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La bohemia: el imperio del alcohol

Cada año, en sus dos viajes anuales a Santo Domingo, el grande amigo Franklin Gutiérrez, catedrático de York College, llega a casa desde Nueva York con un litro de coñac y un buen libro. Y cada vez el coñac sabe mejor y el libro resulta tan novedoso y atractivo como el que me había obsequiado antes. Un litro y un libro, recordaba siempre don Rafael Herrera en cita memorable, cuando se pensaba en los regalos de Navidad. Nunca el libro solo, que no debería ofenderse la buena y grata libación, pero tampoco el litro sin la compañía de una lectura disfrutable, que la unión de ambos instrumentos del gozo humano resulta siempre un buen alimento para el espíritu.

Este verano, el conocido escritor que desde hace treinta años es profesor de Lengua Española y Literatura Latinoamericana en The City University of New York, me ha traído de regalo un sabrosísimo Diccionario de la Bohemia, un exquisito texto que los editores afirman que se lee como una novela y yo creo que como un ensayo, sobre “esa forma espiritual de aristocracia, de protesta contra la ramplonería estatuida” que es la bohemia en la definición de Emilio Carrere.

La bohemia es una condición de vida. Un estatuto de comportamiento. Una misa diaria a la que se asiste con espíritu religioso porque en ella se cumplen todos los ritos que la existencia comporta. Los bohemios tienen sus categorías y su sentido de urbanidad propia. Es una especie humana que ha sido evaluada a fondo durante interminables décadas bajo la criba de su conducta profana, en el semillero avispado, fogoso, a veces recriminador, de ese formato arrebatado donde el desenfreno construye su veranda y el sueño, su seductora esperanza.

Hay bohemios y bohemios. Y hay que diferenciarlos del bebedor de tragos. No deben confundirse las materias. Los hay que forman una “tribu de melenudos, de hampones, de hambrientos de vida y esperanza” que ambulan por El Conde o por La Puerta del Sol o por los Campos Elíseos “en búsqueda y captura de un café con leche... proletarios del arte que quisieran cambiar el arte y la vida” y que “entregaron su vida al arte, sin tener en cuenta sus graves consecuencias” como nos anota José Esteban. Y entre las distintas clases de bohemia -que no creo peligre aún su extinción mientras existan abandonos, averías mentales, golpes bruscos, desgastes de la clavija, sueños truncos, indigencias y desiertos- camina entre sus tipos la bohemia literaria. La practicaron muchas mentes honorables y escritores menos afortunados. Y la combatieron, a veces de forma obstinada, excelencias como Pío Baroja que la llamó “mito ridículo de vivir alegre y desordenado”, Unamuno, Ortega y Ramiro de Maeztu. El arte y la literatura han encontrado albergue en la bohemia, esa que se guareció en cafés y tugurios, ante una sociedad de cuya contienda cotidiana sus ejercitantes intentaban huir. Desde luego, están los bohemios revolucionarios, la bohemia subterránea, la inteligente, la bohemia limpia, la proletaria, la elegante, la poética, la malograda, la pintoresca, la tabernaria, la triste, la eterna.

En la bohemia nacieron muchos nombres literarios, se concibieron obras deslumbrantes y la bohemia misma conformó un movimiento donde la literatura alcanzó cimas relevantes. Muchos célebres de las últimas décadas fueron bohemios de ocasión cuando, en el caso de Madrid que fue meca o París que fue destino, “en algún momento de su dura juventud, se creyeron y sintieron bohemios, miembros de esa tribu que pululaba en busca de triunfos e ideales”. Otros fueron bohemios eternos, hasta que el giro de las circunstancias hizo añicos sus venturas. La generación del 98 fue bohemia en sus orígenes ¿Cuántas y cuáles de las nuestras también lo fueron? Aguardiente, vino, ajenjo, fueron el motor de aquellas citas y de aquellas luces. En otros, ya lo hemos dicho, una simple taza de café (un expreso, un medio pollo), con tal vez una tostada y un vaso de agua. “El periodo romántico dignificó la embriaguez; la vida mostrábase triste y era prudente ahogarla en vino; Byron triunfaba y la silueta de Alfred de Musset sentado ante una copa de absenta, inspiró a la juventud el amor a las melenas largas y a las mejillas de marfil”. Se habla de los finales del siglo XIX. Entonces, “el imperio del alcohol fue largo”. Y el público se acostumbró al estilo de vida de artistas y escritores, a un nivel que todavía hoy no pocos creen que ambas especies anidan sus recursos creativos en la licenciosa vida de la bebentina. Azorín, Verlaine, Rodin, Flammarión, Alejandro Sawa (“Príncipe de los bohemios españoles”). Bécquer que era “la soledad, la musa enferma, el desarreglo, el desterrado en la multitud, el hombre que estaba triste en todas las fiestas y que vagaba por los prostíbulos pregonando su lucha contra el materialismo de la sociedad”. Ramón Gómez de la Serna, que una vez le dijo a Ortega: “No hay que tener miedo ni a la bohemia ni a la noche”. Rubén Darío, que desde muy joven anduvo en los predios de la bohemia artística, pero la abandonó a tiempo cuando se dio cuenta que le degradaba. Rafael Cansinos Asséns. Valle Inclán (“Bohemio en el más alto sentido de la palabra”). Manuel Machado, partidario de la bohemia elegante. Su hermano Antonio (“El hombre para ser hombre/ necesita haber vivido/ haber dormido en la calle/ y, a veces, no haber comido”). Francisco Villaespesa que declaró al vino como “la única religión que hay en la tierra”. Juan José Llovet, poeta y periodista santanderino, quien se avecindó en nuestra ciudad capital entre los años veinte y treinta, y aquí lo encontró Eduardo Zamacois y de él escribió entonces: “Llovet llegó a Santo Domingo, donde su buena presencia y su naciente fama de escritor le permitieron desposar con una viuda, joven y guapa, dueña de una pensión. Aquella mujer fue para él una playa. Sin embargo, Juan José Llovet, alma vagabunda, prendada de lo incierto, me confesó que no era feliz”.

Y el anecdotario corre, porque bohemia y anécdota ambulan parejas. Don Enrique Casals Chapí, fundador de nuestra Orquesta Sinfónica Nacional, autor de Suite para una ceremonia solemne, estrenada en la Catedral Primada en 1943, fue antes de que el exilio republicano lo llevara a Francia y luego a la República Dominicana, uno de los más prestigiosos compositores y directores de España. Se cuenta que en 1898, el maestro dirigía la zarzuela Curro Vargas a la que le puso música, en un teatro madrileño. Los autores eran los escritores Joaquín Dicenta y Manuel Paso, bohemios de gran calado. Cuando terminó el estreno, la ovación fue ensordecedora, y hubieron de salir al escenario junto a Casals Chapí los triunfantes autores. Y mientras el auditorio reclamaba una y otra vez la presencia de ellos y los aplausos no concluían, en medio del alborozo, Paso se abraza emocionado a Dicenta y le dice sollozando: “Joaquín, Joaquín...¡Hemos asegurado el aguardiente de toda nuestra vida!”.

El Café Gijón, aún con sus velas al aire, fue centro de la mejor bohemia de Madrid. Poetas malditos, engendros de escritura sin destino, escritores de bullpen y algunos que comenzaban a abrirse campo en la literatura, se convirtieron en adictos a la bohemia de tan célebre lugar donde reinaba una dama, Sandra, “lengua de veneno, piernas de pecado, amantísima de amantes a discreción, indiscreta por convicción, surrealista total”. Era la musa del Gijón, en la época en que Paco Umbral se subió al tren de la bohemia y Fernando Fernán Gómez buscaba un espacio de libertad en medio de las limitaciones a que obligaba la dictadura franquista.

La lista de aquellos literatos bohemios en el Madrid entre los siglos XIX y XX es amplísima. Y entre ellos encontraremos nombres como el de Rufino Blanco Fombona, el escritor venezolano que luego de estar preso por batirse a tiros con un funcionario de alto rango del dictador Juan Vicente Gómez, al salir de la cárcel estableció residencia en Santo Domingo. Autor de una elegía a la bohemia: “Qué libre es la vida de toda bohemia/ poetas, gitanos! Por único premio/ de su rebeldía y su libertad/ los saluda el cielo de cada ciudad/ y son sus amigos las cosas viajeras:/ las brisas, las nubes y la primavera./ Adoro a la gente que adora la errante/ vida. La bohemia libre y trashumante”.

Desde el café o la buhardilla, la bohemia generó zarzuelas, óperas, ateneos, cancioneros, poemas, cuentos, obras de arte, libros, tuberculosos, espacios urbanos, funambulistas, equilibristas, desahucios, cofradías, cementerios. La bohemia es un estado de conciencia. A veces, recinto de perdedores. Estancia pasajera de pendencieros, a veces. Absoluta, impenitente y voluntaria para muchos. Forzada, ambigua e histriónica para otros, decía Cansinos Asséns. “La bohemia es la musa bella y trágica del arroyo que exige el sacrificio de la juventud, como un ídolo sanguinario”, en la anotación de Vicente Peñalao. Inmortal, irremediablemente inmortal. Hija de lo cotidiano y vulgar como el “medio pollo” cafetero. Altiva, aristocrática y de envejecida sutileza como el buen coñac.

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