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La fuerza de lo invisible visible

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La fuerza de lo invisible visible

Casquivana, la joven sudamericana asentada en España peregrinaba por el infinito cibernético, adherencia total al castellano del lado oeste del Atlántico cuando recaló en espacio dominicano. Corto quizás, perezoso no, el interlocutor le soltó una ristra de pretensiones y se atribuyó parentescos de altura palaciega cuando probablemente se acercaba más a la categoría de pobre diablo. En las redes sociales, el anonimato da rienda suelta al ego.

Al calor de la conversación y de la canícula madrileña que escuece los sentidos, la amazona del internet quiso corresponder a las chorradas que le venían de la tierra que más amó Colón y, toda orgullo, le espetó que estaba “aplatanada”. Sorpresa sin duda la hubo, y de ahí la pregunta obligada de si conocía la República Dominicana, ese trozo de geografía insular que convoca cada año a centenares de miles de visitantes urgidos de sol, arena y playa. Y también, oscuro tenía que ser, sexo tropical.

La respuesta, ingenua, desconcertante, debió provocar tanta risa como la que me invade cuando recuerdo el episodio: “Sí, sí, che, ya he comido plátano en mangú y también frito verde y maduro en casa de una amiga dominicana aquí en España”.

Aplatanado es de extranjeros cuando ingieren sin descalabro estomacal tostones y mangú, pero también han asimilado una fuerte dosis del temperamento dominicano. Aunque a veces aplasta, no aplatana solo la aquiescencia a la más rancia gastronomía dominicana, sino la incorporación a la sesera de un catálogo extenso de actitudes frente a la vida, de correspondencia impecable con posturas y costumbres que nos definen y diferencian. Como factor aglutinante, la forma peculiar nuestra de manejar la lengua que nos comunica y que ingeniosamente nos ha provisto ese adjetivo/participio, más rico en significado que un recetario de conceptos.

La fuerza de una cultura reside precisamente en su capacidad para unir bajo un denominador común a gente de bagaje social encontrado y, sin mella de esas diferencias, concentrarlos en el colectivo, portadores todos de señas de identidad parecidas. Lo invisible es visible; bastan unos asomos del entramado cultural para que podamos identificarnos unos a los otros y afirmar sin temor a equivocarnos: “ese es un dominicano”. Puede ser la forma de caminar, de vestir, de gesticular, incluso de mirar. Sin necesidad de hablar y que el acento delate, apuntamos con más certeza que error al dominicano y hasta al aplatanado.

No que la cultura sea uniforme. Sobresalen elementos con un sello de clase aparente y cierto. De igual manera, adscripciones significativas se imponen a las contradicciones y conducen a esas definiciones generales de que hablaba y que a todos sumergen en la dominicanidad. El plátano como nivelador social es uno, sin que extrañe por qué el “plantain power” de aquel mundial de béisbol fue enseña jubilosa. La musácea nos congrega en el consumo y aparta en la manera de asimilarla a la práctica cultural implícita en la gastronomía. Tostones coronados de osetra o beluga, regalo de lujo del esturión para bolsillos de flexiblidad financiera. Degustación excelsa acompañada no de una vulgar Presidente, sino de caldos con solera o espumantes que cumplieron años jóvenes y adultos en bodegas de Reims o Épernay. Trozos hervidos lánguidos, la soledad en el plato apareada con la pobreza del comensal. Guardianes inconmovibles de una pasta teñida por el rojo intenso del colorante en la aberrante salsa de tomate enlatada. Cosecha de la misma tierra y cultura en modalidades de consumo que dicen todo de lo que nos separa y une.

En los surcos más profundo de nuestro ADN conductual se esconden rasgos culturales que ignoramos. Cuando menos se espera y en contravención de la cautela natural para las apariencias y continuar como miembro de otra tribu, brota la dominicanada que nos obliga a reconocernos a nosotros mismos y admitir que el hábito no hace al monje. La dicción impecable eleva al nivel de universalidad a que todos aspiramos. Más temprano que tarde y cuando la guarda está baja, el “pero ven acá” remite a las tierras que con precisión poética Pedro Mir colocó en el mismo trayecto del sol. No un “chin”, sino a toda la profundidad que encierra la verdad de estilos de hablar que nos son propios.

“No parece dominicano” nunca es verdad total. Adoptamos otros códigos, ciertamente, no para desdecirnos o vituperar tradiciones devenidas componente intrínseco de lo dominicano, sino en aras del avenimiento, de la incorporación indispensable en el milieu social en que nos desenvolvemos. Mucho antes de representar al país en el extranjero, sané del temor a identificarme como dominicano. Por el contrario, lo llevo a orgullo consciente de que muchas son nuestras falencias. Y muchas también nuestras riquezas.

De ordinario el acento no me delata, pero siempre saco de dudas a quien vacila al describir mi nacionalidad. Pregono las bondades de nuestro ron y los puros dominicanos, de los mejores del mundo. Para más señas, predico con el ejemplo. La guayabera es la prenda veraniega por excelencia, no me arredra un buen mangú, pero la ausencia del arroz y la habichuela no me impide el sueño de los justos. ¿Indigestión por un sancocho de tantas carnes como pecados capitales o un chambre con chuletas opulentas? No me he enterado.

Incuestionable el respeto a la bachata y al merengue. Confirmado tiempo ha la mecedura en la cuna, no hay ya necesidad de comprobar el estado de las caderas cuando se desata el jolgorio y cualquier espacio libre se convierte en pista de baile. El exceso de decibelios en las conversaciones dejó de hacerme gracia en mi prehistoria. Mas, ¿alguien ha estado en un bar lleno de americanos luego de un par de cervezas o unos tragos ligeros? ¿Se conoce a los italianos por susurrantes?

Para bien o para mal no me adhiero al sonsonete de la alta calidad de la cerveza dominicana, quizás porque me sabe demasiado a monopolio y eso sí que me prende. O porque ahora soy dominicano en Bélgica y ahí la cerveza es un culto al que mejor sumarse so pena de pecar de inculto. Tampoco aplaudo cuando el avión aterriza, empero no critico a quien lo hace. He escuchado muchas batidas de palmas en aeropuertos que distan miles de kilómetros de la isla La Española. Ni me he inmutado aunque, si dormido, he confundido al despertar el lugar de aterrizaje.

Apartarse de lo criollo porque apesta a subdesarrollo o realza una pretendida inferioridad cultural pertenece a renegados y torpes mentales. En términos de cultura, hablar de superioridad pasa por un desaguisado. En todas hay valores inestimables, formas y convenciones que se pulieron en el tiempo y obedecen casi siempre a razones gloriosas para el colectivo.

En la diversidad yace la fuente generosa donde abreva la curiosidad de quien siempre está anhelante por aprender del otro. Bueno que así sea, para que entendamos, por ejemplo, que el sentido de la propiedad privada no es universal; que no hay colores indeseables por subidos; que los afectos pueden expresarse de mil maneras, hasta rozando narices; y que, en fin, al humano nada le es ajeno.

De último, el secreto de que nos adentremos en otras culturas sin salir de la nuestra pero con el mismo disfrute y toque de goce intelectual y material. Que regresemos airosos a la madre nutriente que es el territorio que nos acoge, realidad política de la que ha nacido nuestro gentilicio y donde crece el aplatanado. Lo que cargan como déficit pesado desmemoriados, nacionalistas extremistas y todos los cultores de ismos: tolerancia.

(adecarod@aol.com)