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La doblez de Papá Toño Alix

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La doblez de Papá Toño Alix

Las debilidades humanas en una persona prominente no deben acompañarlas cuando se le concede un puesto en la historia, sino sus hechos, sus obras, sus contribuciones a la sociedad en el campo de su vocación o ejercicio. Las flaquezas quedan en el mentidero, en el anecdotario. Alguno habrá que, tras la fama o el afán denostador, buscará reseñar la murmuración, la patraña. Pero, lo que termina asentándose, cuando cada cual hace su evaluación justiciera, es el aporte histórico en cualquier faceta: arte, profesión, política. Lo que el testimonio fehaciente afirme como inestimable y trascendente.

A veces, sin embargo, la endeblez se infiltra en demasía en la personalidad del individuo convirtiéndole en un emisario permanente de sus flojeras que termina reflejando su carácter definitivo, de modo que su forja humana es una sola: la de sus debilidades y la de sus aportes. Entonces, no se pueden separar ambas porque confluyen en una sola faz, en el solar único de sus dilemas y tributos.

Juan Antonio Alix, por ejemplo. Nadie debería negarle la condición que creo le pertenece de ser el mayor poeta popular que haya conocido nuestra historia literaria. “El más acabado tipo de poeta popular dominicano, emanado del Cibao”, al decir de Rufino Martínez que tan certero retrato hizo de su vida y obra. “Versificador fecundo, fácil y entusiasta, el más inspirado de nuestros bardos del pueblo”, lo llamó don Emilio Rodríguez Demorizi. “El poeta nacional que ha interpretado con más vigor la idiosincrasia de nuestras clases rurales”, según Joaquín Balaguer. “El más criollo de nuestros poetas” en la calificación de José Ramón López. “Un representativo perfecto del alma popular dominicana”, sentencia de Tomás Hernández Franco. “El príncipe de nuestros vates populares”, en la afirmación de don Vetilio Alfau Durán. Los juicios a favor de su obra, sobran. Y son justos. La espinela pareció ser creada para Alix por Vicente Espinel, el sacerdote y escritor malagueño que en el Siglo de Oro transformó el andamiaje de la estrofa dando un nuevo cariz a la décima que, desde entonces, lleva su nombre. Mesomónica fue un decimero repentista del que no quedaron más que rastros, pues no se dedicó a la escritura y sus ocurrencias se quedaron solamente en el ámbito capitalino. Alix fue otra cosa. Un creador constante e influyente en su época, con gracia, soltura y genio para elaborar sus estrofas decimeras.

Alix, empero, tuvo otras condiciones humanas, muy notorias. El hombre gustaba de la gresca. Se metía en líos por un quítame esta paja. Bizarro y fanfarrón, se le iba arriba a cualquiera que lo pusiera a menos, lo taladrara con una crítica o le plantara perillas a su ego. No pocos quedaron marcados por su machete a causa de estas pendencias. Se cuenta en Santiago la historia de un reconocido abogado quien no pudo ocultar la marca que le dejara en un brazo una estocada a sable del indomable decimero. Quien peleaba con Alix llevaba siempre las de perder, pues conocía bien el uso de las armas y tiraba siempre a matar.

Alix era comerciante. Cambió de mercancías varias veces en sus negocios, pero lo que nunca cambió fue la venta cotidiana de sus décimas. Hay que situarse en la época. Esa época que el mocano-santiaguero supo retratar política, económica, religiosa y socialmente de manera magistral. No se escapaba a su interés la intriga política del momento, los fastidios que generaba una economía que ha de suponerse en quiebra constante para entonces, alguna intriga de prelados y, por supuesto, los chismes propios de la alta sociedad santiaguera. Rodríguez Demorizi le acusa de haber descendido en ocasiones “al menguado campo de la poesía vulgar y a los estercoleros de la pornografía”. El follón de Yamasá como mejor ejemplo. Pero, el propio Rodríguez Demorizi afirma que esa poesía popular “reñida con el decoro” es “genuina manifestación de los poetas populares”. Sus espinelas las llevaba a vender al mercado y era venta segura, a un nivel de que era rara la casa de Santiago, por pobre que fuese, donde no hubiese guardada una décima de Alix. “Entre las placeras y los campesinos de Santiago, él era un ídolo”, escribe el ya mencionado historiador. Y lo hacía para obtener el sostén diario suyo y de su familia, a pesar de que no era pobre, tenía linaje en la consideración de la época. Su hermana Eloísa fue la esposa de don Ulises Francisco Espaillat. Pero, era un hombre de la calle, trapisondista, generador de bullanga y escudriñador de murmuraciones que llevaba a sus décimas. Además, como dice Rufino Martínez: “Lo que no podía o no sabía hacer el periódico, lo proporcionaba la décima” de Alix. Era obvio que resultase popular. “Su fecundidad no fue el resultado de una satisfacción espiritual o reclamo de un ideal, sino exigencia de la vida”, escribe Rufino. El propio autor definiría su poesía decimera de este modo: “Como Alix Antonio Juan/ gana la vida cantando/ en nada se anda fijando/para conseguir el pan”.

Al afán mercantil de todas las décimas que escribió y vendió –en el fondo nada de pecaminoso podría tener el efecto comercial de sus creaciones- se le unieron sus dos más grandes yerros, que con toda seguridad se abalanzaron sobre su sinuosa personalidad. En las batallas por el afianzamiento y defensa de la independencia proclamada el 27 de febrero de 1844 y más adelante en la guerra restauradora, Alix tomó parte activa y conociéndolo valiente y audaz hay que suponer que su ejercicio guerrero fue provechoso para la patria naciente. Se refugió en Haití, país que llegó a conocer bien para escribir algunas de sus décimas, pero en algún momento falló, hizo añicos su presencia en la gesta, y conociendo al detalle el plan que daría lugar al grito de Capotillo, hizo labor de caliesaje a favor de los españoles y denunció a sus compañeros de armas. Jugaba dos cartas, de acuerdo a las conveniencias y a sus propios miedos. La doblez que exponía en sus décimas como aspecto de la personalidad del campesino cibaeño, le acompañaba a él, desde otro grado, en su propia vida.

Su otro pliegue fue su dual filiación política. Papá Toño, como lo llamaban las feriantes del Yaque cuando llegaba con su mercancía decimera en los bolsillos, fue el cantor de la era lilisiana. Algunas excelentes, otras extrañamente deficientes. Cantó a casi todos los gobernantes y exaltó determinados giros de la política vernácula. Su Felicitación al General Ulises Heureaux el día de Año Nuevo de 1866 se hizo célebre porque no solo deseaba buenos augurios al hombre que decidiría el destino de muchas cabezas durante su dictadura, sino que elogiaba su destreza “por la macana” porque “el que da primero gana”. Pero, meses después de ser ultimado Heureaux en Moca escribió su conocida décima donde revelaba que “en la puerta de la Iglesia/ dicen que sale Lilís/ preguntándole al que pasa/ cómo se encuentra el país”. Y en esa décima llamaba al tirano fulminado por las balas de Mon y Jacobito, “condenado”, “tu maldito mando”, entre otras recriminaciones a quien antes ensalzaba. Y así su vida. Y sus creaciones.

Fue un maestro de la décima y un decimero que no tuvo iguales, ni antes ni después en términos de ejercicio constante y popularidad. José Ramón López, Joaquín Balaguer y Rodríguez Demorizi antologaron su producción poética y lo elevaron a los altares, creo que con justa apreciación aunque hayan surgido discrepancias. Empero, no toda su creación se encuentra al mismo nivel en tanto retrato de la autoctonía, de la ruralidad cibaeña, del modo de sentir, pensar y hablar del campesino norteño. La maestría es una cosa. La dualidad política, la servidumbre a intereses adulterinos y la vileza de intentar hacer fracasar la Patria en momentos de incertidumbre y duelo, es otra muy diferente. La primera lo eleva. La segunda lo hunde sin contemplaciones. Las debilidades humanas imbricadas hasta el tuétano en una personalidad en quien la doblez fue parte de su escritura y de su vida.

En el centenario de fallecimiento de nuestro más grande poeta popular ocurrida el 15 de febrero de 1918 en Santiago de los Caballeros.

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