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José Alcántara en una mecedora de Juan Dolio

En Juan Dolio, comencé a leer, por primera vez, a José Alcántara Almánzar en los ochenta del siglo pasado. Los lectores dominicanos, en una muy alta proporción, suelen desdeñar el reconocimiento de las trayectorias de nuestros escritores mayores, y lo que uno observa, no sin cierto disgusto, es que los nombres importantes de nuestra historia literaria –salvo dos o tres casos en los que influyen otras condiciones, más que las propiamente literarias- no se les valora con estudios, ensayos analíticos, u otras formas de homenaje y elevación. Esto es usual en cualquier otra geografía. Los cubanos, los argentinos, los colombianos, por destacar algunos ejemplos, son excepcionales en este tratamiento valorativo de sus hombres y mujeres de mayor proyección y aportes en la literatura. Los puertorriqueños, incluso, para otro ejemplo cercano, practican este gesto positivo hacia sus escritores de mayor relieve. Y por eso, creo que uno debe contar cómo ha conocido o cómo aprendió a estimar una obra literaria de los nuestros.

En Juan Dolio, existía un lugar llamado Villas del Mar, justo al lado de la casa de campo presidencial. Eran unas cabañitas rústicas, pero muy bien ensambladas y cómodas, donde solía ir a quedarme los fines de semana junto con mi esposa. Un camino de piedras nos llevaba en segundos a la playa, y todo aquel ambiente frente al mar nos permitía pasar unos días maravillosos, en tiempos en que aún no se conocían los resort. Había una casa familiar en Sosúa, a la que solíamos ir cuando las ocupaciones nos permitían quedarnos por varios días, pues el trayecto era largo para un breve fin de semana, y por la parte Este lo que se conocía era Casa de Campo y el Club Mediterranee. Luego, dejaríamos de ir a Villas del Mar cuando se descubrió que su playa no era muy segura y que su mar tenía unas corrientes internas peligrosas. Corrían noticias de más de un ahogado y de algunos que desaparecían mar adentro. De hecho, dejamos de ir cuando yo, que no soy buen nadador, sentí una vez que el fondo sobre el que estaba de pie, próximo a la orilla, de pronto desaparecía y me llevaba a sumergirme en contra de mi voluntad. Mi mujer, que sí es muy buena nadadora, decía que había sentido más de una vez esa sensación real. No volvimos jamás. Pero, guardo el recuerdo de que en la galería de la cabaña que ocupábamos, sentado en una mecedora, sin música estridente de fondo, más bien en ambiente de silencio, como si fuese un retiro espiritual (el Presidente de la República tenía su casa al lado, y había que guardar las formas), comencé a leer a José Alcántara Almánzar, que había nacido como escritor en los setenta, con tres libros de cuentos. Fue uno de los escritores de mayor relieve que surgieron en ese decenio. Pero yo no había leído sus cuentos. Me llevaba siempre, a Villas del Mar, cada fin de semana, el mismo libro: Estudios de Poesía Dominicana, que es por donde inicié mi contacto con las letras de Alcántara, un sociólogo de profesión que luego laboraría como docente en centros universitarios de Santo Domingo y Estados Unidos.

Eran los comienzos de la década de los ochenta, aunque no pueda precisar ahora exactamente en qué año. Estaba interesado en profundizar mis conocimientos sobre la poesía dominicana y aquel libro me interesó cuando supe de su publicación y lo encontré, de seguro, en La Trinitaria o en la Mateca, del barrio 30 de Mayo. El libro cerraba el ciclo setentista de Alcántara, que fue tan productivo y que lo lanzó al terreno de las letras dominicanas. Sería publicado justo en diciembre de 1979, de modo que su distribución y lectura se ampliaría a partir de 1980. Todavía hoy –y lo acabo de hacer por un motivo específico- leo mis anotaciones al margen, y constato mis subrayados en esa obra, y pienso que es un libro que ha debido merecer nuevas ediciones, aunque desconozco si esto ha sucedido. Es un gran texto de análisis crítico, y un ensayo que, con toda seguridad, ha de estar entre los primeros de su tipo en nuestra bibliografía. No hay nada mejor –lo he dicho muchas veces- que releer un libro solo en las partes que uno destaca con un lapicero o un marcador que, en algunos casos, a veces son casi páginas enteras. Uno vuelve a valorar el libro, comprueba que es un texto de importancia, lo relee precisamente en aquellos aspectos o frases o juicios que te provocaron atención, y a los que ha subrayado o atrapado entre corchetes, o les ha trazado rayas insólitas que cruzan el mismo texto para anotar en los márgenes, a derecha o a izquierda, arriba o abajo, algún comentario, interrogación o una simple aprobación de lo escrito. Puedo decir que, por mis notas de esos ya lejanos ochenta, he vuelto a releer ese primer gran ensayo del autor mencionado que en mí, particularmente, sembró conceptos y apreciaciones varias sobre los quince poetas evaluados.

Alcántara Almánzar seleccionó, para diseccionar sus obras y sus ejercicios poéticos, a los siguientes autores: José Joaquín Pérez, Salomé Ureña, Gastón Fernando Deligne, Domingo Moreno Jimenes, Tomás Hernández Franco, Manuel del Cabral, Héctor Incháustegui Cabral, Pedro Mir, Franklin Mieses Burgos, Aída Cartagena Portalatín, Freddy Gatón Arce, Manuel Rueda, Antonio Fernández Spencer, Lupo Hernández Rueda y Máximo Avilés Blonda. ¿Acaso no son los que forman esta selección las voces fundadoras de la poesía dominicana? Es un ensayo sobre la poesía mayor de nuestra literatura. Y me entusiasma el trato respetuoso de Alcántara a cada uno de estos grandes poetas, la valoración equilibrada y justa que ofrece de cada uno de ellos, y la señalización situacional que otorga a cada ejercicio poético, destacando aportes y estimando las andaduras y singularidades de cada autor. Estoy convencido de que es uno de los textos más relevantes en el estudio de las raíces clave de la poesía dominicana y sus voces centrales. Es una obra conceptuosa, bien elaborada, con una escritura que se desliza sobre los meandros de una poética cardinal, de la cual se nutren y configuran los legados más legítimos de la literatura dominicana. Alcántara, me parece, otorgó tanta importancia a su estudio, que quiso leer los capítulos de sus libros, mientras los iba escribiendo, a notables intelectuales y a sus amigos de mayor cercanía. De modo que antes que libro, fue lectura que se comunicó, para cualquier corrección necesaria, a escritores de la talla de Virgilio Díaz Grullón, Avilés Blonda (para entonces todavía, uno de los gurús más respetados de nuestro ambiente literario), Héctor Incháustegui (autor muy admirado por Alcántara, y al que dedicaría luego un libro sobre su trayectoria), Manuel Rueda, Franklin Mieses, Lupo Hernández Rueda, Josefina de la Cruz (una autora que en esa época estaba en la cresta de la ola) y doña Aída Bonnelly. Y en las sesiones de lectura participarían, entre otros más, personalidades de nuestra vida intelectual de la talla de Guillermo Piña-Contreras, Carmen Imbert Brugal, Federico Henríquez Gratereaux, Enriquillo Sánchez, un joven narrador, Juan Manuel Prida Bustos, Marianne de Tolentino y la propia esposa del autor, Ida Hernández Caamaño. No he conocido aún, en nuestra literatura, un libro que haya realizado un recorrido tan amplio de lectores antes de ser publicado, lo que creo establece un precedente en un ambiente donde tantos libros de buenos argumentos en la narrativa, de edificantes propósitos en el ensayo, o de inspirados alientos poéticos, no han podido saltar el charco por falta de correctores oportunos.

Comencé a conocer la literatura escrita por José Alcántara Almánzar por este primer ensayo suyo, al que le seguirían otros. Entonces, luego, me inicié en sus cuentos, comenzando por Testimonios y Profanaciones, que fue su tercer libro de relatos, pues su carrera como escritor inició en 1973, hace cuarenta y ocho años, con Viaje al otro mundo, al que seguiría, con mayor aplomo narrativo, Callejón sin salida, en 1975. Poco a poco, fui consumiendo toda su obra, hasta hoy. Y no tengo reparos en afirmar que se trata de uno de nuestros cuentistas más admirados, sino también de un ensayista de criterios formales, que sabe lo que dice y como se dice. Han sido los dos géneros que escogió para construirse una estela brillante como uno de los mejores escritores dominicanos. Yo quería decir esto hace rato, en un país donde nos olvidamos con frecuencia de nuestros auténticos valores literarios, por ignorancia o mezquindad, pero, al fin, he podido hacerlo al visitar el anaquel en mi biblioteca donde están los libros de Alcántara en busca de un dato que recordé que este autor poseía, y decidí, entonces, repasar, en mis anotaciones y subrayados, esa obra de valor y trascendencia que me leí en dos o tres fines de semana en Juan Dolio, en aquella cómoda mecedora de Villas del Mar que sigue viva en mis recuerdos.

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José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.