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Globalización
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La globalización en el laboratorio

Mutan las costumbres, el lenguaje, el pensamiento, las normas y los dogmas a una velocidad que desconcierta incluso a los especialistas.

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La globalización en el laboratorio

Desde cuando Cristóbal Colón holló estas tierras, la distancia entre Europa y el Caribe sigue siendo la misma. Geográficamente, África está tan lejos de las antiguas metrópolis como ahora; y de China a Venecia median las mismas leguas que recorrió Marco Polo antes de dar con sus huesos en una cárcel de Génova. América del Sur conserva intacta la vastedad que debió vencer Américo Vespucio, otro italiano, en sus exploraciones desde el Orinoco hasta la Patagonia.

En términos de medidas físicas, el mundo ha contrariado la dialéctica. Sin embargo, cada vez se hace más pequeño y conocido, y es esta la paradoja del fenómeno de nuestra época que se llama globalización. Las otras distancias, quizás más pronunciadas que las materiales, empequeñecen gracias al desarrollo de los medios de comunicación, de producción y del transporte. Parte substancial de la teoría marxista se ha validado: los cambios profundos habidos en la estructura como consecuencia del impresionante avance tecnológico han producido una revolución en la superestructura.

Mutan las costumbres, el lenguaje, el pensamiento, las normas y los dogmas a una velocidad que desconcierta incluso a los especialistas. Las sociedades se uniforman en el comportamiento y actitudes; ideas que hasta hace poco parecían extrañas de repente nos resultan familiares, y las incorporamos al repertorio personal y social sin mayores aprensiones. Hasta la docta y tradicionalista Real Academia de la Lengua ha bajado sus muros para oficializar en el idioma lo que las sociedades ya han definido en la práctica. Reinterpretado el matrimonio en el diccionario, ahora también abarca la unión de dos personas de un mismo sexo. Aunque al final cedió, tardó la ortodoxia en darnos una acepción castiza para describir lo que es una práctica común con génesis en la Antigüedad y la naturaleza misma.

La noción de la democracia representativa como el menos malo de los sistemas (gracias Churchill) se expande por ese mundo de fronteras más salvables, con un énfasis particular en los derechos humanos como una categoría universal. No ha triunfado una ideología, sino el consenso de que la sociedad es más eficiente cuando los individuos pueden decidir en libertad, se les respeta su dignidad y se les acuerdan las condiciones para que se sientan seguros.

La globalización, sin embargo, ha acarreado consecuencias indeseables y una de ellas es la facilidad con que viajan las enfermedades, a la misma velocidad en que se comunican continentes y se trasponen frontera. Es el caso de un coronavirus que ha puesto de relieve un peligro ignorado: las epidemias son ahora globales, se han transformado en pandemias. Ha ocurrido con el Covid-19, el nombre que ha acordado la Organización Mundial de la Salud a esta nueva amenaza mundial.

El Covid-19 tiene poco de novedoso, salvo el número que lo apellida. Pertenece a una familia de virus comunes en todo el mundo, muchos inocuos para los humanos o causantes de catarro común o gastroenteritis en lactantes. Las plagas han sido una constante en la historia de la humanidad, siempre llevadas y traídas por los humanos, verdugos de ellos mismos. En nuestro pedazo de isla, en menos de un cuarto de siglo se llevaron de encuentro a la población nativa, indefensa ante enfermedades con sello europeo o de otros continentes lejanos. Lo novedoso es la globalización, que ha dotado al Covid-19 de un potencial destructivo precisamente por los cambios que ese fenómeno mundial ha traído aparejados.

Se incubó en China, en la capital de la provincia de Hubei, Wuhan, entre vendedores de pescados y mariscos. De allí se ha esparcido por todo el mundo con la misma rapidez que los aviones y pasajeros que saltan de un continente a otro en unas pocas horas. Es posible viajar desde Pekín a Santo Domingo en un solo día, con una escala intermedia. De China también llegó otro aviso al despuntar el siglo: el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS). Y de nuevo la interacción entre humanos y animales, esta vez con el camello, procreó para la misma época el Síndrome Respiratorio Oriente Medio, con génesis en Arabia. En ambos casos los resultados fueron igualmente funestos y en las estadísticas mortales las víctimas se cuentan por millares.

Los mercados se han resentido y solo las líneas aéreas, muchas ahora imposibilitadas de viajar a China por temor al contagio, acumulan 30.000 millones de dólares en números rojos. Hablamos de la segunda economía del mundo, el mayor vendedor de bienes de consumo en todo el planeta, conectada con todos los continentes gracias a los avances de las comunicaciones aéreas, marítimas y terrestres. Sin llegar a los extremos pesimistas, por lo menos la recuperación de la economía china prevista para este año quedará en veremos. Tan riesgosa como el Covid-19, en otros apartados, es la pretensión de enfrentar la pandemia con restricciones permanentes a la globalización. Sería un error, porque los pluses superan con creces a los menos, sobre todo en el terreno de la cultura y de nuevas avenidas para el intercambio del conocimiento.

De seguro que la medición del impacto de la globalización en la cultura ocupa muchas mentes académicas. Sin la rigurosidad del método científico, puede ya advertirse en múltiples facetas y no solo en la generalización de ciertos términos con idénticos significados y grafías en idiomas desconectados. El arte culinario, por ejemplo, ha sufrido transformaciones medulares incluso en países con una larga tradición de aportes a la buena mesa. La influencia del Oriente va más allá de la invasión de manufacturas baratas y de calidad sospechosa Made in China. En los fogones de los establecimientos de más solera se cuecen y aderezan platos que cuentan con apartado propio: la cocina de fusión. Alimentos y sabores desconocidos unas décadas atrás ahora son de consumo cotidiano, sin que nuestro país escape de esa corriente que sin lugar a dudas ha enriquecido el catálogo culinario hasta en el hogar. Lo exótico se ha hecho popular sobre todo en las clases medias, con más posibilidades de consumo. Los sentidos han encontrado nuevos modos de satisfacción en el disfrute de sabores y texturas importadas de otras culturas a las cuales la globalización nos ha acercado.

Las facilidades de transporte y los nuevos arreglos políticos han posibilitado el auge de la migración. La influencia que ese arcoíris de nacionalidades ha tenido en las sociedades desarrolladas es indicativa de que estamos próximos al advenimiento de estadios más elevados de interacción, de entendimientos y redefinición del individuo y su entorno. Verbigracia Estados Unidos, donde los millones de ciudadanos de ascendencia hispana constituyen un mercado atractivo pero también una fuente constante de aportes culturales. Un nuevo mestizaje germina en el Norte y empieza a tener nombre propio en el mapa político estadounidense.

No es casual que la llamada “world music”, música del mundo, haya irrumpido en los mercados y tenga identidad propia al margen del origen. El mercado se ha ensanchado para los artistas y basta observar la agenda de algunos de los iconos del canto popular para comprender de inmediato que para ellos ya no existen las fronteras. La mezcla de ritmos, adopción de instrumentos y estilos musicales antecede, sin embargo, a la globalización. Mas, la curiosidad despertada por la disminución de las distancias culturales, el contacto con realidades y sociedades diferentes y las oportunidades derivadas para la creatividad inteligente han enriquecido notablemente la música en sus diferentes manifestaciones.

Peores que el Covid-19 son el virus de la ignorancia y el regreso al viejo supuesto de que la mejor protección es el aislamiento.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.