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La Iglesia acicateada

La historia eclesial dominicana posee nombres ilustres que brillaron en la cátedra sagrada.

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La Iglesia acicateada
Fray Bartolomé de las Casas (FUENTE EXTERNA)

“En la República Dominicana la vida vale menos que un cigarrillo Cremas”. Desde el púlpito del Convento de los Dominicos, Fray Vicente Rubio examinaba la realidad del momento y denunciaba los excesos de la hora. El sacerdote de la valiente Orden de los Predicadores estaba continuando la trayectoria de sus antecesores, Pedro de Córdoba y Antonio de Montesino, y dando curso a la línea eclesial contraria a los atropellos que se observaban casi a diario durante esa época.

José Luis Sáez recuerda que Rubio “se había convertido en el predicador aguerrido de las Siete Palabras, que se esperaban con verdadera ansia durante los doce años interminables, a ver hasta dónde llegaba en su denuncia y en sus metáforas dolidas”. Dos meses antes de aquel célebre sermón, el entonces pequeño episcopado, compuesto tan solo por cuatro obispos, había dado a conocer un mensaje “al pueblo cristiano y a las personas de buena voluntad” donde declaraba que “no es la violencia, ni la que se refiere a estructuras injustas ni la que busca los cambios por medio de destrucción, el camino que puede llevar a nuestra sociedad a una solución justa de sus problemas”. Y advertían los prelados que “hay que dar, dentro de cualquier circunstancia, vigencia a los derechos humanos, respetándolos y defendiéndolos a costa de cualquier sacrificio”. Hugo Eduardo Polanco Brito, Juan Félix Pepén Solimán, Juan Antonio Flores Santana y Roque Adames Rodríguez, firmaban aquella carta pastoral.

Fray Vicente, en la descripción de monseñor Arnaiz, era “hombre de muchos saberes, transparente y brillante en el exponer...fue siempre un orador de alto vuelo, incisivo, intrépido, crítico y desenvuelto. Vivo Trujillo y en los momentos más convulsos de la transición, la población escuchó siempre sus acerados sermones con temor y con satisfacción no disimulada. Varios “foros” no lo amilanaron. Lo acicatearon”. En la tradición dominica –y, obviamente, en la historia de la catolicidad dominicana- otros tres frailes de la orden mendicante fundada por Domingo de Guzmán en la ciudad francesa de Toulouse (y a la que perteneció Tomás de Aquino), se habían destacado en la defensa de los derechos humanos. El primero, fray Bartolomé de las Casas, injustamente acusado de negrero conforme documentos que probaron lo contrario siglos después, sostuvo tesis adelantadas para su tiempo como la de que el ser humano puede escoger la religión “que estime auténtica y verdadera según su recta conciencia”, la que “todo ser humano nace libre por naturaleza” y la de que “toda etnia, pueblo y nación es libre para ejercer su soberanía y para autodeterminarse de acuerdo a lo que estime justo y conveniente”, según anotaciones del propio Vicente Rubio. El segundo, Fray Pedro de Córdoba, que era el superior de los dominicos a su llegada a la que luego sería la ciudad que honraría con su nombre al fundador de la orden, miró siempre al indio “como dueño y señor de estas tierras” y declaró que la conquista “no era lícita”, denunciando la violencia de ese proceso. Y, el tercero, Antonio de Montesino, pasa a la historia con su famoso Sermón de Adviento, tenido hoy como la proclama que sustentó luego la declaración universal de los derechos humanos. Pedro de Córdoba fue el autor de esa histórica homilía. Montesino fue el encargado de pronunciarla. Al denunciar los abusos de los encomenderos y defender a los indígenas frente a las autoridades españolas, el virrey Diego Colón pidió a Pedro de Córdoba que expulsara de la isla a Montesino o que, por lo menos, se retractara de su discurso en la misa del domingo siguiente. El segundo Sermón de Adviento fue más hostil, de mayor dureza que el primero en la defensa de los indios. La pequeña Iglesia de la colonia estaba resuelta a modificar la conducta de los conquistadores y de su propia prole que, en algún momento, desvinculó al indio de su naturaleza humana. Los dominicos no se amilanaron. Se acicatearon.

La historia eclesial dominicana posee nombres ilustres que brillaron en la cátedra sagrada, como el padre Castellanos, orador doctrinal de gran fortaleza, “extremadamente justo en sus decisiones, íntegro hasta la testarudez, decidido, valiente, sereno, desprendido, recto y prudente”, al decir del jesuita Sáez, quien recuerda “su intransigencia a rendirle pleitesía a Trujillo en Santiago en la “revista cívica” de 1933, o a imponer silencio tajantemente cuando los aplausos sonaron en la Catedral en el funeral de Peynado”. Y dejando de lado a los sacerdotes y prelados que pusieron su vibrante oratoria al servicio de la política partidista o del funcionariado público, han de recordarse los vigorosos y arrojados sermones de Francisco Panal Ramírez, el capuchino que enfrentó la dictadura desde el púlpito de la catedral vegana; el polemista Cipriano de Utrera, franciscano convertido en historiador de armas tomar; y el redentorista estadounidense Thomas Reilly, quien desde su prelatura nullius de San Juan de la Maguana denunció a la tiranía trujillista y sus acosos. En los últimos decenios, recordamos la sapiencia, la brillantez intelectual, el vasto conocimiento bíblico y el dominio de la lengua del jesuita Francisco José Arnaiz y los diocesanos Oscar Robles Toledano, Euribíades Concepción Reynoso y Milton Cruz. Pero, la Iglesia ha cambiado, porque el mundo ha cambiado también. Ya no hay un solo orador sagrado para pronunciar el Sermón de las Siete Palabras cada viernes santo, al filo del mediodía. No está tampoco la formidable Schola Cantorum del padre Bello que armonizaba las pausas de las siete palabras con hermosos cantos gregorianos. La democratización eclesial, de hecho impulsada desde Vaticano II, ha desarrollado un espacio para que los pastores de distintas parroquias expongan la línea doctrinas y social de la Iglesia dentro de la solemnidad de la fecha más importante de la catolicidad, el viernes negro de la muerte del Señor. Ahora, los sencillos sacerdotes y diáconos, no necesariamente con vocación oratoria como ocurría con Vicente Rubio, tienen derecho a la palabra. Y la ejercen. Marcan pautas y manifiestan certezas. Encausan conductas y notifican agravios. Advierten riesgos y muestran soluciones. No es retórica vacía. No es planteamiento de Semana Santa. Puede ser también en Adviento o en fiestas patrias. Ya no desde el Convento de los Dominicos, sino desde la Catedral, en plena sede episcopal. La Iglesia cumple una misión profética y misionera. Y, como señala la Lumen Gentium: “En todo tiempo y en toda nación son adeptos a Dios los que le temen y practican la justicia”. No sé por qué algunos todavía se resisten a reconocer que la Iglesia es maestra en humanidad. No esperen que se amilane, porque suele hacer lo contrario, espolearse, acicatearse.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.