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Juan Rulfo y el falso baldón

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A Juan Rulfo lo alcanzó por décadas el desaseado virus de la maledicencia, el estrépito soez del chisme, la mugrosa armadura de la calumnia. De él tejieron leyendas y decires que la rivalidad literaria convirtió en polémica sorda, en desplegados rumores, en ninguneo. Fue su calvario por atreverse a escribir y publicar dos piezas magistrales y luego, entonces, callar para siempre. El ejercicio literario no se entiende si no es sentado siempre sobre el lomo del caballo, a galope por montes y llanuras, escribiendo, reescribiendo, reescribiéndose. Así, como una competición perenne –con los otros, con uno mismo–; como una barahúnda sujeta a las leyes del ruido y a la cosecha fantástica de la novedad que editores y lectores esperan, impacientes, cada temporada.

En parte, es así. Si la escritura literaria es un oficio, el sujeto que lo ejerce está atado a una realidad incontrovertible: crear. Crear sólo con ligeras pausas o crear siempre, sin detenerse nada más que con la muerte. Y aún así. Editores y familiares, no siempre de manera escrupulosa, removerán entre archivos y papeles íntimos para descubrir epistolarios, ejercicios inconclusos, material de desecho que el propio autor, en vida desde luego, no consideró nunca colocar en lugar visible. Sobre las cenizas, el negocio de la posteridad seguirá consumiendo glorias venerandas.

Rulfo no tenía esa estampa. No era un escritor de tinta en sangre, ni mostraba el atuendo característico del oficio. La historia universal de la literatura muestra ejemplos parecidos, aunque tal vez con otros aderezos. No tuvo una formación que pueda considerarse espectacular, quebrada sin dudas por las dificultades que la violencia guerrera imponía por los tiempos de su niñez y de su juventud, malogrando la vida de su padre y luego viendo morir bien temprano a su madre. Rulfo es hijo de orfelinato y de custodias abueleras. Y es también hijo de desarraigos. Y producto genuino de la ruralía jalisciense. Lo urbano no le hacía tilín.

Bueno, formación sí tuvo. Lecturas específicas las hay, comprobadas. Pero, le negaron más de una vez la posibilidad de llegar a las aulas de institutos y universidades. El ambiente académico no quiso darle entrada nunca. Solitario, cambiaba frecuentemente de ciudad aunque no de ropero. El ajuar le era escaso como escasas les fueron las monedas para divertirse o leer a voluntad, si acaso tuvo esta manía entre sus deberes. Pero sí. Se afirma que leyó a Faulkner, a Joyce, a Virginia Woolf, y alguno asegura que se aventuró con la lectura de autores nórdicos y escandinavos que ni antes ni hoy estuvieron en las planillas lectoriales de sus colegas. Y colegas tampoco tuvo en demasía, aunque los discípulos sobrarían tiempo más tarde. Tantos fueron, aunque tan pocos los que cogieron las señas clave de su genialidad.

Sin ropaje ni talante de escritor, se metió un día en el mentidero literario que, en algún momento mucho más tarde, se volvió cloacal. Algunos no quisieron darse cuenta, pero algunos ensayos y uno que otro cuento suyo nació por las praderas revisteriles del México de los cuarenta (“Macario” y “Nos han dado la tierra” fueron los puntos de partida). Y, de nuevo, el abandono. Se dedicó a vender gomas Michelin por toda la geografía mexicana. Había que entretener el bolsillo. Hasta que en 1953 –cuando tenía 36 años– salió a la luz El llano en llamas, esa imperdible colección de relatos que marcó pautas y aconteceres. Había dado vueltas por todo México, de pueblo en pueblo, y nadie pudo contar mejor que él lo que vio, sintió y reverberó en la conciencia de sus coetáneos. Y dejemos constancia: no aparecieron de golpe los dieciséis cuentos de El llano en llamas. Hubo que esperar varias ediciones para reunirlos a todos. Y como el que desea acabar rápido, dos años después dejó sobre la mesa bien servida de la literatura mexicana a Pedro Páramo. Y entonces fue la apoteosis, sobre todo porque nunca más quiso seguir el juego de la literatura a la fértil usanza de la clase. Bastaban esas dos muestras y ya fue maestro. No necesitó títulos ni liderazgos ni rectorados ni honores académicos ni nobeles.

Rulfo se dedicó a la fotografía con el mismo espíritu social y crítico de su pequeña gran obra. Y se cerró, a cal y canto, dejando a los perros que ladraran desde sus terrazas de envidia y espanto. Sufrió la guerra cristera y la violencia de la Revolución, pero cuando llegaron sus dos libros sufrió también la violencia del denuesto que colocó dudas sobre sus méritos. Esto se cuenta: Rulfo tuvo un profesor, Efrén Hernández, que le ayudó a pulir sus trabajos de inicio, que leyó sus primeros cuentos, que probablemente fortaleció su estilo. Nada pecaminoso que digamos. Eso bastó. Sabía defenderse, pero dejaba que los zorrunos aullaran. Con Juan José Arreola –que representaba otro estilo de contar– entró en discusión. No volvieron a ser amigos. A Octavio Paz no le hizo gracia su gloria. Y Ricardo Garibay lo hizo peor: aseguró en público debate que Rulfo no era más que “el burro que tocó la flauta”. Ponía en dudas su escritura. Había un negro detrás de sus libros. Augusto Monterroso llegó a escribir un cuento a causa del silencio de Rulfo como escritor. No quería escribir más porque tanto éxito obtuvo con El llano en llamas y Pedro Páramo que tenía miedo a escribir otros libros menores, aunque fuese uno solo más. Eso nunca lo dijo él. Lo dijeron otros por él. O contra él.

Los periodistas lo acosaban en todas partes: ¿cuándo sale su nueva novela? Y Rulfo, hastiado, decía siempre que la estaba escribiendo, y en una ocasión hasta le puso título, La cordillera. Nunca se publicó ni nadie la ha encontrado jamás entre sus papeles. Lo que sí apareció, casi treinta años después, fue un gallo de oro que es guión para cine y no narrativa, y de la que dieron cuenta varios directores cinematográficos.

Rulfo fue una víctima del éxito, que siempre cae mal entre los que no lo obtienen o lo logran a medias o forzadamente diligenciada. Odiaba el trajín de las editoriales, los vaivenes de la fama, las presiones mediáticas. Los elogios terminaron atolondrándolo. Escapó sin medidas de ese estercolero que sumó a su prestigio el esquemita consabido de la duda creativa. He oído decir en estos días a Héctor Aguilar Camín que para los escritores mexicanos de la época resultaba inexplicable que “aquella perfección inquietante hubiera salido de la mano de un escritor que parecía cualquier cosa menos un hombre de letras, cualquier cosa menos un escritor profesional. Era sólo un tipo silencioso que había dejado de escribir, y que no había escrito sino eso, dos libros geniales”. Empero, aunque la leyenda de Rulfo “como un diamante en bruto pulido por otros” –en el decir de Aguilar Camín– ha sido revisada y desmentida una y otra vez, una y otra vez ha quedado viva.

Hoy recordamos a Juan Rulfo en su centenario, releyendo una obra que lo consagró como un clásico de la literatura de habla hispana. “En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía”. Hundo la tinta roja en cada relato y en cada párrafo de su novela única y solo alcanzo a ver al genio y su dimensión infinita. Llegó a Comala para buscar a su padre, un tal Pedro Páramo, en tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias. Y de ahí en adelante, el diluvio. Y las aguas. Y los fuegos. Las glorias casi siempre se escriben de ese modo.

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