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La terrible armonía que pone viejos los corazones

Existe una novelística latinoamericana que se entronca, de algún modo, con la realidad del pasado en tanto rememoración de vivencias mediante los signos comerciales, artísticos, musicales, que marcaron la singular época de los años cincuenta hasta los sesenta.

Ese retorno a la vivencialidad epocal como materia argumental para rediseñar historias de pueblos, de comarcas, de barrios, enumerando los ejes que precipitaron ese pasado y que se construyeron, pasados los años, en características distintivas, está de alguna manera presente –ya sea como elemento central, ya como materia marginal- en varias importantes novelas de los años ochenta y noventa. Pensamos en Castigo Divino del nicaragüense Sergio Ramírez, en Las hojas más ásperas del venezolano José Napoleón Oropeza, en el Luis Rafael Sánchez de La importancia de llamarse Daniel Santos, en Sólo cenizas hallarás del dominicano Pedro Vergés, en Una sombra ya pronto serás del argentino Osvaldo Soriano, en Los Reyes del Mambo tocan canciones de amor del cubano-estadounidense óscar Hijuelos, y un tanto menos por su estilo, quizás porque es un “texto cultural”, como lo califica Roland Barthes al prologarlo, De dónde son los cantantes del cubano Severo Sarduy.

Los cubanos de la Revolución no estuvieron totalmente ajenos a esta corriente, en especial el Miguel Barnet de Gallego, y La vida real, pero el factor ideológico probablemente impidió –hasta la llegada de Abilio Estévez y Leonardo Padura- una rememoración más nítida, una elevación más vibrante del efecto signo-pasado ya que, de algún modo, ese pasado refiere a situaciones y vivencias de la época de Grau o de Batista, y resulta obvio que no puedan ser esos periodos, en el contexto revolucionario, materia ejemplar.

Marcio Veloz Maggiolo en Ritos de Cabaret se reencuentra con un pasado en cuya búsqueda salió desde otras experiencias, para dibujar un entorno de penumbras donde el bolero es un arma del espacio social, una queja sintomática del alma humana y una señalización que atraviesa las épocas, desde el Bienvenido Brens de los cincuenta hasta el Pablo Milanés de los ochenta (“Es que la época que se va no vuelve por sí misma, tienes que ir tú mismo a encontrarla”).

La Era de Trujillo es el escenario brutal con sus delaciones, torturas y miedo; el cabaret es el escape, el rito de la sexualidad viviente; el bolero: el centro vital de la reminiscencia y la ensoñación que el fulgor etílico permite elevar el alma hasta el paroxismo. El universo de la narración es amplio porque las vidas discurren en un ambiente de plenitud entre los intersticios de la rutina, la acechanza, la existencia centrada en los grises parámetros del sexo y el son: “...la vida en manos de un padre que no tuvo profesión; que vivía para escuchar boleros; que se las pasaba de cabaret en cabaret, que me había dicho que el sexo femenino era necesario día y noche...”.

La novela es la historia de un pasado sobre otro pasado. El pasado de Amparo que esta odiaba; la “historia transparente y vulgar de Emencia Vargas y Paco Santamaría”, llena de un pasado que busca ser olvidado para iniciar un proceso de rejuvenecimiento (“Cuando la mente borra el pasado y lo inventa acomodándolo, el cuerpo alcanza las viejas energías, genera nuevas genéticas y el corazón tiene un nuevo ritmo”). Y es también, la mixtura de dos pasados de placeres que suplantan entre Papo Torres y Papo Junior. El “viento duro” de Villa Francisca congrega las existencia ruines de los personajes de esta narración: la muerte de Ernesto Vargas, las sordideces del calié Vizcá y La Veterana, la bisexualidad de Caminati-Iriarte, y el Persio que viene desde Materia Prima y que aquí bosqueja, antes de su suicidio, la novela que cuenta “este amasijo de pulpa cotidiana”.

Ritos de Cabaret parte de los años cincuenta, se inicia en sus mejores pasajes en los vericuetos insomnes de Abril del 65 y llega, al final, entre “amores convencionales y amores inarmónicos” a los ochenta, en medio de transfiguraciones y un regreso al burdelismo acosante y al entorno viril de Villa Francisca. El toro Cocuyo, semental de pura raza, “un torete de ojos cetrinos y tristes como los de un acordeonista borracho” –uno de los momentos más altos de la obra- no llegará jamás a los predios ganaderos del general brasileño Panasco Alvim (falso jefe de la Fuerza Interamericana de Paz, la famosa FIP intervencionista), porque la Revolución con todas sus iras y resuellos trastornará aquella conquista, aun cuando los clamores de la gesta no llegasen a Uvero Alto.

Tras la náusea de la Era (“...ellos se van, huyen, y yo aquí con esta náusea, Miladys, con esta náusea...”), y quizás sobre ella y sus escombros, sobre los desechos de la época, quedará el bolero y el son, y el signo vitalizador del amor (“...un día, como yo, saldrás a recuperar los amores perdidos, los momentos ilustres de la vida, y deberás tener siempre un recuerdo fijo, un acto de amor que repetir”). La saga de Villa Francisca en la novelística de Marcio Veloz Maggiolo siguió prendida en su solapa de narrador tenaz y vigoroso, en el caso de esta novela con la expresión de un fascinante reencuentro entre imaginación y realidad fijada por lastimaduras, penas, odios, recuerdos y olvidos, como en la terrible armonía que pone viejos los corazones, en la lírica envolvente del Milanés que sabe cuando el tiempo pasa, entre un pedazo de razón y otro más de temor.

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“Soy una novela harta de personajes que vengo siendo yo mismo”.

La última novela publicada por Veloz Maggiolo, Palimpsesto, es la historia de un anciano que sudaba y orinaba palabras. Y es, sobre todo, el discurrir histórico de Marcio con la palabra y su séquito: el pensamiento, la memoria, su biblioteca, la fermentación narrativa, las huellas en la página en blanco. De difícil acceso para un lector no familiarizado plenamente con su novelística, el autor ambula por las hendiduras de una vitalidad que comienza a sumergirse en la nada, pero que, entre tiempo y circunstancia, puede discernir sobre las obsesiones que le han acompañado en toda su carrera literaria. ¿Novela, anti-novela, protonovela? El texto se convierte en un escrito pre-morten, en la enumeración de los libros leídos, los libros que fueron parte de otras vidas, rememoración de autores y lecturas, como –de modo constante- el uso de palabras nuevas (juego literario que tanto le agradaba), pero también de aquellas poco usadas ya que fueron parte de sus libros más representativos. Se trata, como dirá su alter ego en la narración, “el fermento variopinto de la memoria misma”.

Marcio une ciencia y letras, sus dos pasiones; repasa su vida (culta, variada) y deja sembrado un testamento literario, con cierto humor onírico, a dentelladas entre pasión y bureo. Marcio regresa a su materia prima, tras una narración erudita, una autocrítica humedecida en el portal de sus nostalgias, y la crítica a los críticos de los que siempre desconfió (“...los que viven de la pesca intelectual, los reyes del anzuelo y del chinchorro que buscan peces aun donde no los hay...”). Sabe que la energía de sus textos anteriores son aupados por “calores extintos” que se trasladan a textos ajenos, que acomoda los remos de “viajero de humedecida historia agonizada”, por eso recuerda, relee, nombra, actualiza su pensamiento, muestra la lucidez que siempre le acompañó, regresa a su infancia y a su barrio, y construye el relato que “quisiera ser una fuente de inspiración, limpia, aunque también de información menos que engorrosa para aquellos que opinan que todo muere de un modo súbito y que ni el mismo cadáver se da cuenta de que ya dejó de ser aquello que pensaba que era”.

Con prosa cautivante, lenguaje cifrado, historia compleja, hermética a veces, y una intertextualidad de significantes, Marcio construyó una novela-ensayo que fue su despedida de la literatura en una narración que es preludio y clausura a la vez, de una vida dedicada a la palabra. Pocos se han dado cuenta de la gran importancia de este libro final del maestro.

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En septiembre pasado se cumplieron 30 años de la publicación y presentación de Ritos de Cabaret, en una escenografía abolerada comandada por el autor y Pedritín Delgado, financiada por Bernardo Vega, en una noche memorable aderezada por Freddy Ginebra, en Casa de Teatro.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.