por prestantes personalidades dominicanas de la época ante la Comisión Investigadora del Senado de los Estados Unidos que visitara Santo Domingo en diciembre de 1921. El propio Hoepelman -quien fungía como diputado al momento de la intervención- publicaría luego Páginas dominicanas de historia contemporánea (1951), obra testimonial en la que refiere su visión de ese proceso.

Con intención de denuncia, el publicista venezolano Horacio Blanco Fombona – quien sufriera cárcel y censura por su actitud frente a la intervención- editó en México Crímenes del Imperialismo Norteamericano (1927), libro que glosa algunos de los excesos cometidos por tropas norteamericanas en el ejercicio de la autoridad militar.

En La Ocupación Militar de Santo Domingo por Estados Unidos (1916-1924), Sócrates Nolasco -quien se desempeñaba entonces como cónsul dominicano en Puerto Rico- recoge artículos publicados por él en la prensa puertorriqueña, así como cartas que le remitieran personalidades dominicanas empeñadas en la campaña diplomática contra la intervención.

Una gran cantidad de opúsculos y artículos de prensa registran la actitud de la élite intelectual dominicana frente a la Ocupación, entre los que se destacan los trabajos de Américo Lugo, Tulio Manuel Cestero, Fabio Fiallo, los Henríquez (Francisco, Federico, Max, Enrique Apolinar), Rafael César Tolentino, Luis Conrado del Castillo, entre otros. Algunos artículos, ofrecidos al azar: La Comisión Nacionalista Dominicana en Washington, del poeta Fiallo, Lo que significaría para el pueblo dominicano la ratificación de los actos del Gobierno Militar Norteamericano, del jurista Lugo, El Problema Dominicano, del escritor y diplomático Cestero, Medios adecuados para conservar y desarrollar el nacionalismo en la República, del educador, jurista y orador del Castillo.

Otra dimensión del fenómeno de la Ocupación la brinda la excelente y hoy desconocida novela de Horacio Read, Los Civilizadores (1924), en la que se muestra la sociabilidad de la oficialidad norteamericana con las familias de clase alta de la ciudad de Santo Domingo en el ambiente bucólico de las mansiones solariegas de Gascue y de los clubes campestres. En otro plano menos sofisticado, figura el libro de memorias de Gregorio Urbano Gilbert, Mi lucha contra el invasor yanqui de 1916 (1975), en el cual el autor narra sus vivencias como miembro juvenil del grupo guerrillero de Vicentico Evangelista, que operaba en el Este.

El periodista Félix Servio Ducoudray -apoyándose en entrevistas realizadas por el historiador Emilio Cordero Michel a viejos gavilleros- publicó Los “Gavilleros” del Este: una epopeya calumniada (1976). Más recientemente, la historiadora María Filomena González dio a la estampa un estudio más documentado sobre la materia, Los Gavilleros 1904-1916, editado por el AGN en 2008. En secuencia, José C. Novas acaba de publicar Los Gavilleros. La lucha nacionalista contra la ocupación 1916-1924.

Por el lado dominicano, como un estudio académico comprensivo, figura la obra del sociólogo Wilfredo Lozano La dominación imperialista en la República Dominicana, 1900-1930, que se concentra en los cambios estructurales que la intervención provocara en la economía. La Academia Dominicana de la Historia, en ocasión del Centenario de la Ocupación celebró este año un ciclo de conferencias, recogidas en el número 191 de CLIO, con textos de Adriano Miguel Tejada sobre el contexto geopolítico, Roberto Cassá, los movimientos sociales, Pedro San Miguel, resistencia campesina, Ma. Filomena González, sistema de vigilancia, José Luis Sáez, la iglesia católica, Herbert Stern, la salud, Wenceslao Vega, la legislación, Eduardo Tejera, el movimiento nacionalista.

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José del Castillo Pichardo, ensayista e historiador. Escribe sobre historia económica y cultural, elecciones, política y migraciones. Académico y consultor. Un contertulio que conversa con el tiempo.