Compartir
Secciones
Podcasts
Última Hora
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Herramientas
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales
Libros
Libros

Jesús, un pollino, batir de palmas y el Aleluya

Durante tres cortos años, que bastaron para que su prédica influyera en millones de personas hasta nuestros días, Jesús recorrió más de cincuenta ciudades y aldeas para difundir su proclama de redención. Entre esos lugares los que más suelen recordarse son Galilea, Samaria, Judea, Cafarnaúm, Tiberíades y, desde luego, Jerusalén. Ahora iba rumbo a Betania, cerca de Jericó, a una casa que, en varias ocasiones, fue el lugar donde se encontraba más a gusto con sus amigos María, Marta y Lázaro. Allí podía descansar del largo camino, de la amplia andadura evangelizadora, y encontrar comida, amistad y la veneración propia de los que sabían que en ese hogar estaba morando el mismo Dios.

Marta está inquieta, tratando de atender en los más mínimos detalles a tan digno visitante. María, por el contrario, se ha sentado a los pies de Jesús para escucharle hablar, mientras les instaba, como solía hacerlo, a que le acompañaran en la oración del Padre Nuestro. Lázaro, que era perseguido por judíos y romanos para liquidarlo y terminar con la historia de aquel “levántate y anda” que le sacó de las tinieblas de la muerte, se había quedado también al lado de su Señor, aunque de cuando en vez iba a ayudar a su hermana Marta en la preparación de la comida y de la mesa, alimentos que habían sido dispuestos por Simón –el leproso que había curado- que deseaba encontrarse con Jesús y cenar con él en su casa.

Cuando caminaba rumbo a Betania, próximo al Monte de los Olivos, Jesús había encomendado a dos de sus discípulos a que fuesen a una aldea y desataran un asno joven que nunca había sido montado, y que se encontraba en unas tierras aparentemente sin dueño. Cuando los discípulos se llevaban el jumento, algunos vecinos reclamaron por qué lo hacían, y ellos sólo atinaron a responder lo mismo que le había dicho Jesús: “Porque el Señor tiene necesidad de él y lo devolverá en cuanto ya no lo necesite”. Era sábado, seis días antes de la Pascua. Ya en el ambiente del discipulado rondaba la inquietud del destino de Jesús. Se rumoraba su apresamiento para juzgarlo, y algunos comentaban que los romanos no se atrevían a detenerlo por temor a una revuelta. Jesús, mientras tanto, se mantenía sereno. Los jerarcas judíos habían sembrado en los romanos la idea de que Jesús encabezaría una jornada política contra el imperio. Creyeron comprobarlo cuando ya frente a Pilatos, el prefecto romano, éste le había preguntado si era cierto que se consideraba Rey de los Judíos, y él le contestaría que sí (“Tú lo dices”). Entre los discípulos que escogió para seguirle y dirigir su movimiento mesiánico, los había de todos los colores políticos. De Pedro se dirá que era un nacionalista radical, que luchaba por la independencia de los romanos; a Judas se le sindicaba como integrante del grupo más violento de los nacionalistas judíos; Felipe simpatizaba con el sistema griego; Mateo, recaudador de impuestos, era sin dudas un colaborador del régimen. Jesús predicaba contra la injusticia, contra la opresión, a favor del amor y la libertad, pero su mensaje iba dirigido hacia otra dirección y hacia otro destino que los judíos nunca entendieron, y los romanos mucho menos, ensimismados como vivían en sus oropeles de grandeza y de dominio imperial. De todas maneras, aquella noche en la casa de Betania, Jesús sabía que su fin estaba próximo, y los discípulos comentaban entre ellos la incertidumbre que les arropaba ante los cambios que observaban en su líder.

Alrededor de la casa de Betania se iba arremolinando mucha gente que buscaba conocer a quien había resucitado a Lázaro. En verdad, la mayoría curiosa estaba allí más para ver a Lázaro que a Jesús. Los discípulos cuidaban del Señor y organizaban a la multitud. La noche caía y todos fueron, poco a poco, durmiéndose, mientras Jesús permanecía en vigilia, con María y otros de sus seguidores a sus pies, en una casa donde el suave olor del perfume de nardos derramado por María penetraba todos los rincones. El pollino simplemente esperaba.

Desde el amanecer, hubo aprestos en la casa y sus alrededores. El burrito, suelto en el patio, fue llevado a presencia de Jesús. Entonces, le ayudaron a montarlo mientras le echaban encima sus vestidos, y luego, sobre el camino, muchos tiraban sus mantos por donde el burrico y su noble carga pasaban, y otros más cortaban el follaje de los campos para lanzarlo a su paso. Benedicto XVI afirma que este pasaje es un signo de su realeza, de su linaje davídico. Jesús es rey, y como tal, va encima del pollino para ser aclamado, para que, a su paso, le reverencien y le saluden con gritos de piedad y de júbilo. Algo similar había ocurrido cuando David ordenó a sus súbditos que montaran a su hijo Salomón en su mula y lo llevasen a Guijón para que los sacerdotes y el profeta Natán lo ungieran como rey de Israel. Los que estuvieron aquel domingo de ramos y gritaron, levantando sus palmas, “Hossanna, Hosanna, hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor”, ignoraban probablemente que se cumplía justo en ese momento la profecía de Zacarías: “Decid a la hija de Sión: mira a tu rey, que viene a ti humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila”. Ese Hosanna fue siempre un grito piadoso. Significaba ayuda, socorro. Se utilizaba para pedir buenas cosechas, para reclamar la lluvia, para implorar la paz, pero ahora se convertía además en expresión de júbilo. En su borrico, Jesús entra a Jerusalén acompañado de una multitud donde primaban mujeres y niños. Las mujeres, tenidas entre los judíos, y en parte entre los mismos romanos, como personas de segunda o tercera clase, que debían obedecer, criar a los hijos y estar atentas a las demandas de los maridos, con Jesús cambiarían sus roles. Nunca antes un líder público había tenido a la mujer como compañía permanente en su peregrinar y como parte de su discipulado. Jesús es el primer feminista de la historia. Allí estaban ellas, acompañándole rumbo a Jerusalén. Siempre se ha dicho que los mismos que acompañaron a Jesús aquel Domingo de Ramos, fueron los que días después pidieron su crucifixión. Nada más inexacto. Esa multitud volverá a las aldeas de donde llegaron cuando termina el peregrinaje y Jesús se desmonta del pollino frente al templo y allí contempla la masa que le sigue, predica, ora y pasa el día en medio del alborozo final de sus seguidores. Los que clamarán en su contra son los jerosomilitanos, esos habitantes de Jerusalén que al ver pasar a Jesús y a los que le siguen, preguntan de quién se trata, de dónde viene, cuál es su oficio. Puede ser que, entre la multitud, algunos pensaran que Jesús iba a promover una rebelión armada contra los romanos. No era su objetivo y no lo hizo ni siquiera cuando los romanos llegaron para prenderle y Pedro desenvainó su espada y le cortó la oreja a Marco, uno de los soldados. Su proclama redentora era de otro tipo. ¿Acaso no se lo dijo al prefecto romano que su reino no era de este mundo?

El lunes, después del triunfal recorrido del día anterior, Jesús amaneció frente al templo, junto a los suyos. Se acercaban los gentiles para conocerle; los discípulos le siguen pidiendo que descanse, pero su prédica se les hace imposible de entender en momento tan crucial cuando ya él no se esconde y está dispuesto a enfrentar el destino que conoce de antemano (“Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, se queda solo: pero si muere, produce muchos frutos...”) Como escribirá Francois Mauriac, Jesús, tembloroso, no quería ver, a dos pasos de él, “aquella puerta abierta ya sobre las tinieblas”. Era Dios y era hombre.

Jesús volvió a Betania, probablemente a otra casa, según cuenta Marcos, cerca del Monte de los Olivos. Le quedaban pocos días de vida, pero en ese breve tiempo son varios e importantes los sucesos que preside y las enseñanzas que deja. Cada día baja al templo a predicar; maldice una higuera que no producía, advirtiendo tal vez lo que debía sucederle a Jerusalén; se enfrenta a los fariseos que le provocan, hasta con sentido del humor (“¿Con qué autoridad actúas como lo haces?...”Díganme ustedes, ¿el bautismo de Juan era del cielo o de los hombres?” El gancho de Jesús fue demoledor. Los fariseos no saben cuál respuesta darle y alegan ignorancia. “Ah, pues ¿no lo saben? Yo entonces no les diré con qué autoridad hago estas cosas”); pronuncia las profecías de las ruinas del templo, habla sobre el final de los tiempos, proclama sus últimas parábolas -la de los viñadores homicidas y la de la higuera-, expulsa a los mercaderes del templo, establece el rol del César y el de Dios, conversa con los saduceos, observa el óbolo de la pobre viuda, cena con sus discípulos en el piso alto de la casa de un seguidor fiel, trece sentados a la mesa, y allí instituye su propia Pascua distinta a la que los judíos celebrarían dos días después; instituye la Eucaristía; agoniza orando en Getsemaní. La cruz aguarda en algún almacén. Toda la trama en su contra está preparada. El dinero sucio ha corrido para legitimar la traición. El viernes será el suplicio, el interrogatorio, los azotes, el calvario, la muerte. El primer día de la semana, al salir el sol, las mujeres que nunca le abandonaron, que fueron fortaleza y lealtad en su trajinar, corrieron al sepulcro: ¡Aleluya! [El asno joven hacía cuatro días que había sido devuelto, conforme lo prometido].

TEMAS -
  • Libros

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.